Los pactos son para cumplirlos

Desde que, en 1985, el PSOE decidiese que la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial se llevaría a cabo por políticos y no por jueces hasta que, en 2013, el PP dejó a su particular y exclusivo gusto el sistema de elección por medio del incalificable Gallardón, los organismos europeos encargados de vigilar la corrupción en los estados miembros han venido denunciando la situación en que se encuentra el gobierno de los jueces en España y el riesgo que ello conlleva para la independencia judicial.

A los sucesivos gobiernos de PP y PSOE estas críticas les han merecido la misma atención que parece haberles merecido la mejora de la administración de justicia; es decir, ninguna. Es natural, los dos grandes partidos parecen haber dedicado más esfuerzos a controlar la justicia que a fortalecerla, pues su relación con ella ha estado más veces vinculada a mediáticos procesos por corrupción que a avances reales y tangibles en la administración de justicia española.

La aparición de nuevos partidos sin el largo historial de procesos por corrupción que soportaban los dos grandes partidos tradicionales pareció abrir vías para un nuevo replanteamiento del tema pero, la inestabilidad política de los últimos tiempos, dificultó la aparición de ninguna iniciativa novedosa; sin embargo, ahora es el momento.

Ahora es el momento porque nuevamente el informe GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción) ha sido durísimo en relación a la lucha contra la corrupción en España y ha señalado la forma de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial como uno de los puntos que deben ser corregidos para adaptarlos a las recomendaciones europeas y —añado yo— al espíritu y letra de nuestra Constitución.

Ahora es el momento porque nuevamente PP y PSOE han vuelto a cerrar filas para que todo permanezca igual y ahora es el momento porque tanto Ciudadanos como Podemos no tienen nada que perder y sí mucho que ganar impidiendo que este inicuo sistema de elección del CGPJ se mantenga.

Ciudadanos, además, se juega ante la comunidad jurídica toda su credibilidad. Recordemos que, cuando Ciudadanos decidió apoyar la investidura de Rajoy, firmó con el partido del gobierno, el PP, un catálogo de 150 medidas una de las cuales, la medida 102, se pronunciaba específicamente sobre esta materia y contenía un compromiso claro y concreto:

  1. Impulsar, desde el necesario consenso parlamentario, la reforma del régimen de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial para que los doce de procedencia judicial sean elegidos directamente por los Jueces y Magistrados.

No caben componendas para Ciudadanos: o exige al PP el cumplimiento de este punto o tendremos que sospechar que su aparente compromiso contra la corrupción no pasa de ser una pose ajena a medidas estructurales.

Es, pues, el momento de cumplir con la palabra dada, es momento de demostrar que los acuerdos no son meras coartadas para engañar al electorado. PP y Ciudadanos se comprometieron a algo que deben llevar a cabo; el PP porque, tras los nefastos mandatos de Gallardón y Catalá, debería hacer algo más que simplemente estropear nuestra administración de justicia; Ciudadanos para acreditar que las viejas maneras no caben en los nuevos partidos y que ahora, sorprendentemente, los partidos tratan de cumplir sus compromisos.

¿Son ustedes optimistas al respecto? ¿Creen que estos partidos cumplirán sus compromisos? Hagan sus apuestas y en unos meses lo comentamos.

Cartagena, la cuestión del «filioque» y la guerra serbo-croata

Hace unas semanas visitaron mi ciudad un abogado madrileño, su mujer y su bebé; no les conocía, pero, como él me pidió a través de internet que le sugiriese un hotel en mi ciudad, acabamos entablando conversación y el final de la historia fue que les hice de cicerone durante su visita. De las muchas extravagancias que les conté a propósito de mi ciudad, una acabó sorprendiéndome incluso a mí mismo mientras la contaba y me dejó cavilando sobre la conveniencia de poner freno a esta manía mía de relacionar unas cosas con las otras con fundamento en coincidencias cuya conexión está traída por los pelos. Les cuento el caso.

Ocurre que a mí uno de los periodos históricos de mi ciudad que más me atraen es el correspondiente a la dominación bizantina, pues, el mismo, me permite al mismo tiempo darle lustre a mi ciudad y aturdir a mis incautos oyentes con una barahúnda de datos que —por ser raros y poco conocidos— no admiten réplica de su parte. Permítanme que ahora se lo cuente a ustedes.

