Enfermos y cansados

Hoy, mientras escuchaba al presidente en funciones dirigirse a la Cámara durante la sesión de investidura, no he podido evitar pensar en una mujer: Fannie Lou Hammer. Les cuento.

Hace ahora 52 años (22 de agosto de 1964) Fannie Lou Hammer, una mujer negra, enferma y cansada de estar enferma y cansada según sus propias palabras, aprovechó la oportunidad que le brindaba la Convención Nacional del Partido Demócrata que se celebraba en Atlantic City para dirigirse a los allí congregados. Su discurso, televisado a la nación, cambió de forma inesperada y para siempre el curso de la historia de la minoría negra en los Estados Unidos.

Fannie se dirigió a los delegados allí reunidos y les habló de la violencia que se ejercía sobre los afroamericanos en Mississippi para impedirles ejercer su derecho al voto. Fannie les habló de cómo ella misma, en 1962, hubo de superar toda una maraña de problemas y obstáculos para poder registrarse como votante en la Corte de Indianola (Mississippi). Fannie les contó cómo, al volver a su plantación, su jefe le dio dos opciones: o se daba de baja en la lista de votantes o tendría que abandonar la plantación y les habló también de cómo ella tuvo que elegir y eligió. Y, así, les contó, en fin, cómo hubo de abandonar la plantación y su trabajo por no renunciar a ejercer su derecho al voto.

Fannie habló también a los congregados de cómo los hombres y mujeres negras era sometidos diariamente a actos de violencia si persistían en su deseo de votar, y les habló de vejaciones, y de disparos e incendios…

Fannie, en el momento quizá más emotivo de su alocución, preguntó si esta América de la que ella les hablaba era esa patria de los hombres libres, ese hogar de los valientes, en el que sus oyentes creían.

En Washington, mientras tanto, el presidente Lyndon B. Johnson, consciente de la inmensa fuerza que tenía el discurso de Fannie, trató de evitar que las cadenas de TV siguieran retransmitiéndolo y para ello convocó a toda prisa una improvisada rueda de prensa, pero fue en vano. Muchas cadenas de TV emitieron íntegramente y en diferido el discurso de Fannie en horario de máxima audiencia y lo que pasó después es ya historia. La mujer que estaba enferma y cansada de estar enferma y cansada, sólo con la fuerza de su discurso, había cambiado la conciencia de muchos norteamericanos y probablemente la historia de la democracia en su país.

Hoy, sin embargo, he visto cómo un hombre que tenía la oportunidad de dirigirse no sólo a los representantes de la nación sino a la nación en su conjunto, despachaba el trámite con la misma pasión con que un registrador de la propiedad escribe una nota marginal en la hoja de un registro. Y he pensado en Fannie y en como ella no habría dejado pasar una oportunidad como esa para hablar de las cosas en las que creía, para tratar de cambiar conciencias, para señalar el camino. Y he pensado en cuántos votantes con muchas cosas que decir han sentado en esa cámara a personas que, llegado el momento, acaban no diciendo nada, ni sintiendo nada, ni, aparentemente, creyendo en nada; o, al menos, creyendo de forma tan tibia que pareciera que la posibilidad de dirigirse a la nación fuese poco más que un trámite burocrático para ellos.

Hemos hecho de la democracia un rito obsceno, da la sensación de que quienes nos gobiernan no creen en la fuerza de la democracia, da la sensación de que hay en ellos antes un sucedáneo de políticos que autenticidad.

Por eso me acordé de Fannie, porque prefiero la pasión y la verdad de una mujer enferma y cansada de estar enferma y cansada al cansino y enfermo discurrir de nuestras instituciones.

El evento Carrington

Nuestra confianza en la tecnología es desmedida. Ponemos en manos de ella incluso la seguridad de nuestra vidas. ¿Se ha preguntado alguien qué pasaría si de pronto todos nuestros ordenadores, redes de telecomunicaciones e incluso la energía eléctrica dejasen de funcionar? No estoy seguro de si estamos preparados para eso.

