Hoy me ha tocado desplazarme hasta Callosa de Segura, en la Vega Baja, a causa de un episodio más de esa interminable historia que hermana a los calés y a los Guardias Civiles y que García Lorca cantó de forma insuperable.
Al llegar me ha llamado la atención descubrir que el cuartel de Callosa responde al viejo patrón arquitectónico de las casas-cuartel: Medio edificio oficial, medio fortín o blocao.
Muchas de las viejas casas-cuartel estaban construidas en lugares absolutamente despoblados donde eran objetivo fácil para bandoleros o contrabandistas y por eso, esas viejas casas cuartel, contaban con garitas aspilleradas en los cantones que permitían a los guardias hacer un eficaz fuego de flanqueo si alguien las atacaba. No dejaban ángulos muertos bajo las garitas y todo el perímetro de la casas podía ser batido y defendido usando de dos o, a lo sumo, cuatro guardias. Mi padre nació en uno de esos cuarteles (el de Cabo Tiñoso) y pasó su infancia en otro de ellos (el de Boletes) y aún recuerdo a mi abuelo contando viejas historias de carabineros y guardias civiles sobre los hombres de Juan March, un contrabandista que no dudaba en usar del soborno o la violencia para conseguir sus fines. Más adelante los azares de la política hicieron de él diputado y más adelante aún uno de los hombres fuertes del régimen de Franco; de hecho fue él quien pago el alquiler del «Dragon Rapide», el avión que llevó a Franco de Canarias a Melilla dando comienzo a la guerra civil; como digo, viejas historias de guardias.
Hoy me ha llamado la atención que este edificio siga ostentando con toda dignidad el viejo nombre que estos puestos tenían:
«Casa cuartel de la Guardia Civil»
aunque, es justo decirlo, los calés no las llamaban así; porque en caló a esos edificios se les llamaba
«La quer de las veintisiete letras».
«Quer», como sin duda sabrán, significa «casa» en caló (de ahí la palabra «kely» que algunos «modernos» suelen usar para referirse a su casa) y el analfabetismo hacía el resto. Estos edificios eran las casas («quer») que tenían veintisiete letras en la puerta.
Como digo viejas historias y hoy, mientras hago tiempo esperando a que tomen declaración a mi cliente, me entretengo recordándolas.