En el siglo VI la práctica totalidad de la península ibérica estaba gobernada por pueblos bárbaros como suevos o visigodos; sin embargo, en mi ciudad, éramos mucho más finos y exquisitos pues, desde Justiniano, mi ciudad formaba parte del Imperio Romano —el llamado Imperio Bizantino— con capital en Constantinopla. Mi ciudad formaba parte organizativamente de lo que los bizantinos llamaron la provincia de «Spania» y era, a la sazón, su capital; es decir, en el siglo VI mi ciudad era la capital de «Spania», cosa que suele dejar bastante sorprendidos a mis desprevenidos oyentes pues «Spania», «Spain», «Spanja»… es la forma con que se conoce a España en la mayor parte de los idiomas del mundo. La vieja «Hispania» pasó a llamarse «Spania» en la epigrafía bizantina y la palabra «España» empezó a oírse sobre la faz de la tierra. Esto, para ingleses, alemanes y otros pueblos centroeuropeos se les aparece como evidente.

Una vez que he puesto a mis oyentes —y ahora a mis lectores— en el contexto histórico adecuado, señalándoles que en el siglo VI, nosotros, los cartageneros o cartagineses, éramos bizantinos y el resto de los españoles —ustedes me perdonarán— bárbaros del norte o súbditos de ellos, suelo relatar cuál era el grave problema de orden religioso que aquejaba entonces a los hispanorromanos dominados por los visigodos y este no era otro que el que estos últimos, profesaban la herejía arriana.

La herejía arriana había sido condenada por la ortodoxia cristiana casi dos siglos antes en el Concilio de Nicea, pero los visigodos habían abrazado tan fuertemente los preceptos de dicha herejía, que seguían ateniéndose a la misma e incluso tenían su propia jerarquía eclesiástica arriana y sus obispos arrianos. Estas creencias de los visigodos suponían una causa importante de enfrentamientos con los hispanorromanos que habitaban las zonas dominadas por estos visigodos.

Todo esto es bastante conocido pero ¿qué era la herejía arriana y que pinta Cartagena en esta historia? Vayamos poco a poco y veámoslo.

La naturaleza de la segunda persona de la Santísima Trinidad —el Hijo— siempre ha sido fuente de problemas teológicos y en el caso de la herejía arriana pasaba lo mismo. Para los arrianos, los seguidores de la doctrina del obispo Arrio, Jesucristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, había sido creado por el Padre y por tanto estaba subordinado a Él. La cristología arriana sostenía que el Hijo de Dios no existió siempre, sino que fue creado por Dios Padre. Esta creencia se basaba, entre otros textos bíblicos, en un párrafo del Evangelio según San Juan donde Jesús declara:

Oyeron que yo les dije: “Voy y vuelvo a ustedes”. Si me amaran se gozarían de que voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Evangelio según san Juan 14:28 (Versión Reina Valera, actualizada 2015)

Las enseñanzas de Arrio hicieron furor en algunos momentos y aunque en el Concilio de Nicea (325EC) su doctrina fue condenada como herética, más tarde el Sínodo de Tiro 335 le exculpó, aunque volvió a ser anatematizado más tarde y en el Primer Concilio de Constantinopla se volvió a condenar su doctrina como herética.

Para cuando ocurrieron los hechos que les voy a relatar la doctrina de Arrio ya era claramente una herejía que tan sólo seguían facciones minoritarias de los creyentes aunque una de estas facciones, por desgracia, eran los visigodos, pueblo bárbaro que dominaba la península ibérica a excepción de la franja de territorio bizantino de la provincia de Spania.

Todos esos follones entre cristianos ortodoxos y herejes arrianos no eran cosa que preocupase en la Spania bizantina, pues, por aquí, la ortodoxia imperaba y a nadie se le ocurría defender la nefanda herejía de Arrio, so pena de que las autoridades imperiales le ajustasen las cuentas, porque, en cuestiones teológicas, los bizantinos tenían muy poco sentido del humor.

En estos años de que les hablo nacieron aquí, en mi tierra, los santos con más tronío de la historia sagrada española pues, hijos del Duque Severiano y de su esposa Teodora, vinieron al mundo en nuestra ciudad cuatro zagales cartagospartarios que habrían de cambiar la historia del mundo: Leandro, Fulgencio, Florentina e Isidoro, los llamados «Cuatro Santos de Cartagena».

