Katiusha

Hoy me he enterado de que en el accidente aéreo ocurrido ayer en aguas del Mar Negro, junto con otros noventa pasajeros, perdió la vida Vladislav Golikov, un cantante de los coros del Ejército Rojo que alcanzó notoriedad en España por su peculiar estilo de cantar la jota. Descanse en paz.

Si el afecto se mide por las obras, a la luz de estas, podríamos concluir que vivimos en un país querido y admirado para las gentes del exterior a pesar de nuestros clamorosísimos defectos. Este afecto es evidente en el caso de los rusos, y no tan solo por el desgraciadamente fallecido cantante, sino por la ingente producción musical rusa que ha tenido como fuente de inspiración las formas musicales españolas.

Ya Mikhail Glinka (1804-1857) nos dejó una jota absolutamente redonda que los más impacientes pueden escuchar aquí  a partir de los 2’50». Y este es sólo el principio de una ubérrima producción rusa en este campo.

Compositores como Rimski Korsakov, Tchaikovski o Dimitri Shostakovich compusieron magníficas obras de sabor español de forma que la obra de «música española» más conocida en el mundo no es de Albéniz o Falla sino que está compuesta por un ruso y quizá sea el «Capricho Español» de Rimski Korsakov.

El fenómeno contrario (compositores españoles que dediquen su atención a la música rusa) no lo conozco. Quizá se deba a mi falta de erudición en materias musicales, pero, si preguntan a la población española a este respecto no creo que nadie vaya más allá de Georgie Dann y su «Kasatschok», composición que, sobre no ser original sino copia, no parece que reciba ningún tipo de aporte beneficioso de la mano del cantor veraniego que, antes al contrario, destroza una deliciosa canción rusa -Katiusha- (inspirada en una obra de Igor Stravinski o compuesta por él mismo) que habla de una mujer que añora a su novio incorporado a filas.

¿Por qué nuestro país atrae la atención de los compositores del resto del mundo mientras que aquí del exterior tan sólo parece interesarnos la música más comercial?

Bien podría ser que seamos estupendos y no lo sepamos. Tenemos armonías propias (la escala frigia o hispano-árabe surte efectos mágicos) y los compases, ritmos y formas propios de la música española hacen de ella una fértil fuente de inspiración; además -¿a qué negarlo?- es que es bonita, pegadiza, engancha y si no vean ustedes alguna retransmisión de patinaje artístico y verán qué efecto causa la música española en el auditorio.

Pero… ¿de verdad somos tan estupendos? ¿O quizá influirá también que aquí hayamos podido tener una nómina de peores músicos? No lo creo.

España, en todo caso, mantiene una deuda de cariño con Rusia y con los muchos compositores de otros países que le han dedicado amorosas composiciones pero -¿por qué no decirlo?- probablemente la principal deuda de cariño que mantiene España es con ella misma.

Vivimos en un país que no sabe quererse y prefiere lo ajeno a lo propio sin más razón que porque es ajeno. Vivimos también en un país que, puestos en el lado contrario, cuando afirma su amor por lo propio lo hace con la inteligencia de un hincha de fútbol, sin entender qué es eso que llama «lo propio», confundiendo la etiqueta con el producto, el símbolo con la patria y aplaudiendo cualquier «made in spain» que le pongan por delante.

En fin, no sé si tenemos arreglo o si los planes de educación han echado ya a perder toda esperanza, en cualquier caso ayer falleció un ruso que, cantando jotas, nos hizo emocionarnos y pensar que quizá este lugar donde vivimos no es el peor lugar del mundo. Descansa en paz Vladislav.

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