Personas Jurídicas. ¿Dije «personas»?

Es bueno llamar a las cosas por su nombre; entre otras cosas porque, al no hacerlo así, a menudo acabamos creyendo que las cosas son lo que las llamamos y no lo que son. Pasa esto con las «personas jurídicas» un término que los juristas inventamos para nombrar a meras acumulaciones de dinero a las que las leyes dieron la facultad de actuar «como si fuesen personas» pero que, evidentemente, no lo son.

Leo hoy que ciudadanos de Murcia denuncian que Acqualia, la empresa que les suministra el agua, corta el suministro en cuanto se impaga un recibo porque esta empresa, esta «persona» jurídica, no tiene en su ADN el menor atisbo de esa empatía, piedad, compasión o solidaridad con que todas las personas de verdad (las humanas) vienen al mundo equipadas de serie.

Para esas ficciones jurídicas, esas «personas» fantasmagóricas que los juristas hemos creado, la existencia no tiene más justificación que la obtención de dinero: no son más que dinero y no quieren más que dinero y así está escrito en su ADN; no cabe esperar otra cosa de ellas.

Si una persona de las de verdad (las humanas) no tuviese otro objetivo en su vida que ganar dinero y le fueran ajenos el resto de los principios que mueven el obrar humano sería diagnosticada inmediatamente como «psicópata» y se le encuadraría entre los sujetos peligrosos con quienes la sociedad debe tener especial cuidado. Y sin embargo, a día de hoy, estas entelequias a las que llamamos «personas jurídicas» y que no tienen de personas más que el nombre, gobiernan nuestras vidas, poseen la mayor parte de la riqueza del mundo y se encargan de proveernos de la mayor parte de los bienes de primera necesidad. Vivimos rodeados de psicópatas, estamos en sus manos y no nos damos cuenta; quizá porque nos hemos acostumbrado a tratar como «personas» a cosas que no son más que acumulaciones de dinero en busca de dinero.

Es hora de llamar a las cosas por su nombre: personas a las personas y psicópatas a los psicópatas. Es hora de saber que la ley se hizo para proteger a las personas de verdad y a no a los ectoplasmas jurídicos.

Si usted debe dinero al banco usted tiene un problema, porque tendrá que trabajar para él hasta que le pague o hasta que se muera (art.1911 del Código Civil). Pero si el banco le debe dinero a usted el problema también es de usted porque cuando se agota el dinero la «persona» jurídica muere. ¿Qué clase de igualdad es esta en que el problema siempre lo tienen los mismos? Esta convivencia entre personas «humanas» y entelequias psicópatas ha llegado ya demasiado lejos. Quizá es ya el momento de llamar a las cosas por su nombre.

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Los primeros vecinos de la ciudad

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Esta vivienda que ven en la foto (no la batería de cañones sino la cueva) bien podría ser la casa número «1» de Cartagena y con toda probabilidad lo sea.

Es conocida popularmente (y no sé por qué) como «la cueva de los aviones» pero antes, hace unos 50 mil años, fue el domicilio de una familia de neanderthales que, al marchar, dejaron allí olvidado parte de su ajuar doméstico en forma de conchas decoradas con una pigmentación roja producida por un material identificado como hematita (oligisto), el mismo material que usaron los habitantes de las Cuevas de Altamira en sus pinturas. Los expertos que las han examinado sostienen que estos bivalvos han de interpretarse como «adornos personales». Dice la wikipedia que estos pigmentos rojizos se originaron con seguridad a una distancia de entre 3 y 5 kilómetros de distancia, en la zona noroeste de la Sierra Minera de Cartagena-La Unión, un colorante que se extraería posteriormente en la Antigüedad junto al oro y la plata.

Así pues, caben muy pocas dudas de que esta es la vivienda número uno de la ciudad, si bien, por aquella época la cueva no estaba inundada como ahora por el mar, pues la línea de costa se hallaba a varios kilómetros de distancia; el final de la glaciación hizo subir el nivel del mar y quién sabe si fue esto lo que determinó el abandono de la cueva. El problema de las humedades y el cambio climático, como vemos, viene de lejos.

Neanderthales y Cro-Magnones se sabe que convivieron en la península ibérica y las últimas investigaciones en materia de ADN parecen confirmar que ambas especies se mezclaron y que los europeos conservamos restos del ADN de aquellos primeros vecinos de la ciudad.

Hoy que hace bueno y el sol acompaña me he decidido a darme una vuelta por la casa de los abuelos, es un lugar bonito y tiene todo lo que a los cartageneros nos gusta: Mar, una batería de cañones, bloques de escollera por los que saltar, norays para sentarse mientras se lanza la caña y cincuenta mil años de historia. Casi nada.

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Cáritas

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Hay tuits que emocionan. Hoy Cáritas ha tuiteado el que ven en la foto usando el hashtag #T que los abogados de «La Brigada» usamos para marcar nuestros mensajes… y me he alegrado en extremo. No puede dejar de alegrarme que una organización que lleva el nombre en latín de la caridad se acuerde de la justicia.

Ocurre que las palabras, a lo largo del tiempo, se cargan de significados del mismo modo que los cascos de los buques se cargan de pequeños animalitos que se van incrustando en ellos mientras navegan. Todas estas adherencias hacen que, al final, no entendamos de las palabras más que los significados más recientes y que no veamos del casco de los barcos más que la capa superficial de algas y animalitos que se han adherido a ellos. Esto pasa con caridad y Cáritas.

Porque Cáritas (caridad) no ha significado siempre lo que ahora entendemos que significa, sino que ha sido una palabra que ha atravesado los milenios conservando en su núcleo algunos de los mejores aspectos del alma humana y compartiendo su ADN con una extensa familia.

La «caridad» toma su ADN primigenio de la raíz protoindoeuropea *ka- (desear) de la que se fue generando una abundante descendencia que dio lugar, por ejemplo, al verbo caló «camelar» (querer, amar) o a la palabra latina «carus» o a la italiana «carezza» o a la castellana «caricia». En esta familia del querer, del deseo (sí, kamasutra también es hija de *ka-), del amor, del cariño y las caricias creció caridad, nuestra protagonista.

Pero caridad también se emparenta con palabras menos gratas como la latina «careo» (carecer) y así, entre cariño y carencias, se hizo mayor nuestra caridad.

Recuerdo ahora aquellas viejas explicaciones que, de niño, me daban en clases de religión (los curas consideraban la caridad poco menos que un patrimonio exclusivo de su religión) y en las que me enseñaban que, si bien el amor nace del corazón, la caridad es producto de la razón y que, por eso mismo, no puede exigirse el amor pero la caridad sí.

Por eso no me parece mal que Cáritas recuerde hoy que hay que exigir justicia para quienes carecen de medios; porque esa «caridad» que piden no es un acto de benevolencia o magnanimidad, es una pura exigencia de la razón; no es algo que ha de darse graciosamente, es algo que se está obligado a entregar a una población que carece cada vez más de medios y a la que están cobrando cada vez más por una justicia que es inaceptablemente cara (por escasa que no por querida), una justicia con la que se hace un infame comercio a través de las tasas.

Por eso hay tuits que emocionan, porque te traen a la cabeza y al corazón cosas como la caridad, las caricias, lo querido y lo caro, caritas y careo, historias sorprendentes como la de «la caridad romana» y hasta raíces protoindoeuropeas como *ka-; sonidos y significados humanos que se esconden incluso tras el nombre popular de la patrona de mi ciudad («La Caridad») o -quién sabe- si hasta en el de la ciudad misma.

Gracias Cáritas.