Hay que reconocer que han tenido éxito. En muy pocos años nos han hecho creer que, ciertamente, todos somos piratas. Todos, de una forma u otra, hemos copiado o bajado de la red alguna canción, película o programa de ordenador vulnerando las leyes de propiedad intelectual. A esa actividad la industria la ha denominado «piratería» y llama «piratas» a quienes la llevan a cabo. La palabra «pirata», peyorativa y relativa a personas que comenten actos delictivos, ha calado tan hondo en la sociedad que, a día de hoy, todos nos sentimos un poco piratas y todos tenemos un par de pecados que ocultar celosamente. Esta facilidad con que la industria ha criminalizado a la práctica totalidad de la población es algo que me repugna profundamente.
Conviene, por eso, que recordemos que el mundo de la piratería es más complejo de lo que nos quieren hacer creer y que en el mar de internet navegan, además de los piratas, bucaneros, filibusteros y, sobre todo, corsarios.
La actividad a la que se dedican piratas y corsarios es la misma; ambos, tradicionalmente, atacaban barcos y se apoderaban de sus mercancías usando de métodos expeditivos y violentos. La única diferencia entre un pirata y un corsario es que éste último disponía de una patente (la «patente de corso») que convertía en legal su pillaje. Es decir, un país otorgaba un permiso llamado «Patente de Corso», gracia al cual el titular de la misma podía practicar la piratería contra barcos de los Países enemigos, recibiendo a cambio una parte del botín. El reparto del Nuevo Mundo por los países hegemónicos de la época (España y Portugal) hizo que países emergentes como Francia y mas tarde Inglaterra, entorpecieran el tráfico marítimo y sacaran grandes beneficios, en una guerra no declarada.
La historia de la propiedad intelectual es una historia curiosa en cuyo origen se encuentran las patentes (si quieren pueden llamarlas patentes de corso) y que nace con los intentos de regular una actividad que, hasta entonces, carecía de regulación. Las imprenta reveló cuán provechoso podía ser el comercio derivado de ese «Nuevo Mundo de las Ideas» y, al igual que Españoles y Portugueses hicieron con América, comenzó una larga guerra por su dominio que perdura hasta nuestros días.
Sin embargo las ideas, los bienes informacionales, no son susceptibles de posesión eficaz una vez comunicados y por eso, para poder apropiarse de tales bienes informacionales e introducirlos en el comercio cual si de una mercancía común se tratase, se crearon y aún perduran las regulaciones sobre propiedad intelectual.
En esta batalla por el control de las ideas se dice que la primera patente de la que se tiene constancia es una patente de monopolio de la República de Venecia de 1491 a favor de Pietro di Ravena que aseguraba que sólo él mismo o los impresores que él dictaminase tendrían derecho legal en el interior de la República a imprimir su obra «Fénix». La primera patente de este tipo en Alemania aparece en 1501 y en Inglaterra en 1518, siempre para obras concretas y siempre como gracia real de monopolio. Una práctica ésta, la de la concesión de monopolios reales bajo forma de patente, que las monarquías europeas irán extendiendo en distintos ámbitos como forma de remuneración de sus colaboradores.
Hay que subrayar antes que nada que, la posibilidad de conceder tales monopolios, nace precisamente de la ausencia de ningún derecho de propiedad sobre las ideas. Homero, Platón, Virgilio, Cicerón, César ni ninguno de los autores clásicos ni medievales conocieron nunca ni imaginaron nunca un posible derecho de «propiedad» sobre sus creaciones. Las monarquías, aprovechándose del statu quo existente recabaron para sí la propiedad de las creaciones y comenzaron a otorgar monopolios para su explotación a los creadores. Conviene señalar, pues, que el monopolio de las obras no es de los autores, sino de la monarquía que los cede a autores o impresores y siempre en razón del interés público que es el bien supremo que se trata de proteger.
No es de extrañar pues que el llamado «Estatuto de Ana», una disposición inglesa de 1709 que pasa por ser la primera regulación sobre propiedad intelectual, tuviese como nombre legal completo el de: «Un acta para el fomento del saber mediante la concesión de derechos de las copias de los libors impresos…» etc.
Desde entonces hasta nuestros días la cuestión de la propiedad intelectual ha evolucionado mucho pero, en el fondo de la misma, sigue latiendo la misma cuestión: Cómo apoderarse y poseer algo que, por naturaleza, no es poseible con exclusión de los demás. Tal realidad ya la señaló a mediados del siglo XVIII la escuela española de Salamanca que circunscribió la protección a lo que luego se llamarían derechos morales, atacando frontalmente la equiparación del privilegio real con una forma de propiedad, dado que sobre las ideas, conocimientos y conceptos no puede vindicarse propiedad con independencia del estado, ni la transmisión llevarse a cabo como un juego de suma cero como si ocurre con la propiedad de las cosas.
La industria, durante casi dos siglos, ha tratado de convencernos a todos de que la propiedad de las ideas es igual a la propiedad de cualquier otro tipo de cosas y hay que reconocer que ha tenido éxito, pues en la conciencia jurídica de muchas personas dicha falsa igualdad se ha asentado firmemente. Pero tal igualdad es contraria a la realidad de las cosas y no puede ser admitida en el siglo XXI, sobre todo si sobre ella se funda la patente que permite que unos pocos, muy pocos, corsarios puedan apropiarse de la riqueza de aquellos a los que, además, no dudan en calificar de «piratas».
Tarde o temprano las ideas serán libres. Siempre que trato de explicar esto, pongo el mismo ejemplo. Un archivo mp3, no deja de ser un número en sistema binario, 01100110…. Un número muy largo, pero un número. ¿Como se puede apropiar alguien de un número?
Es como decir que el número 45 es mio y que cada vez que alguien lo escriba tiene que pagarme. Es totalmente ridículo.