La historia de esta familia es oscura pues, por motivos no esclarecidos, los hijos y su madre hubieron de abandonar Cartago Spartaria (mi ciudad) marchando a Sevilla, donde se instalaron. La fama debía precederles pues, nada más llegar, los hispalenses hicieron al hermano mayor (Leandro) obispo de Sevilla, lo cual resulta verdaderamente llamativo; más tarde, Fulgencio, sería nombrado obispo de Écija y, a la muerte de Leandro, le sucedería como Obispo de Sevilla su hermano menor Isidoro —sí, Isidoro de Sevilla era cartagenero— mientras que la hermana, Florentina, fundó un convento.

A nosotros en esta historia nos interesa la vida de Leandro pues, este hombre sabio, viendo que los reyes visigodos yacían en el piélago de la ignorancia herética, hizo firme propósito de hacerles abjurar de ella y convertirlos al cristianismo verdadero y como dios manda; sobre todo porque, con los rifirrafes que provocaban las diferencias religiosas entre hispanorromanos y visigodos, andaba el regnumvisigothorum revuelto, mientras los bizantinos estaban tan felices dominando el sureste de Spania y tomando a los belicosos godos a mojiganga.

Leandro, que como buen cartaginés era obstinado, se las arregló para convencer al rey visigodo y a toda su corte para que abjuraran del arrianismo y abrazaran el cristianismo cabal y neto, cosa que hicieron para felicidad del santo y de los habitantes del reino pero, como Leandro no las tenía todas consigo debido a la sequedad de mollera de estos visigodos a quienes los libros de mi infancia encuadraban entre los llamados «bárbaros del norte», decidió ir un paso más allá y aclarar de una vez por todas los líos con el asunto de la Trinidad.

El quid estaba en que aunque el Hijo es Hijo del Padre, ambos son eternos (según el dogma Trinitario de la Santa Madre Iglesia) y por ser Hijo no quiere decir que no sea Dios también y tan eterno como el Padre (¿un buen follón, eh?). Y si la cosa es complicada con el Hijo ni les cuento con el Espíritu Santo, porque este procede del Padre según el credo de Nicea, aunque sea tan eterno como la persona de quien procede.

Repasemos: si es usted creyente sin duda recuerda el credo y el fragmento que dice:

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y que, con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria.

Bueno, pues a Leandro la cosa no le parecía lo suficientemente bien explicada y, para que quedase claro que tampoco el Espíritu Santo era anterior en el tiempo al Hijo ni viceversa, decidió añadir una sola palabra al credo en uno de esos concilios que los visigodos hacían en Toledo. La palabra que Leandro añadió al credo fue filioque que traducido del latín significa «y del hijo» y fue ahí cuando se juntó Roma con Santiago y se montó la de Dios es Cristo y aún hoy arrastramos ese follón como verán si tienen la paciencia de seguir leyendo.

Porque Carlomagno, que quería ser más emperador que el verdadero emperador (el del imperio romano con capital en Constantinopla), sugirió al Papa que tuviese por hereje al emperador de Constantinopla. Cuando el Papa, sorprendido, le preguntó al godo ese que por qué, este le respondió que el emperador constantinopolitano rezaba un credo incorrecto y adujo como correcta la redacción del credo según el concilio de Toledo con la palabrita añadida por Leandro, es decir, añadiendo filioque (y del hijo) al credo de Nicea, de forma que la redacción quedaba en:

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo y que, con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria.

El Papa se echó las manos a la tiara y le dijo al godo que era un burro, que lo del «y del hijo» era una expresión explicativa pero que el verdadero credo de Nicea no incorporaba tal palabra. El Papa, además, mandó clavar el credo de Nicea en su sede romana y cuentan que el hombre se tomó muy a mal la ocurrencia del emperador godo. Pero, como los godos, además de burros, eran bastante bestias, acabaron explicándole al Papa que él tendría razón teológica pero que ellos tenían unas espadas de acero del Ruhr que quitaban el hipo a los Santos Padres y que se dejase de follones trinitarios y rezase como ordenaba Leandro… y ahí comenzó la división entre católicos apostólicos romanos (los frecuentes en España, los del Papa) y los católicos apostólicos ortodoxos (los griegos, búlgaros, rumanos, rusos…) quienes nunca olvidaron que el Papa se equivocó en el asunto del filioque y le negaron toda infalibilidad por rezar un credo herético aparte de explicarle que para infalibles ellos y sus patriarcas que eran más conciliares y más demócratas que el Papa.