El 1 de septiembre se conmemorará el 157 aniversario de lo que se conoce como el «Evento Carrington» (The Carrington Event); una fortísima tormenta solar que afectó a la tierra de formas sorprendentes. Para que se hagan una idea les diré que se vieron intensas auroras boreales en todo el planeta y que, como consecuencia de la llegada a la tierra de particulas de carga magnética muy intensa, el telégrafo dejó de funcionar, operarios del mismo fueron víctimas de los chispazos y se provocaron numerosos incendios en sus instalaciones.

Era 1859, es verdad, y por eso los efectos se manifestaron sobre los pocos artefactos eléctricos que había en la época, de forma que el fenómeno fue celebrado con cierta algazara pero sus consecuencias pasaron inadvertidas para la mayoría de los habitantes de la Tierra. 

¿Alguien ha previsto las consecuencias de un evento similar en nuestros días? ¿Imaginan ustedes las consecuencias de que todos nuestros artefactos eléctricos, informáticos y cibernéticos dejasen de funcionar?

Estamos orgullosos de nuestra civilización y disfrutamos con injustificada soberbia de nuestros adelantos tecnológicos. Esperemos que un mal viento solar no nos saque de nuestro sueño.

La mujer que nos enseñó el camino

Katherine Johnson -aunque no lo parezca en la fotografía- es una afroamericana nacida en 1918 en Virginia y que, a pesar de la terrible discriminación racial y de género existente, fue, sin embargo, la persona que en 1969 acabo conduciendo a la humanidad a la luna. Famosa por su increíble capacidad para las matemáticas fue ella quien calculó las trayectorias que habría de seguir el Apolo XI en su viaje. Con su lápiz y su regla de cálculo se ocupaba también de comprobar la corrección de los cálculos realizados por los ordenadores (double check system) y también con su lápiz y su regla de cálculo al mismo tiempo fue reduciendo las fronteras del mundo de discriminación racial y de género en que vivía; Katherine ampliaba los derechos humanos con un lápiz y una regla como arma.

Katherine vive aún y en 2015 recibió la última de una larguísima serie de condecoraciones: la «Medalla presidencial de la Libertad».

Hoy, aniversario de la primera vez que las mujeres pudieron votar en los USA, esta va por ti, Katherine, nos hiciste soñar.

Pactos «anticorrupción»

Acaban de remitirme una copia del pacto suscrito entre Partido Popular y Ciudadanos y que ambas formaciones han dado en llamar «anticorrupción». Tal pacto incluye un acuerdo en el que se hace constar textualmente:

Separación inmediata de cualquier cargo público que haya sido imputado formalmente por delitos de corrupción política, hasta la resolución completa del procedimiento judicial.

No me gusta ese pacto, qué quieren que les diga, no creo que sea lo que necesita España para acabar con la corrupción y hasta me parece que pudiera resultar contraproducente.
Soy abogado y mi profesión es, básicamente, defender imputados; creo saber, pues, de lo que hablo. Un imputado (investigado se le llama ahora) no es más que una persona a quien alguna otra acusa de haber cometido un delito ante la administración de justicia y, esta, decide abrir un proceso para averiguar si efectivamente la acusación es cierta o no. Un amplio número de esos procesos finaliza mediante el sobreseimiento provisional o libre de la causa (el juez entiende que los hechos no están probados) e incluso, de entre aquellos procedimientos que llegan hasta la fase de juicio oral, una nada despreciable cantidad finaliza con sentencia absolutoria porque el acusado, verdaderamente, es inocente de los delitos que se le imputaban. Condenar a una persona antes de juzgarla es pre-juzgarla y, el juicio emitido respecto de ella antes del verdadero juicio, es en puridad un pre-juicio.

Pues bien, gracias a este pacto, los firmantes han elevado a la categoría de herramienta política el «pre-juicio» (discúlpenme si al decirlo molesto a alguien) y con él están justificando que sobre el imputado recaigan consecuencias negativas a causa de una conducta por la que no ha sido juzgado, que desconocemos si ha cometido en realidad y respecto de la cual puede ser declarado inocente.

No es la primera vez que el «pre-juicio» se eleva a la categoría de arma política en la historia de nuestra joven democracia, básteme recordar la figura de Demetrio Madrid, primer presidente de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, quien hubo de abandonar su cargo a causa de ser acusado de un delito que nunca cometió.

