Considerando la administración de justicia desde un punto de vista «cibernético» el profesor Norbert Wiener señaló en «The Human Use of Human Beings» que, cualesquiera que fuesen los deberes de jueces y tribunales, el primer deber que tenían —y tienen— es el de ser predecibles. Es decir que, dado un litigio entre dos personas, siempre podamos predecir de antemano cual será la respuesta del tribunal para ese conflicto con independencia absoluta de quien sea el juez que lo juzga.
La predictibilidad es uno de los factores más a tener en cuenta si queremos disponer de una administración de justicia eficaz pues los ciudadanos, si son capaces de conocer de antemano el resultado de sus litigios, no necesitarán acudir a los tribunales para resolverlos y les bastará con el adecuado asesoramiento. Esta es una de las formas más eficaces de descongestionar los órganos judiciales sin merma de la justicia.
Y siendo esto así, como lo es, ¿qué podemos decir que hayan hecho nuestros gobiernos para hacer de nuestros juzgados y tribunales órganos predecibles? Yo diría que han hecho justo lo contrario de lo que debiera hacerse.
Dejemos sentado en primer lugar que la organización de nuestros juzgados y tribunales así como las normas que rigen su funcionamiento se han diseñado desde antiguo para que las resoluciones de los mismos sean predecibles, toda la pirámide de recursos está destinada a que la interpretación de las leyes sea uniforme y nuestros jueces y magistrados fundan sus decisiones siempre —o casi siempre— considerando las decisiones jurisprudenciales que complementan el ordenamiento jurídico.
Sin embargo, para que la jurisprudencia pueda operar como elemento que dote de predictibilidad al sistema, es preciso que el marco jurídico del que nace dicha jurisprudencia tenga un mínimo de permanencia en el tiempo. Cada nueva ley que se publica exige un tiempo razonable de aplicación para que sean resueltas las dificultades interpretativas que inevitablemente plantea, no es posible generar una jurisprudencia útil en un marco jurídico que cambia cada día.
Y esto, precisamente esto, es uno de los aspectos más censurables del período en que Rafael Catalá ha estado al frente del ministerio de justicia: su hiperactividad legislativa ha provocado que la inseguridad jurídica se haya enseñoreado de nuestros juzgados y tribunales, reformas sobre reformas, hemos visto como en la misma semana las mismas leyes ofrecían dos regulaciones distintas de la primigenia y cómo juzgados y tribunales carecían del mínimo tiempo de adaptación. Y si las leyes hubiesen sido justas y sensatas aún serían bienvenidas, pero es que muchas eran de imposible cumplimiento (seis meses después de la entrada en vigor de LexNet los juzgados de España aún no pueden cumplir la ley), otras tan sólo han recargado de trabajo inútil y esterilizador los juzgados (revisiones de la instrucción de procedimientos ex Ley 41/2015), mientras que otras daban lugar a tres sistemas regulatorios distintos en el lapso de pocos días (entre los días 27 de octubre y 1 de noviembre de 2015 el artículo 520 LECrim cambió dos veces de redacción).
Y si la incontinencia legislativa ayuda poco, mucho menos ayuda a la predictibilidad del sistema el dictado de leyes abstrusas, de difícil interpretación, de escasa calidad legislativa o simplemente injustas o de difícil encaje en el marco constitucional o en el de la legislación europea; leyes cuya aplicación provoca multitud de corrientes y soluciones jurisprudenciales que nunca llegan a consolidarse porque, de nuevo, la incontinencia legislativa se encarga de volver a enturbiar lo que con notable esfuerzo doctrinal la jurisprudencia trataba de armonizar.
En suma, no es mejor gobierno el que produce más leyes, esta hiperactividad legislativa a menudo sólo oculta incapacidad y falta de criterio, pues, en materia de leyes, el principio «pocas y buenas» es el de primera y preferente aplicación. Tratar de desviar la atención del electorado con cortinas de humo del tipo «los españoles son querulantes» o aquella otra repulsiva reflexión gallardoniana que atribuía al número de abogados —y no al gran número de injusticias— la sobrecarga de trabajo de los juzgados, no son más que coartadas para encubrir una más que deficiente actividad legislativa.
Créanme, en materia de normas adhiéranse al principio «pocas y buenas» o, dicho de otro modo: leyes las justas.
Un hallazgo lo de «las justas». Si Tácito hubiese hablado español, tal vez habría dado con la feliz expresión, y no estaríamos ahora citando aquello de corruptissima republica plurimae leges…Solo Italia rivaliza con nuestras 100.000 normas vigentes. Allí, igualmente, non si puo fare niente, ma si fa tutto…
Que la persona cuyos post leo con más deleite y admiración haga un comentario en mi blog me llena de alegría. Un saludo Joludi, no dejes nunca de escribir.
Reblogueó esto en Meneandoneuronas – Brainstorm.
Enhorabuena José por el blog.