Lo de poner una palabra más o menos en el credo puede parecer una gilipollez, pero lo cierto es que esa palabra ha dado lugar a no pocas guerras y ha animado a matarse a los hombres con sorprendente solvencia. La última de estas guerras fue la que enfrentó a serbios (ortodoxos) y a croatas (romanos) pues, aunque la religión no fue la causa de la matanza, tampoco fue motivo para reconciliarse entre hermanos, pues, esto de profesar religiones distintas (aunque solo sea por una palabra), ha demostrado a lo largo de la historia ser una magnífica coartada para criminales y asesinos disfrazados de soldados.

Bueno, pues ya ven, que empecé con Carthago Spartaria y acabé en la guerra de los Balcanes. Llegados a este punto mis invitados me miraban con estupor y yo mismo andaba pensando «¿no habrás llegado demasiado lejos, Pepe Muelas?»…

He reflexionado unas semanas sobre el asunto, he hecho examen de conciencia y, movido de un sincero propósito de enmienda, prometo no volver a repetir semejante fechoría si usted viene por Cartagena de forma que, si me asalta la tentación, me limitaré a pasarle a usted el link a este post que he escrito como penitencia y ya decide usted mismo si le importa mucho, poco o nada, toda esta historia de credos, filioques, papas romanos y biblias en pasta.

Yo ya lo he dejado aquí escrito, no lo repetiré más, todo sea por la ortodoxia carthaginesa.

La ficción del «Yo»

Estamos de mala suerte: las neurociencias consideran que eso que las personas llamamos «yo» es algo que carece de realidad y que se trata sólamente de un proceso cognitivo de alto nivel que integra una amplia variedad de procesos mentales1. Dicho más claramente, el «yo» no es más que una ficción que nuestro cerebro se inventa porque le resulta muy conveniente, tan conveniente que es imposible vivir mucho tiempo sin esa ficción.

Por mi parte no necesitaba que las ciencias me lo dijesen, hace mucho que yo ya vivía con esta intuición y la daba por cierta, me explico. Si miramos la naturaleza y las criaturas más simples que podamos imaginar —por ejemplo las bacterias—, es obvio que las mismas responden a las leyes darwinianas de la evolución que les impulsan a tratar de reproducirse y preservarse —al menos hasta el momento en que lo logren— con preferencia a sus congéneres, de forma que, aunque carezcan absolutamente de conciencia, estos individuos ya se comportan aparentemente como si supiesen que son unidades diferenciadas de las demás y que tratan de prevalecer en sus fines vitales respecto de las demás. Ciertamente que en estos seres vivos simples las cosas no suceden así de modo consciente, pero es así como las leyes de la evolución les hacen comportarse.

Según avancemos en la escala de la complejidad biológica veremos que el patrón descrito se repite y así, por ejemplo, las plantas, defendiéndose por diversos medios de las agresiones externas y compitiendo reproductivamente con ejemplares de su misma especie, ofrecen comportamientos parecidos y una apariencia similar a la antes descrita; y si seguimos subiendo en la escala, en el caso de los animales superiores, observaremos que sus acciones aparentan estar realizadas por individuos claramente conscientes de su individualidad; por ejemplo, cuando uno de ellos trata de prevalecer sobre los demás en las luchas que le darán derecho a aparearse, parece evidente que este animal sabe perfectamente quién es él y quiénes son los demás y, si aún así, alguno porfiase en que no lo sabe, le diré que ciertamente se comporta como si lo supiera perfectamente.

Distinguir el «Yo» del resto es imprescindible para la vida, sobre todo llegada la hora de comer, momento en el que confundir el «yo» con el «tú» puede dar lugar a que te quedes sin comer y alimentes al vecino y discúlpenme la broma.