No, en mi sentir esta no es la forma de acabar con la corrupción; acabar con el principio constitucional de la presunción de inocencia es más una forma de acabar con la democracia que con la corrupción. Es lo que pienso, es lo que digo. He defendido a demasiadas personas inocentes injustamente acusadas como para cambiar ahora de idea.

Yo creo firmemente que, para acabar con la corrupción, hace falta predicar menos y dar más trigo: para acabar con la corrupción hace falta Justicia y no remiendos. Podemos construir un camino rápido, justo y directo a la justicia, no necesitamos de malos atajos.

Necesitamos un país donde una persona injustamente acusada pueda ver su caso resuelto en unos pocos meses (no en lustros), necesitamos una administración de justicia donde los políticos justamente acusados de corrupción puedan ser condenados en un breve espacio de tiempo. Necesitamos un país donde la Justicia no sea sólo un concepto escrito en un papel (por más que ese papel sea la Constitución) sino que sea una realidad que rija la vida de los ciudadanos, donde el inocente no tema acusaciones injustas y donde el culpable sepa que encontrará un rápido castigo a sus desmanes. Para eso, créanme, sólo hace falta invertir un poco de dinero en la administración de Justicia y tomarnos en serio el primero de los valores que nuestra Constitución contempla.

Para eliminar la corrupción basta con disponer de una justicia con medios que resuelva en meses los problemas por complejos que estos sean, para eliminar la corrupción basta con disponer de una justicia cercana y accesible a todos los ciudadanos, para acabar con la corrupción basta con disponer de una justicia independiente ajena a los tejemanejes de los políticos.

Firmar un pacto como el que hoy se ha firmado no solucionará nada si nuestra justicia sigue en el estado de coma vigil en el que se encuentra; pero para revivir a nuestra justicia en coma lo primero que hace falta es darle alimento, pues  el enfermo se nos muere de anemia. A lo que se ve es más fácil predicar que dar trigo; firmar un documento es gratis, hacer de este país un estado justo es otra cosa distinta.

Sólo hay un camino para atajar la corrupción y ese camino es la justicia: una justicia, ya lo he dicho antes, independiente, con medios, rápida, muy rápida, cercana y accesible; una justicia como la que persigue el manifiesto #T; es decir, una justicia de verdad y para todos. El resto son remiendos.

Vale.

Teoría y juego del duende

Yo sé que no es del agrado de todos. Yo sé que muchos de los universos que le gustaban a Federico García Lorca no son hoy políticamente correctos y yo diría que hasta repugnantes para algunos, pero esto es lo que hay. Si recuerdas hoy a Federico García Lorca porque lo «trendy» es recordarlo quizá debieras recordar algo más de él y recordar esta «sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España» como el mismo la llamó. Léela y luego la comentamos.

TEORÍA Y JUEGO DEL DUENDE
(Por Federico García Lorca)

Desde el año 1918, que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hasta 1928, en que la abandoné, terminados mis estudios de Filosofía y Letras, he oído en aquel refinado salón, donde acudía para corregir su frivolidad de playa francesa la vieja aristocracia española, cerca de mil conferencias.
Con ganas de aire y de sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación.

No. Yo no quisiera que entrase en la sala ese terrible moscardón del aburrimiento que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de puntas de alfiler.

De modo sencillo, con el registro que en mi voz poética no tiene luces de maderas, ni recodos de cicuta, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironías, voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España.

El que está en la piel de toro extendida entre los Júcar, Guadalete, Sil o Pisuerga (no quiero citar a los caudales junto a las ondas color melena de león que agita el Plata), oye decir con medida frecuencia: «Esto tiene mucho duende». Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: «Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes duende».

En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: «Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo»; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: «¡Ole! ¡Eso tiene duende!», y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: «Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende». Y no hay verdad más grande.

Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: «Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica».

Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: «El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies». Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.

Este «poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica» es, en suma, el espíritu de la sierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.

Así, pues, no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía.

No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a los marineros borrachos.

Todo hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental para la raíz de la obra.

El ángel guía y regala como San Rafael, defiende y evita como San Miguel, y previene como San Gabriel.

