No me llames por teléfono: Escríbeme.

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¡No me llames por teléfono!

Sé que sabes escribir, que dispones de SMS, de WhatsApp, de email… ¿Por qué no los usas? ¿Por qué me llamas?

No sabes qué estoy haciendo cuando llamas, no sabes si estoy hablando con otra persona, si estoy rellenando una botella de aceite con un embudo, si me estoy cepillando los dientes o si estoy enmedio de una revisión médica…

Tú, que me llamas, no soportarías que -enmedio de una conversación conmigo- alguien hiciese sonar un timbre y nos interrumpiera. Tú, que me llamas, considerarías un signo de mala educación que alguien se dirigiese a mí mientras hablo contigo, te interrumpiese, y se pusiese a hablar conmigo de sus problemas como si fuesen más importantes que los tuyos.

Cuando me llamas por teléfono asumes que no tengo nada más importante que hacer en el mundo que hablar contigo, que debo interrumpir todas mis actividades y atenderte y que, si no lo hago, tienes derecho a enfadarte. Porque te enfadas si no contesto, y me lo recuerdas en la primera ocasión que tienes de hablar conmigo y así me ratificas en la opinión de que o eres un ególatra maleducado o un analfabeto que no sabe escribir.

No me llames: esa es la regla. Escríbeme.

Porque si me escribes no tendré que tomar notas a mano de las insensateces que me cuentes, nunca olvidaré nada, podré consultarlo en el futuro y, sobre todo, no decidirás por mí en qué debo emplear mi tiempo y cuando.

Escribe maldito. Sé que sabes hacerlo, sé que puedes hacerlo.

¿Quien te ha dado derecho a pensar que eres la persona más importante de mi vida? No me llames salvo que tu vida peligre, escríbeme.

Espero que en no más de cinco años se dé tormento a quienes hagan llamadas de voz sin haber cruzado antes dos mensajes escritos y su conducta se recoja como falta en el código penal. Que las llamadas a las 23:00 o a las 7:30 estén penadas como delito y que sólo el estado de necesidad objetivo pueda librar de la cárcel al infractor.

Espero también que en no más de cinco años aparezca un teléfono que valga para hacer todo lo que ahora hace un teléfono menos llamadas de voz.

Así que ya lo sabéis: Escribid malditos.

Entre el anís y la coñá

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Antes de que el coñac de Jerez le desplazase, España era un país que bebía anís mayoritariamente. Se le tenía por una bebida salutífera y se le atribuían toda suerte de beneficiosas propiedades. En 1884 los habitantes de la población de Monóvar (Alicante) quedaron milagrosamente a salvo de la epidemia de cólera que arrasó España y tal prodigio, por obscuros razonamientos, se atribuyó al consumo de anís por parte de los vecinos de aquella localidad; ello, naturalmente, disparó aún más el consumo. Tal fenómeno fue aprovechado por avispados comerciantes de licores que llevaron a cabo campañas de marketing verdaderamente pintorescas. La más recordada fue la llevada a cabo por el comerciante catalán José Bosch Grau quien, al observar que en las tabernas la clientela para pedir anís pedía simplemente “Mono” (apócope de Monovar), decidió incluir la imagen de un simio en la etiqueta. El simio en cuestión llevaba en la mano derecha un pergamino con la críptica leyenda “La ciencia lo dijo y yo no miento” en alusión, al parecer, al prodigio de Monovar. En la cara del mono, además, muchos han querido ver también la efigie de Charles Darwin (que por entonces fletó su teoría de la evolución) o de algún político de la época. Pero, sin duda, la mayor aportación de este catalán insigne fue el diseño de la botella diamantina, imitadísima luego, y que, por azares del destino, se ha convertido en un instrumento folclórico-musical de uso general, algo que Don José Bosch jamás habría imaginado.

Por desgracia la época dorada del anís concluyó con la difusión de los coñacs de jerez que comenzaron a desplazarle de tal manera que, hoy día, míticos aguardientes anclados en el inconsciente colectivo de los españoles ya no existen. Hoy ya nadie podría pedir“una copita de Ojén” porque el Ojén, aguardiente otrora famoso, ha pasado a mejor vida. Con el aguardiente de Cazalla ocurre otro tanto, cada vez es más difícil hallarlo en los comercios y hemos de certificar que este licor, famoso y recio, puede acabar sus días en breve de la misma forma que el Ojén.

Pero, como la moda y los gustos de los españoles son veleidosos, es ahora el coñac el que se ve arrinconado por el consumo de bárbaros aguardientes confeccionados, en el mejor de los casos, con hierbas de dudosa procedencia.

Aguardientes naturales procedentes de la uva (coñac) o caña de azúcar (ron), aptos para ser bebidos y disfrutados solos o en compañía se ven substituidos por la bárbara ginebra, un producto que nadie en su sano juicio podría beber sin mezclarlo antes.

Pues bien, en esta España de Gin Tonics barrocos y coloridos, yo prefiero atenerme al coñac, un producto natural, apto para ser bebido y saboreado sin mezclar con gaseosas ni aguas de litines; bebida que exige conocimiento y paladar y en la que, gracias a dios, todavía no corre uno el riesgo de encontrarse pepinos, trozos de lima o incluso algún trozo de los papeles de Bárcenas.

Nos quieren robar el sol

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Hace trece años en Cochabamba (Bolivia) una compañía multinacional (Bechtel) se hizo con la red de abastecimiento de agua de la ciudad. Poco después el agua subió de precio y, a fin de evitar que la población pudiese autoabastecerse y hubiese de consumir el agua de la compañía, se reguló y restringió incluso el consumo de agua de lluvia. Estas acciones -que el mundo contempló como uno de los más acabados ejemplos de la infamia- condujeron a violentos enfrentamientos que recibieron el nombre de «La guerra del agua», una de cuyas manifestaciones es la que se ve en la fotografía que abre este post.