Permítanme que les ponga un ejemplo más: si ustedes tuviesen que fabricar un robot harían bien en implementar en él las famosas tres leyes de la robótica de Asimov que son:

  1. Un robot no hará daño a un ser humano ni, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño.
  2. Un robot debe ejecutar las órdenes dadas por los seres humanos, salvo que estas entren en conflicto con la primera ley.
  3. Un robot debe proteger su propia existencia, salvo que esta conducta entre en conflicto con las dos leyes anteriores.

Pues bien, a poco que usted reflexione se dará cuenta de que, para construir su robot e implementar estas leyes, lo primero que necesitará es dotar de identidad a su robot, dotarle de un «yo» que le permita saber a quién están referidas las leyes anteriores.

Para entender por qué la evolución ha dado lugar a la ilusión del yo se puede hacer el experimento mental de una ilusión de no-yo para saber lo que sucede en casos de no-yo o yoes patológicos. En el caso de los seres humanos vivir sin la ficción del «yo» es imposible y —cuando por enfermedad o por alguna otra razón— esta ilusión se pierde, el ser humano se convierte en poco menos que un bebé abandonado, incapaz de cuidarse a sí mismo y perennemente condenado a ser cuidado por otros.

Sin embargo el ser humano, complejo y maravilloso como es, ha logrado en algunos casos desprenderse temporalmente de esta ficción del yo y experimentar durante períodos más o menos largos episodios o estados de no-yo.

Estudios de neuroimagen realizados por D’Aquili y Newberg (1999) con monjes budistas y monjas franciscanas, dieron como resultado que se apreciase durante los estados místicos una desconexión de la actividad neural en las áreas relacionadas con la experiencia del yo.

Muchas prácticas litúrgicas y contemplativas de la mayoría de las tradiciones religiosas, como es el caso del budismo zen pero también de la mística católica, tienen como objetivo reducir el sentido subjetivo del yo pues tal práctica se ha revelado como un buen mecanismo para aproximarse a la felicidad. Estudios realizados confirman que este tipo de prácticas que estimulan el estado psicológico de no-yo mejoran el estado de ánimo y la alegría al tiempo que producen un refuerzo de la disposición al comportamiento altruista y una reducción de la angustia existencial.

Las formas y métodos en que cada una de estas religiones acercan a sus practicantes a estados cercanos al no-yo son de lo más variado desde el jainismo, al budismo, al catolicismo o al propio islam. En todo caso resulta curioso que ese «yo», que algunas religiones parecen confundir con el alma objeto de salvación, sea el estado del que se sale en estos trances místicos.

Religión, ciencia y filosofía parecen acabar encontrándose siempre cuando se habla del yo. Es verdad que carecer de yo o que este no sea más que una ilusión puede resultar muy decepcionante, pero, en el fondo de esa decepción aparente para el alma occidental, nos están esperando personajes como Lao-Tsé cuando decía aquello de que «si no tienes cuerpo ¿qué dolor podrás sentir?», frase que, de haber conocido estos últimos estudios neurológicos, hubiese tenido que modificar por otra del tipo: «Si sabes que en realidad no existes ¿por qué habrías de temer a la muerte?»

En fin, basta por hoy, mi yo me indica que debo volver a mis tareas, y es bueno hacerle caso aunque los neurocientíficos nos digan que se trata de una ilusión.


  1. El cerebro humano funciona mediante procesos jerárquico-funcionales anidados, igual que una organización bien sincronizada, acoplada y sin desajustes (véase Sanfey, et. al. 2006: 109). El yo es una manifestación psicológica de ese orden, carente de una localización física específica: … sabemos que son diversas partes del cerebro las que intervienen en la creación del yo, sin embargo, no hay un emplazamiento material específico del self o del “yo” en el cerebro (…) El cerebro crea la unidad del yo mediante la producción de una jerarquía anidada de significado y propósito, en la que los niveles del yo, y las múltiples partes del cerebro que contribuyen a producir el yo, están anidadas unas en los otros niveles de jerarquía (…) nos experimentamos a nosotros mismos como algo unificado porque nuestros significados y nuestras acciones están unidas dentro de ese yo anidado. (Feinberg 2001: 149). Todos citados por Herranz Guillén, José Luís, en «Estudios de los fundamentos de la cooperación en la naturaleza humana desarrollados por las ciencias sociales». ↩︎