Puigdemont y John Hancock

Mucho se habla estos días de las ambigüedades calculadas de Puigdemont, de la inmediata suspensión de la declaración unilateral de independencia, de la votación secreta de la misma para proteger la identidad de los votantes frente a acciones judiciales, de si se votó el preámbulo o la parte ejecutiva… hasta llegar a su marcha a Bélgica huyendo de no sé sabe qué. No comentaré nada al respecto, sólo diré que todo esto me ha traído a la memoria la figura de John Hancock y una de las historias fundacionales más difundidas en Estados Unidos. Se dice que, a la hora de firmar la declaración de independencia, muchos de los padres de la patria experimentaron —como algunos sostienen pasa ahora— cierto canguelo y se demoraban en su firma… John Hancock —se dice— cansado de la demora, agarró la pluma y estampó el primero una firma de proporciones descomunales… y tras él firmaron los demás con firmas de proporciones más modestitas. Por eso, coloquialmente, cuando un norteamericano se refiere a su firma puede llamarla «my John Hancock». No compararé situaciones: de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso (Napoleón dixit) y no quiero meterme en jardines independentistas.

Imágenes prohibidas

Hoy estoy disfrutando de un gran sitio (Real Sitio le llaman) gracias al cariño de unos amigos y aquí va una foto del lugar. Mando esta foto y no otra por dos razones. La primera porque me parece una vista bonita del exterior y, la segunda, porque está absolutamente prohibido tomar fotos en el interior ni siquiera desactivando el flash. Esta prohibición me resulta muy llamativa.

En los Estados Unidos hasta las fotografías de la luna tomadas por los astronautas de la NASA están libres de derechos de autor y es justo que así sea. Todos los estadounidenses pagaron con sus impuestos los inmensos gastos necesarios para que los astronautas llegaran allí y tomasen las fotos: todos son copropietarios de esas imágenes.

Lo dicho de la NASA se aplica a las fotografías o imágenes tomadas por personal del ejército o de la administración.

Para mi sorpresa, que he hecho fotos en el Louvre o en Versalles, en el Escorial está prohibido a pesar de que es propiedad de todos los españoles y nuestros antepasados pagaron hasta el último bloque del carísimo granito con que está edificado.

Antiguas formas de pensar.

Los abogados de verdad no miden su éxito en dinero

Leo la prensa económica y veo con preocupación como las páginas de la prensa salmón incluyen entre sus gráficas y ratios las de determinadas firmas de abogados. La marcha, buena o mala, de estas firmas se mide en euros, las firmas tienen tanto más éxito cuanto más dinero ingresan. Miro y remiro la gráfica con detenimiento tratando de dar con alguna magnitud no cuantificada en euros y no encuentro nada más que el criterio del beneficio económico para medir el éxito o el fracaso. No son muchas las firmas que aparecen en esos periódicos, usualmente cuatro o cinco, lo cual, en un país con 150.000 abogados, da una imagen bastante poco cercana a la realidad de lo que es, de verdad, la abogacía en España.

Tratan de convencernos de que el ejercicio de la abogacía es un negocio y que, como tal negocio ha de ser tratado, imponiendo el mercantil criterio del reparto de dividendos como el único valido para regir la empresa.

Esta visión de la abogacía como negocio es compartida por muchas y muy poderosas entidades. La Comisión Nacional del Mercado de la Competencia, cada poco tiempo, deja oír su voz inquisidora en defensa del mercado como si el mercado fuera el supremo interés del género humano, muy por encima de cualquier derecho fundamental proclamado en las constituciones. La nueva ortodoxia religiosa fija el libre mercado como el nuevo paraíso terrenal y a él se dirigen sus fieles sin que un derecho fundamental de más o de menos vaya a dificultar su marcha.

Yo creo que si eres jurista sabes perfectamente que la abogacía no es un negocio, o al menos no es exclusivamente un negocio, porque antes y por encima del beneficio económico se sitúan otros fines y consideraciones que —aunque el mercado no las entienda— un jurista las percibe de inmediato. Preséntenme a un abogado cuya primera prioridad sea ganar dinero y les señalaré a un psicópata con un brillante futuro delictivo. Luego le pillarán o no; de momento, alguna de esas cuatro o cinco firmas habituales de los papeles salmón, han confirmado ya esta predicción que les hago.