El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entró por las rendijas del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susson, ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en el ambiente del predestinado.

La musa dicta, y, en algunas ocasiones, sopla. Puede relativamente poco, porque ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos veces), que tuve que ponerle medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero son de la musa que los alienta y a veces se los merienda. Como en el caso de Apollinaire, gran poeta destruido por la horrible musa con que lo pintó el divino angélico Rousseau. La musa despierta la inteligencia, trae paisaje de columnas y falso sabor de laureles, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque imita demasiado, porque eleva al poeta en un bono de agudas aristas y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas o le puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico, contra la cual no pueden las musas que hay en los monóculos o en la rosa de tibia laca del pequeño salón.

Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas (Hesíodo aprendió de ellas). Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.

Y rechazar al ángel y dar un puntapié a la musa, y perder el miedo a la fragancia de violetas que exhale la poesía del siglo XVIII y al gran telescopio en cuyos cristales se duerme la musa enferma de límites.

La verdadera lucha es con el duende.

Se saben los caminos para buscar a Dios, desde el modo bárbaro del eremita al modo sutil del místico. Con una torre como Santa Teresa, o con tres caminos como San Juan de la Cruz. Y aunque tengamos que clamar con voz de Isaías: «Verdaderamente tú eres Dios escondido», al fin y al cabo Dios manda al que lo busca sus primeras espinas de fuego.

Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún; o que desnuda a Mosén Cinto Verdaguer con el frío de los Pirineos, o lleva a Jorge Manrique a esperar a la muerte en el páramo de Ocaña, o viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al conde Lautréamont en la madrugada del boulevard.

Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya bailen, ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende. Ellos engañan a la gente y pueden dar sensación de duende sin haberlo, como os engañan todos los días autores o pintores o modistas literarios sin duende; pero basta fijarse un poco, y no dejarse llevar por la indiferencia, para descubrir la trampa y hacerle huir con su burdo artificio.

Una vez, la «cantaora» andaluza Pastora Pavón, La Niña de los Peines, sombrío genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o a Rafael el Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo, y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.

Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez: «¿Cómo no trabajas?»; y él, con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: «¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?»

Allí estaba Eloísa, la caliente aristócrata, ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo, el imponente ganadero don Pablo Murube, con aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente, dijo con voz muy baja: «¡Viva París!», como diciendo: «Aquí no nos importan las facultades, ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa».

Entonces La Nina de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero… con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.

La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.

La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.

En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es saludada con enérgicos «¡Alá, Alá!», «¡Dios, Dios!», tan cerca del «¡Olé!» de los toros, que quién sabe si será lo mismo; y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de «¡Viva Dios!», profundo, humano, tierno grito de una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina, evasión real y poética de este mundo, tan pura como la conseguida por el rarísimo poeta del XVII Pedro Soto de Rojas a través de siete jardines o la de Juan Calímaco por una temblorosa escala de llanto.

Naturalmente, cuando esa evasión está lograda, todos sienten sus efectos: el iniciado, viendo cómo el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el no sé qué de una autentica emoción. Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachas con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, bellezas de forma y bellezas de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo que arrastraba por el suelo sus alas de cuchillos oxidados.

Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.

Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete y otras veces, cuando el músico o el poeta no son tales, el duende del intérprete, y esto es interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la forma primitiva. Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar, gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María, a quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano O Mari!, con unos ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una aura serpiente de oro levantado. Lo que pasaba era que, efectivamente, encontraban alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.

Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de musa; y así como Alemania tiene, con excepciones, musa, y la Italia tiene permanentemente ángel, España está en todos tiempos movida por el duende, como país de música y danza milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada, y como país de muerte, como país abierto a la muerte.

En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles. Desde El sueño de las calaveras, de Quevedo, hasta el Obispo podrido, de Valdés Leal, y desde la Marbella del siglo XVII, muerta de parto en mitad del camino, que dice:

La sangre de mis entrañas
cubriendo el caballo está.
Las patas de tu caballo
echan fuego de alquitrán…
al reciente mozo de Salamanca, muerto por el toro, que clama:
Amigos, que yo me muero;
amigos, yo estoy muy malo.
Tres pañuelos tengo dentro
y este que meto son cuatro…

hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte.

