Déficit de vergüenza

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Darwin se quedaría estupefacto si contemplase a una parte significativa de la clase política española.

Ninguna emoción producía más intriga a Darwin que la de la vergüenza y los cambios físicos asociados a la expresión de esta emoción. Le sorprendía que el ser humano manifestase instintivamente su vergüenza, por ejemplo, ruborizándose; veía en esta reacción panhumana una amenaza para su teoría de la evolución pues ¿qué ventaja evolutiva puede aportar al ser humano el evidenciar ante el resto de la comunidad que ha obrado mal?

De la importancia de las emociones y su relación con la inteligencia no me ocuparé ahora, sólo les encareceré la lectura del libro «The emotion machine» de Marvin Minsky.

La clase política española parece coincidir con el inicial estupor de Darwin ante la vergüenza y su aparente inutilidad, pues, bien pensado, ¿para qué habría de servirle al político el que la comunidad supiese que ha obrado y obran mal? ¿Qué ganaría con ello?

Y tienen razón quienes así piensan, es verdad que ganarían poco, pues la vergüenza no es más que una de las formas en que el ser humano autorregula sus actividades en comunidad (Ruth Benedict) ajustando sus acciones a la conducta que se espera de él. La vergüenza, pues, es verdad que quizá no sea buena para el individuo, pero es indudablemente buena para la comunidad y es por eso que nuestra clase política (no toda, seamos justos) tiene razón cuando considera la vergüenza una emoción inútil y molesta, aunque, maticemos, solo es «inútil y molesta» para «ellos».

Afirmo a menudo que el déficit de España no es de naturaleza financiera; que en España no falta dinero, que lo que falta es vergüenza y mi convicción se reafirma cuando reviso los vídeos de las declaraciones que hicieron en su día todos esos políticos que luego fueron condenados por sus abyectas acciones. No se aprecia en ellos el más mínimo rastro de vergüenza: Sin rubor, sin bajar la cabeza, con voz firme y tonante, afirmaban su inocencia y acusaban de perfidia a quienes les mostraban las pruebas de sus delitos. Habían perdido la vergüenza.

Cuentan que al «Guerra» (el torero, no el ministro) alguien le preguntó una vez cómo era posible que a un banderillero que ambos conocían le hubieran nombrado Gobernador Civil de una provincia sureña, la respuesta del maestro la suscribiría el mismo Darwin: «Degenerando», dicen que dijo el maestro.

Porque nuestra clase política (con sus llamativas excepciones) ha logrado involucionar (degenerar) de tal forma que ha eliminado de su equipamiento biológico la emoción de la vergüenza, un complejo entramado psicosomático que la evolución tardó millones de años en diseñar e implementar. Y no sólo eso, ha logrado contaminar el cuerpo social. Así, si alguien les señala su desvergüenza le responderán que así somos todos los españoles desde tiempo inmemorial y que cualquiera de ellos que estuviese en su lugar haría lo mismo. Tal argumento es de una eficacia inmediata, el oyente lo encaja, hace examen de conciencia y descubre que él también tiene faltas, que no es perfecto, se avergüenza y desiste de tratar de cambiar las cosas.

Ni el mismo Gandhi serviría para tratar de derrocar a esta clase política degenerada, el más perfecto de los santos admitiría que él también tiene sus culpas y cedería ante este argumento falaz sin caer en la cuenta de que él se siente culpable precisamente porque tiene lo que a la clase política le falta: Vergüenza.

Podemos pedir dinero prestado al FMI, podemos exprimir al ciudadano hasta llenar las arcas del estado, podemos tratar de que Europa nos rescate… Pero todo eso no nos salvará de nuestro principal déficit, la falta de vergüenza, porque esa divisa cotiza en un mercado de valores que estos gobernantes no conocen.

Ciertamente Darwin quedaría estupefacto. Vale.

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