Lo diré una vez más: los abogados a los que admiro no miden su éxito en dinero.

Quizá nadie como Dionisio Moreno ilustre esto que les digo. Él fue el letrado del Caso Aziz, ese que permitió que todo el abuso hipotecario español fuese dinamitado por la jurisprudencia europea. Dionisio, sin duda, con su trabajo, ha sido el hombre que mayor cantidad de felicidad ha regalado a los españoles en los últimos tiempos: hoy centenares de miles de familias españolas no han perdido sus hogares porque Dionisio hizo lo que hizo, hoy centenares de miles de familias españolas litigan para recuperar parte de las ingentes cantidades de dinero que, esos supremos sacerdotes del dividendo que son los bancos, les sacaron del bolsillo.

Hoy Dionisio debería ser famoso y hartarse de dar conferencias, pero resultó que en la época en que defendía a Aziz alguien trató de hacerle la puñeta. Yo no diría que ninguno de los bufetes de la prensa salmón haya tenido un éxito comparable al suyo.

Este tipo de letrados como Dionisio son el 80% de los que ejercen la abogacía en España. Son los letrados de la gente común, los que no trabajan para el alto staff de bancos, aseguradoras, multinacionales o grandes corporaciones. Son quienes no deben nada a los grandes y por eso son la esperanza de los pequeños, son los abogados que molestan a quienes preferirían una abogacía menos luchadora, a los que quieren «desjudicializar» los asuntos para impedir que nadie pueda conocer sus fechorías.

Esta abogacía independiente y al servicio de la población, esta que no divide a los abogados en «seniors» o «juniors», esta que no sale en las hojas sepia de la prensa económica, es mi abogacía; a la que pertenezco, a la que amo, la imprescindible si de verdad queremos poder vivir en libertad y con justicia.

Hoy esa abogacía está sufriendo el mayor ataque de su historia: casi un 25% de sus miembros no pueden pagar la Mutualidad, se han reducido sus parcelas de actuación y una legislación dolosa trata de favorecer los entornos sociales y económicos donde ejercer este tipo de abogacía sea cada vez más difícil.

Estamos alcanzando el punto de no retorno y no parece que las instituciones corporativas (Colegios, CGAE) sean capaces de invertir este rápido descenso a los infiernos. Hay que hacer algo y hay que hacerlo ya. Y si algo hay que hacer en primer lugar es recuperar la dimensión ética de nuestra profesión, de nuestra escasez, de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser. Porque pueden haber unos cuantos mandarines que piensen que lo nuestro es sólo una forma de hacer dinero pero yo sé que tú sabes que tu profesión es más, mucho más que un simple negocio.

Aún somos muchos y aún podemos conseguirlo todo pero esto no siempre seguirá siendo así. Es hora de actuar. Si nos determinamos a impedirlo tened la absoluta certeza de que la esperanza de los más quedará a salvo y que los menos no se saldrán con la suya.

Vamos.

Enemigos buenos

Ocurrió el 20 de diciembre de 1943. El superbombardero B-17 «flying fortress» de la fuerza aérea de los Estados Unidos, que pilotaba el teniente Charles (Charlie) Brown, había resultado gravemente dañado por la aviación de caza alemana tras dejar caer su mortal carga de bombas sobre la ciudad de Bremen, y, mientras trataba penosamente de volver a casa, fue interceptado por el caza BF-109 de la Luftwaffe (fuerza aérea alemana) pilotado por el «Oberleutnant» Franz Stigler.

El teniente Charlie Brown, un granjero de Virginia reconvertido en piloto por necesidades de la guerra, se encontró a su cola con un veterano piloto curtido en casi todos los frentes de la guerra, del Canal de la Mancha al norte de África. Stigler contaba con 27 derribos en su haber y derribar este indefenso bombardero B-17 le habría supuesto la obtención de la Cruz de Caballero.

No ocurrió lo esperado, para Stigler disparar contra un blanco indefenso era algo sólo comparable al asesinato, de forma que se aproximó hasta la cabina del bombardero e hizo gestos a Charles (Charlie) Brown de que abandonasen el avión en paracaídas antes de derribarlo. Brown no entendió los gestos y continuó con su penosa marcha hacia la seguridad de Inglaterra. Stigler volvió a hacerle gestos para que aterrizasen o saltasen pero Brown siguió sin entender —o sin querer entender— los gestos de Stigler.