La cuchilla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchonas de los pastores, y la luna pelada, y la mosca, y las alacenas húmedas, y los derribos, y los santos cubiertos de encaje, y la cal, y la línea hiriente de aleros y miradores tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces perceptibles para un espíritu alerta, que nos llama la memoria con el aire yerto de nuestro propio tránsito. No es casualidad todo el arte español ligado con nuestra sierra, lleno de cardos y piedras definitivas, no es un ejemplo aislado la lamentación de Pleberio o las danzas del maestro Josef María de Valdivieso, no es un azar el que de toda la balada europea se destaque esta amada española:

-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me miras, di?
-Ojos con que te miraba
a la sombra se los di
-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me besas, di?
-Labios con que te besaba
a la sierra se los di.
-Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me abrazas, di?
-Brazos con que te abrazaba
de gusanos los cubrí.
Ni es extraño que en los albores de nuestra lírica suene esta canción:
Dentro del vergel
moriré
dentro del rosal
matar me han.
Yo me iba, mi madre,
las rosas a coger,
hallara la muerte
dentro del vergel.
Yo me iba, madre,
las rosas a cortar,
hallara la muerte
dentro del rosal.
Dentro del vergel
moriré,
dentro del rosal
matar me han.

Las cabezas heladas por la luna que pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna, la muerte con la guitarra de la capilla de los Benaventes en Medina de Rioseco, equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro In Recort tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española. En el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país.

Cuando la musa ve llegar a la muerte cierra la puerta o levanta un plinto o pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a rasgar su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas. Bajo el arco truncado de la oda, ella junta con sentido fúnebre las flores exactas que pintaron los italianos del xv y llama al seguro gallo de Lucrecio para que espante sombras imprevistas.

Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats, y en las de Villasandino, y en las de Herrera, y en las de Bécquer y en las de Juan Ramón Jiménez. Pero ¡qué horror el del ángel si siente una arena, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!

En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.

Con idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en franca lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.

La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales.

Recordad el caso de la flamenquísima y enduendada Santa Teresa, flamenca no por atar un toro furioso y darle tres pases magníficos, que lo hizo; no por presumir de guapa delante de fray Juan de la Miseria ni por darle una bofetada al Nuncio de Su Santidad, sino por ser una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo ángel, porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo, queriendo matarla por haberle quitado su último secreto, el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en nube viva, en mar viva, del Amor libertado del Tiempo.

Valentísima vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que, ansiando buscar musa y ángel en la teología, se vio aprisionado por el duende de los ardores fríos en esa obra de El Escorial, donde la geometría limita con el sueño y donde el duende se pone careta de musa para eterno castigo del gran rey.

Hemos dicho que el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles.

En España (como en los pueblos de Oriente, donde la danza es expresión religiosa) tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adore y se sacrifica a un Dios.

Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis y su mejor llanto. Ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir por medio del drama, sobre formas vivas, y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda.

El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. Convierte con mágico poder una muchacha en paralítica de la luna, o llena de rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino, da con una cabellera olor de puerto nocturno, y en todo momento opera sobre los brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.

Pero imposible repetirse nunca, esto es muy interesante de subrayar. El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.

En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y por otro lado, con la geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta.

El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego.

Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística.

El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida; en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos.

Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española.

España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de invención.

El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a San Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope.

El duende que levanta la torre de Sahagún o trabaja calientes ladrillos en Calatayud o Teruel es el mismo que rompe las nubes del Greco y echa a rodar a puntapiés alguaciles de Quevedo y quimeras de Goya.

Cuando llueve saca a Velázquez enduendado, en secreto, detrás de sus grises monárquicos; cuando nieva hace salir a Herrera desnudo para demostrar que el frío no mata; cuando arde, mete en sus llamas a Berruguete y le hace inventar un nuevo espacio para la escultura.

La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de soltar la guirnalda de laurel cuando pasa el duende de San Juan de la Cruz, cuando

El ciervo vulnerado
por el otero asoma.

