Leo —y se me encoge el corazón— que un centenar de personas se han ahogado frente a las costas de Libia. Dos barcos de «Open Arms» habían tratado de hacerse a la mar para ayudarles pero las autoridades italianas les impidieron zarpar.
Me entero de la noticia por un fiscal tuitero que posteó el tuit que ven en la imagen adjuntando la noticia de Europa Press y que apostilló: «Eso es cuando menos omisión del deber de socorro y, en cualquier caso, es de una inhumanidad que indigna y avergüenza».
Sí, para cualquier alma regularmente formada, la noticia relata un inhumano caso de flagrante omisión del deber de socorro; sin embargo, y para nuestra desgracia, no parece que todas las almas humanas estén regularmente formadas y lo que es peor —muy probablemente— quizá ni siquiera tampoco lo estén las nuestras.
El hombre es un animal moral —así lo afirman los científicos— y su moral (incluso su sentido jurídico) ha evolucionado con él desde la noche de los tiempos. La moral humana es una herramienta adaptada a las necesidades de un pobre primate superior que convivía en grupos de determinadas dimensiones y en entornos ajustados a sus sentidos y posibilidades de actuación.
Profundamente empáticos, los seres humanos están genéticamente programados para no soportar el dolor ni el sufrimiento a su alrededor pero solo a su alrededor.
Imagine que, mientras charla con unos amigos, uno de ellos decide retorcer el cuello a un cachorro de perro. ¿Imagina usted cuál sería la reacción de sus amigos? Supongo que no tiene usted la menor duda y que incluso ha imaginado algún acto violento contra quien trataba de hacer daño al cachorro.
Sin embargo si, durante esa misma conversación, el que iba a retorcerle el cuello al cachorro en lugar de llevar a cabo tal maldad les informa de que, en la India, están muriendo miles de niños al día y les deja un sobre para efectuar una donación ¿cuántos de entre los que defendieron al cachorro llenarían el sobre de dinero y con qué cantidad? Si se siente usted optimista y responde que todos y con mucho, pregúntese durante cuánto tiempo lo harían y verá cómo su fe en el ser humano disminuye.
El ser humano viene equipado de serie para no soportar el sufrimiento en su entorno cercano pero no para no soportar cualquier sufrimiento allá donde se produzca. No podemos cargar con todo el sufrimiento del mundo sobre nuestras espaldas, no son tan anchas, no estamos genéticamente preparados, somos un pobre animal empático que sufre cuando los demás sufren y es feliz cuando los demás son felices, pero que, como tal animal, ha evolucionado simplemente para adaptarse a su entorno y ahora resulta que el entorno se lo han cambiado. Porque ahora cualquier sufrimiento del mundo lo tenemos a dos metros de nosotros en nuestro televisor o a escasos centímetros en la pantalla de nuestro smartphone… demasiado para la moral de 150 metros de un pobre primate.
Es de esta limitación del ser humano de lo que se aprovechan bandidos miserables como el ministro italiano que permite que centenares de vidas se vayan al fondo del mar y deja hundirse con ellas no solo el futuro y las ilusiones de cien personas sino las esperanzas de todo el género humano en una humanidad más justa.
Equipados con una moral de 150 metros agrediríamos sin compasión a ese aprendiz de satanás si le retorciese el pescuezo a un cachorro pero le dejamos pasearse tan terne por Europa después de decidir sobre la vida y la muerte de centenares de personas si nos son desconocidas y están lo suficientemente lejos.
Nuestra tecnología ha evolucionado en los últimos siglos a una velocidad tal que nuestra evolución moral ha sido dejada muy atrás y hemos de enfrentarnos al reto de hacer evolucionar culturalmente lo que la biología ya no tiene tiempo para hacer.
De todas formas, pobres primates como somos, en estos Cro-Magnones que somos usted y yo aún queda el genio y las viejas virtudes que les hicieron como son y, si no, déjenme que les cuente una vieja historia que me impresionó y que trato de recordar cada vez que vergüenzas como el ministro italiano ponen en duda mi fe en el género humano; es la historia de Isabel María y ocurrió un 3 de septiembre de 2002 en Cádiz, cuando la joven sevillana de 28 años Isabel María Caro pasaba su último domingo de vacaciones en la playa de Castillejos, en la localidad gaditana de Barbate, junto a su marido y sus hijos de siete años y 18 meses. La Voz de Galicia, entonces, lo contó así:
En un momento dado, el arenal se llenó de gente pues medio centenar de inmigrantes desembarcaban de una patera y se arrastraban pidiendo ayuda a gritos. Uno de los dos bebés que se encontraban en la embarcación era Yoice, una niña nigeriana de seis meses que no paraba de llorar. Su madre no era capaz ni de escucharla. Estaba mojada, hambrienta y exhausta. Isabel María sí la oyó, ofreció a los responsables de la Cruz Roja uno de los biberones de su hija, aunque sospechaba que seguramente la pequeña no lo iba a aceptar. Una enfermera insistía tratando de achacarlo a la congestión de nariz que sufría la cría. Isabel no lo dudó y le explicó a la sanitaria que sólo se podía hacer una cosa: «En ese momento la madre no podía darle el pecho, así que la acerqué al mío».
Y esta escena de una mujer joven amamantando a la pobre niña negra hace que me olvide de los ministros de Satanás y me reconcilie con el género humano.