Viendo que Brown no iba a variar su rumbo y sabiendo que el dañado B-17 norteamericano se dirigía a una zona donde la artillería antiaérea alemana (Flak) lo derribaría inevitablemente, Stigler tomó la decisión más extraña que pueda imaginarse: colocó su caza BF-109 al lado del dañado B-17 de Brown, de forma que la artillería antiaérea, al ver un caza alemán, no disparase al bombardero.

Stigler, tras servir de escudo al B-17, dio media vuelta y volvió a su base, dejando a Brown continuar su vuelo hacia la salvación.

Cuando Brown aterrizo y contó lo ocurrido a sus mandos estos le prohibieron difundir la historia: en aquella guerra a muerte no podían existir alemanes buenos.

Brown no olvidó y al acabar la guerra buscó a aquel piloto de caza. No fue sino hasta 1990 en que, tras conocer su búsqueda, Franz Stigler, entonces residente en Canadá, le remitió una carta volviendo a reencontrarse ambos ese mismo año.

Allí nació una fuerte amistad que les acompañó hasta la muerte de ambos en 2008.

En estos días en que veo a gente separada por una o dos ideas simples me acuerdo de Charles «Charlie» Brown y de Franz Stigler y siento que hay demasiados jerifaltes empeñados en que no haya buenas personas entre quienes no piensan como ellos: necesitan enemigos.

LexNet, el «procés» y la división de poderes

El gobierno central, en toda esta crisis catalana, ha parecido delegar en los jueces toda la responsabilidad de acabar con el «procés»; guste o no está en su derecho, para eso es el gobierno. Sin embargo el gobierno central parece olvidarse del talón de Aquiles más evidente de dicha estrategia y es que todo, absolutamente todo, el funcionamiento de los jueces y tribunales de Cataluña está en manos del «Conseller de Justícia» del gobierno catalán. Es decir, el control de todo el funcionamiento judicial está en manos de los teóricos infractores de la ley. Un solo gesto del conseller y toda la administración de justicia en Cataluña, parará durante unas horas, unas semanas, unos meses o simplemente dejará de funcionar. Al «conseller» le basta apretar un botón para que los expedientes que no convienen desaparezcan o, si lo desea, para que toda la administración de justicia salte por los aires en Cataluña.

Gracias a la insensata postura del gobierno central de mantener en manos del ejecutivo la gestión de todos los expedientes judiciales, en Cataluña, donde la justicia está transferida, ocurre lo mismo que en Madrid: que el gobierno catalán es el que administra y gestiona todos los expedientes de la administración de justicia en Cataluña; dicho de otro modo, que —si al gobierno catalán le sale de la punta del «procés»— todos los expedientes judiciales por él gestionados pueden borrarse, destruirse y desaparecer como lágrimas en la lluvia (discúlpenme la cita cyberpunk). Tras esto ya puede el ministro pedirle a los jueces que actúen, será como echar cebada a un burro muerto.

Lo dijimos, fuimos muchos los que lo dijimos y lo repetimos hasta la saciedad; lo llevamos a la Real Academia Española de Jurisprudencia y legislación y formulamos denuncias en la UE, lo planteamos al ministro y a sus turiferarios. No se trata de Cataluña ni de España, se trata de la independencia judicial, se trata de puro y simple sentido común: repugna que el control de los juzgados esté en manos de quien ha de ser controlado por ellos, es como poner a la zorra a guardar a las gallinas, es echar una paletada más de tierra sobre la tumba de Montesquieu.

Tan sólo hace un mes el Ministro de Justicia, Rafael Catalá, hacía chanzas y mofas sobre esta petición en su comparecencia ante la Comisión de Justicia del Congreso, hoy, probablemente, se cortaría la lengua antes de decir barbaridades semejantes. Pero no se engañen, si el «procés» se interrumpe mantendrá esta aberración que le da ventajas y, si triunfa, ¿para qué cambiarlo?.