Películas como «También la lluvia» o «La Corporación» se hicieron eco de estos sucesos y -en general- el mundo reprobó las abyectas prácticas de esta multinacional que, finalmente, hubo de renunciar al control del agua y desistir de las acciones legales que había iniciado.

Ahora compruebo con estupor que en España no ya el agua, sino el sol, el viento o cualquier fenómeno natural que pueda producir energía eléctrica para el autoconsumo de las personas, va a ser indirectamente gravado por el llamado «peaje de respaldo» que el gobierno piensa imponer por decreto a todo aquel que tenga la intención de autoabastecerse con energías renovables. Gran negocio, sin duda, para las eléctricas.

El gobierno español, que no es capaz de saber lo que hacen los tesoreros de su partido, se cree con derecho a impedir que los ciudadanos conviertan el sol o el viento en electricidad sin pagar. Parecen considerarse los señores de la creación y, llegados a este punto, ya no sé si frotar un bolígrafo en la manga del jersey para atraer papelitos no estará pronto sancionado. Siguiendo el enfermo razonamiento de los redactores del decreto quizá los agricultores hayan de pagar en un futuro por el transporte de electrones durante la fotosíntesis o quizá -genial idea- pueda cobrar el gobierno una tasa a todos los que -imprudentemente- se acerquen a tomar el sol en la playa.

Recuerdo que cuando vi los sucesos de Cochabamba pensé que eran cosas que sólo podían pasar en países subdesarrollados sometidos a la vileza de empresas criminales. Ahora que puede ocurrir en España ya no sé qué pensar. Pero nada bueno, se lo aseguro.

Déficit de vergüenza

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Darwin se quedaría estupefacto si contemplase a una parte significativa de la clase política española.

Ninguna emoción producía más intriga a Darwin que la de la vergüenza y los cambios físicos asociados a la expresión de esta emoción. Le sorprendía que el ser humano manifestase instintivamente su vergüenza, por ejemplo, ruborizándose; veía en esta reacción panhumana una amenaza para su teoría de la evolución pues ¿qué ventaja evolutiva puede aportar al ser humano el evidenciar ante el resto de la comunidad que ha obrado mal?

De la importancia de las emociones y su relación con la inteligencia no me ocuparé ahora, sólo les encareceré la lectura del libro «The emotion machine» de Marvin Minsky.

La clase política española parece coincidir con el inicial estupor de Darwin ante la vergüenza y su aparente inutilidad, pues, bien pensado, ¿para qué habría de servirle al político el que la comunidad supiese que ha obrado y obran mal? ¿Qué ganaría con ello?

Y tienen razón quienes así piensan, es verdad que ganarían poco, pues la vergüenza no es más que una de las formas en que el ser humano autorregula sus actividades en comunidad (Ruth Benedict) ajustando sus acciones a la conducta que se espera de él. La vergüenza, pues, es verdad que quizá no sea buena para el individuo, pero es indudablemente buena para la comunidad y es por eso que nuestra clase política (no toda, seamos justos) tiene razón cuando considera la vergüenza una emoción inútil y molesta, aunque, maticemos, solo es «inútil y molesta» para «ellos».

Afirmo a menudo que el déficit de España no es de naturaleza financiera; que en España no falta dinero, que lo que falta es vergüenza y mi convicción se reafirma cuando reviso los vídeos de las declaraciones que hicieron en su día todos esos políticos que luego fueron condenados por sus abyectas acciones. No se aprecia en ellos el más mínimo rastro de vergüenza: Sin rubor, sin bajar la cabeza, con voz firme y tonante, afirmaban su inocencia y acusaban de perfidia a quienes les mostraban las pruebas de sus delitos. Habían perdido la vergüenza.

Cuentan que al «Guerra» (el torero, no el ministro) alguien le preguntó una vez cómo era posible que a un banderillero que ambos conocían le hubieran nombrado Gobernador Civil de una provincia sureña, la respuesta del maestro la suscribiría el mismo Darwin: «Degenerando», dicen que dijo el maestro.

Porque nuestra clase política (con sus llamativas excepciones) ha logrado involucionar (degenerar) de tal forma que ha eliminado de su equipamiento biológico la emoción de la vergüenza, un complejo entramado psicosomático que la evolución tardó millones de años en diseñar e implementar. Y no sólo eso, ha logrado contaminar el cuerpo social. Así, si alguien les señala su desvergüenza le responderán que así somos todos los españoles desde tiempo inmemorial y que cualquiera de ellos que estuviese en su lugar haría lo mismo. Tal argumento es de una eficacia inmediata, el oyente lo encaja, hace examen de conciencia y descubre que él también tiene faltas, que no es perfecto, se avergüenza y desiste de tratar de cambiar las cosas.

Ni el mismo Gandhi serviría para tratar de derrocar a esta clase política degenerada, el más perfecto de los santos admitiría que él también tiene sus culpas y cedería ante este argumento falaz sin caer en la cuenta de que él se siente culpable precisamente porque tiene lo que a la clase política le falta: Vergüenza.

Podemos pedir dinero prestado al FMI, podemos exprimir al ciudadano hasta llenar las arcas del estado, podemos tratar de que Europa nos rescate… Pero todo eso no nos salvará de nuestro principal déficit, la falta de vergüenza, porque esa divisa cotiza en un mercado de valores que estos gobernantes no conocen.

Ciertamente Darwin quedaría estupefacto. Vale.