La musa de Gonzalo de Berceo y el ángel del Arcipreste de Hita se han de apartar para dejar paso a Jorge Manrique cuando llega herido de muerte a las puertas del castillo de Belmonte. La musa de Gregorio Hernández y el ángel de José de Mora han de alejarse para que cruce el duende que llora lágrimas de sangre de Mena y el duende con cabeza de toro asirio de Martínez Montañés, como la melancólica musa de Cataluña y el ángel mojado de Galicia han de mirar, con amoroso asombro, al duende de Castilla, tan lejos del pan caliente y de la dulcísima vaca que pasta con normas de cielo barrido y sierra seca.

Duende de Quevedo y duende de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno, y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende de España.

Cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma distinta, pero todos unen raíces en un punto de donde manan los sonidos negros de Manuel Torres, materia última y fondo común incontrolable y estremecido de leño, son, tela y vocablo.

Sonidos negros detrás de los cuales están ya en tierna intimidad los volcanes, las hormigas, los céfiros y la gran noche apretándose la cintura con la Vía láctea.

Señoras y señores: He levantado tres arcos y con mano torpe he puesto en ellos a la musa, al ángel y al duende.

La musa permanece quieta; puede tener la túnica de pequeños pliegues o los ojos de vaca que miran en Pompeya a la narizota de cuatro caras con que su gran amigo Picasso la ha pintado. El ángel puede agitar cabellos de Antonello de Mesina, túnica de Lippi y violín de Massolino o de Rousseau.

El duende… ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados: un aire con olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas.

La última librería

No creo que el autor de la tablilla de Kish llegase a imaginarlo nunca, tampoco creo que Rómulo Augústulo pensase en ello aquel 4 de septiembre del año 476; quizá Constantino Paleólogo sí tuvo más conciencia de la trascendencia de lo que iba a suceder aquel martes 29 de mayo de 1453 mientras caminaba hacia las murallas de Constantinopla con la firme determinación de morir luchando en ellas al lado de sus hombres. Pero estoy seguro que ninguno de ellos pensó jamás que los hechos que estaban viviendo se convertirían en los hitos con que la humanidad dividiría las edades de la historia en los milenios venideros.

Hoy, mientras leía un artículo de la agencia Univisión a propósito de una magnífica librería de Los Ángeles, me han venido a la cabeza aquellos hechos y he pensado que, tal vez, si hubiésemos de buscar un hito con que cerrar nuestra actual Edad Contemporánea este bien pudiera ser el del cierre de la última librería.

El nombre de la librería de la que trata el artículo es casi una broma macabra: “The last bookstore” y ha sido al conjuro de ese nombre ¿comercial? que se me han venido a la memoria el escriba de Kish escribiendo en su tablilla, Rómulo Augústulo entregando el cetro imperial al bárbaro Odoacro y Constantino XI Paleólogo, espada en mano en las murallas de Constantinopla, esperando la última y decisiva acometida de la infantería jenízara.

Desde que el escriba de Kish trazó sus primeros signos hasta nuestros días han transcurrido 5.500 años, 55 siglos fascinantes en los que el conocimiento humano encontró una nueva patria donde habitar y preservarse. Recluído en el cerebro de los homo sapiens durante 160.000 años, a partir de Kish el conocimiento pobló nuevos continentes en forma de tablillas de barro, papiros o lápidas. Gracias a la escritura el ser humano aumentó su memoria y sus capacidades intelectuales hasta límites insospechados; desde Kish en adelante las nuevas generaciones podrían disponer del conocimiento acumulado por sus ancestros y ya nada volvería a ser igual. Tras 160.000 años durante los cuales la inmensa mayoría de los homo sapiens apenas si habían hecho otra cosa que tallar herramientas en piedra; los 5.500 años que siguieron a aquel remoto día en Kish, vieron a ese mismo homo sapiens aprender los secretos de la naturaleza y dominar las energías naturales hasta, finalmente, lograr salir de la Tierra y alcanzar los confines del sistema solar.

Durante esos 5.500 años todo el saber humano ha estado adherido a un soporte material cuya copia y reproducción era el principal problema. Inventos como la imprenta (1455) cambiaron el mundo mucho más que la caída del último resto del imperio romano en Constantinopla (1453) pero el ser humano es así: necesita la perspectiva que da el tiempo para apreciar el valor de lo que nace y apenas unos instantes para percibir la importancia de lo que muere.