Estos malos gobernantes antes que atenerse a la sensatez prefieren atentar contra el sentido común y ahondar la fosa de Montesquieu en su propio beneficio, la división de poderes es molesta para el que manda, pero la independencia judicial es la salvaguarda de todos —incluso de ellos mismos— y atentar contra ella no es cavar la fosa de Montesquieu, es cavar la tuya propia, o la de todos.

Lo dijimos, que conste que lo dijimos.


04/08/2019 En julio de 2019 la profecía que hicimos se cumplió y la UPF (Unión Progresista de Fiscales) denunció que se había accedido a las cuentas de los fiscales desde la consejería. https://www.elconfidencial.com/espana/2019-07-20/fiscales-generalitat-ordenadores-atentado-a-su-independencia_2136147/

Sputnik-I

Con cada avance tecnológico nuestra percepción de lo justo y de lo injusto se modifica, a veces drásticamente. Pongamos un ejemplo: el concepto de propiedad.

Para los hombres que vivieron desde la noche de los tiempos hasta 1903 la propiedad de un hombre sobre la tierra se extendía por debajo de ella hasta los infiernos (el centro de la tierra) y por encima «hasta los confines del universo». Sin embargo, dos mecánicos de bicicletas hicieron cambiar ese concepto en 1903, cuando hicieron volar un frágil artilugio con alas y motor en las colinas de Kitty Hawk. Ese 17 de diciembre de 1903 Wilbur y Orville Wright hicieron que los juristas hubiesen de replantearse definitivamente su viejo concepto de propiedad. Finalmente, el asunto llegó al Tribunal Supremo de los Estados Unidos cuando dos granjeros decidieron que, con arreglo al concepto tradicional de propiedad de la tierra, los aviones no podían sobrevolar sus tierras. El Tribunal Supremo USA, tras reconocer que, aunque efectivamente toda la jurisprudencia avalaba la tesis de los granjeros, su pretensión «atentaba al sentido común». La propiedad de la tierra tal y como se concebía desde la noche de los tiempos había muerto.

Los estados, en cambio, siguieron manteniendo su «soberanía» bajo su territorio hasta los infiernos y sobre él hasta los cielos: la defensa de la soberanía en los «espacios aéreos» se convirtió en un dogma estratégico.

Sin embargo, hoy hace 60 años, la URSS (para mis lectores jóvenes, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) acabó con el concepto de «soberanía nacional» al hacer volar sobre las cabezas de la humanidad un objeto que no podía ser derribado por ningún medio técnico conocido en la época. El satélite artificial «Sputnik-I» (Satélite-I) demostró a la humanidad con toda evidencia que no hay un cielo americano y un cielo soviético, que no hay cielos catalanes ni españoles ni franceses.

El Sputnik-I cambió la historia de la humanidad y dio un golpe mortal al concepto de soberanía, las leyes que hacen funcionar el mundo y orbitar los satélites son universales; Newton no legisló solo para Inglaterra. La soberanía no existe más que en ese espacio que protege la ignorancia humana.

La segunda mitad del siglo XX comenzó cambiando nuestra visión jurídica y geográfica del mundo; y término enseñándonos que la «soberanía», tal y como la conocíamos, no existía en absoluto: en la navidad de 1968 Apolo-8 mandó la primera foto de nuestro planeta visto desde la luna y todos descubrimos un increíble planeta azul que era, en verdad, nuestra casa. Desde aquella foto el movimiento ecologista tenía una imagen muy exacta de aquello por lo que luchaba y aprendimos que la soberanía tampoco puede ejercerse sobre la Tierra si lo que deseamos es que nuestros nietos puedan vivir en ella. A la Tierra se la cuida, sus leyes ecológicas no distinguen a los Coreanos de los habitantes de Islandia.

La segunda mitad del siglo XX ha sido quizá la más brillante de la historia de la humanidad y aquella que más ha puesto de manifiesto tanto las increíbles capacidades de esta como la enorme estulticia de sus gobernantes.

Hoy, mientras pienso en esta cosas de futuro y del siglo XX, las radios atruenan con debates del siglo XIX sobre soberanías e identidades… y todo eso mientras uso esta herramienta que nos permite expresarnos y comunicar nuestras ideas a todos los lugares del mundo.

Soberanías… hachas de sílex.

Hoy hace 60 años empezaron a morir las naciones: Sputnik-I