Una cierta melancolía invade al ser humano cuando piensa que, esos soportes que han sido la patria del conocimiento durante 5.500 años, están próximos a ser abandonados. Como Constantino XI Paleólogo al sentir que era el último día de un imperio que había sido patria de los romanos desde hacía 2.200 años, los seres humanos del siglo XXI se enfrentan con melancólica rebeldía a lo que saben inevitable: el conocimiento abandonará lo que ha sido su hogar durante 5.500 años para marchar a habitar unos espacios intangibles, ajenos a la tranquilizadora sensación que el tacto aporta a esta especie que se dedicó 160.000 años a tallar piedras con sus manos.

Y quizá el nombre de esta librería de Los Ángeles de la que les hablo, “The last bookstore”, no sea sino un augurio que, como los augurios que anunciaron la caída de Constantinopla, anuncie también el fin inevitable de una era gloriosa.

Quizá no haya otra opción y el día que cierre la última librería sea el día que los hombres hayan de tomar en cuenta para dar por cerrada la era más fascinante de la vida de la humanidad. Quizá ese destino esté ya escrito en uno de esos libros prontos a ser abandonados pero, si es así, espero que lo veamos… y que sea para bien.

¿Y de Murcia qué?


Algún lector de mis post me ha señalado que, últimamente, me nota un tanto concentrado en escribir sobre mi propia ciudad -mi «patria», que diría Quevedo- así que, hoy, voy a detenerme un rato, para variar, en escribir sobre la ciudad vecina del norte, un lugar en el que viven familia y amigos sin los cuales no me reconocería, de la misma forma que no soy capaz de reconocerme sin ser y sentirme cartagenero.

Hace tiempo que me habría gustado escribir sobre esto, quizá debí hacerlo en 2010, cuando aún había ocasión y yo tenía más tiempo para estudiar y escribir sobre esas cosas que me apasionan: el procomún, la cooperación, la buena gobernanza, la dimensión biológico-moral del ser humano y esas muchas otras zarandajas que tanto aburren a la gente. Por aquellos años descubrí la existencia de una mujer cuyo pensamiento me sedujo, Elinor Ostrom (nacida Elinor Claire Awan), una norteamericana que en 2009 fue galardonada con el Premio Nobel de Economía.

En estos tiempos en que Murcia se ha convertido en un fácil objeto directo de chanzas y chacotas para algunos, quizá fuera bueno que los murcianos -los de la ciudad de Murcia, no caigamos en sinecdoquismos- recordasen a Elinor Ostrom; porque Doña Elinor recibió su Premio Nobel gracias a sus estudios sobre «la gobernanza económica, especialmente de los recursos compartidos» y no vendría nada mal que los vecinos y gobernantes de la ciudad vecina recordasen, al menos de tanto en tanto, que Doña Elinor no sólo sabía donde estaba Murcia (a pesar de residir en Los Ángeles) sino que esta ciudad, o al menos una parte de ella (la huerta), fue objeto de los estudios que la condujeron a ganar el Premio Nobel.

No, no todo se hace mal en Murcia, algunas cosas se hacen tan bien que incluso atraen la atención de alguna premio nobel, ¿me captan?

Doña Elinor estudió cómo un recurso escaso (el agua) era gestionado en la huerta (¡ay, la huerta!) de Murcia y cómo instituciones consuetudinarias podían iluminar un tanto el oscuro panorama de lo que se ha dado en llamar «la tragedia de los comunes».

Me llaman por teléfono y no me da tiempo a escribir más ni a colocarles enlaces (busquen en google si lo desean), sólo quisiera hacerles notar que si Doña Elinor se fijó en Murcia, no parece que los gobernantes murcianos prestasen mucha atención a Doña Elinor. Espero equivocarme pero no la vi nunca anunciada en Murcia ni me consta que la ciudad vecina hiciese ninguna gestión para llevarla allá. Hoy, desgraciadamente, ya no es posible. Hubiese sido un honor poder asistir a una conferencia suya.