Los sonetos de Moabit

Le habían detenido en diciembre, apenas cinco meses antes de que todo acabase; le acusaban de formar parte del complot que había tratado de acabar con el líder. No era verdad pero él no esperaba juicio ni justicia, sabía que era culpable y aguardaba su justo castigo.

Quizá la noche del 22 al 23 de abril, cuando sus captores le sacaron de la prisión en la que permanecía encarcelado —ya con la artillería soviética bombardeando las calles de Berlín— Albrecht pudo albergar alguna esperanza, pero en vano. Él y el resto de los presos de Moabit fueron asesinados por los ¿hombres? de las SS de un tiro por la espalda antes de que las tropas soviéticas pudiesen liberarlos.

Su hermano Heinz descubrió su cadáver unos días después y con él los poemas que había escrito en su celda de la prisión de Moabit. En uno de estos «Sonetos de Moabit» Albrecht explicaba con toda claridad la exacta naturaleza de su «culpa».

«Soy culpable,

pero no de la forma que ustedes piensan.

Yo debería haberme dado cuenta antes de cuál era mi deber; yo debería haber llamado mal al mal con toda crudeza.

Me contuve demasiado.

Lo advertí, pero no lo suficiente ni lo suficientemente claro.

Y hoy sé de lo que soy culpable.»

PD. Albrecht Haushofer fue un diplomático y geógrafo alemán hijo de Klaus Haushofer, amigo y consejero de Hitler. Albrecht desde mediados de los años 30 formó parte de la oposición/resistencia a Hitler. Se sabe con seguridad que influyó en el vuelo en misión de paz de Rudolph Hess a Inglaterra en plena guerra. Albrecht Haushofer fue detenido en diciembre de 1944 por la Gestapo acusado de estar relacionado con el intento de asesinato del führer y recluido en la prisión berlinesa de Moabit donde escribió los famosos «Moabiter sonetten». Fue sacado de la prisión y asesinado en la noche del 22 al 23 de abril, cuando ya las tropas rusas entraban en la capital del Reich. Su cadáver y sus sonetos fueron encontrados días después por su hermano Heinz.

Los magistrados tipógrafos

Recientemente en tuíter un seguidor —funcionario tramitador según él mismo— me hablaba de las limitaciones que la Sala III del Tribunal Supremo había impuesto a los abogados recurrentes en términos de extensión, tipografía y composición de los textos de sus recursos. Juzgaba mi interlocutor «muy acertadas» tales limitaciones.

A mí, en cambio, tales limitaciones me producen alternativamente hilaridad descontrolada e ira mucho más contenida. Las disposiciones de la Sala III del Tribunal Supremo en materia de artes gráficas me parecen una soberana memez consecuencia de una atrevida ignorancia. Movido de cierto enfado escribí allá por enero de 2017 un borrador de post que titulé «Magistrado a tus sentencias», post que, finalmente, no publiqué porque total ¿para qué va a ir uno «haciendo amigos» por ahí?. Sin embargo esta conversación en tuíter me recordó que tenía un post pendiente así que ahora, con los debidos respetos y siempre en estrictos términos de defensa, permítanme que publique hoy el post de hace año y medio y que les hable de las habilidades tipográfico-compositivas de ciertos magistrados de la judicatura española.

Me refiero a los de la sala III del Tribunal Supremo que son los que han hecho hoy (por hace año y medio) que nos desayunemos con la noticia de que en pleno no jurisdiccional de 27 de enero de 2017 aprobaron unos criterios de admisión de los recursos de casación y extraordinario por infracción procesal que, entre otras cosas, incorporaban ciertas instrucciones de carácter tipográfico-compositivo que habían de seguir los escritos que ante ellos se presentasen.

A mí, que reputo iuris tantum peritos en derecho a los magistrados del Tribunal Supremo, me cuesta, en cambio, reconocerles conocimiento alguno en materias ajenas a su pericia, especialmente cuando de tipografías, composición, interfaces, ergonomía, legibilidad o lecturabilidad se trata.

En fin, que sospecho que muy pocos de ellos conocen a Aldo Manucio, y que conceptos como «legibilidad», «lecturabilidad», «altura de la x» o el «cuadratín» les son tan ajenos a ellos como las fiducias cum amico lo son a tipógrafos e impresores.

Estoy seguro que ningún impresor ni tipógrafo se consideraría preparado para decirle a los magistrados del Supremo cómo han de dictar sentencias y sin embargo, esos mismos Magistrados sí se sienten capacitados para decidir cuál es la forma exacta en la que deben imprimirse los soportes de los recursos.

Estos magistrados tipógrafos han decidido que los textos que a sus judiciales pupilas se presenten vengan impresos en una fuente llamada «Times News Roman». ¿Por qué en este fuente y no en otra? ¿Han analizado nuestros magistrados tipógrafos las condiciones de legibilidad y lecturabilidad de esta fuente en papel impreso y en pantalla y la han comparado con otras fuentes? ¿Han verificado que esta fuente está disponible en todos los sistemas informáticos o que la misma está en dominio público y carece de copyright? ¿Son estos magistrados tipógrafos —por ventura— capaces de distinguir esta fuente de Caslon, Garamond o siquiera de una Didot? ¿Por qué esta fuente y no otra?

Uno hubiese entendido que los magistrados eligiesen Garamond o Caslon si lo que pretendían era facilitarse la lectura de textos impresos en papel. Garamond y Caslon han demostrado durante siglos sus magníficas propiedades en este campo. Uno también hubiese entendido que, si lo que pretendían los magistrados tipógrafos era facilitarse la lectura en pantalla, hubiesen elegido Georgia, no en vano esta fuente se diseñó con la idea de ser muy legible en las pantallas de los ordenadores. Que conste que no tengo nada contra la fuente Times News Roman (una magnífica fuente utilizada para examinar la calidad de los sistemas de tipografías digitales) aunque, sospecho, que de ella, de sus virtudes y defectos, lo único que saben estos magistrados tipógrafos es que «viene por defecto con el Windows».

El resto de las recomendaciones son delirantes; por ejemplo y sin ánimo de ser exhaustivo, la orden de redactar tan solo por una cara y dejar en blanco la segunda.

A ver, almas de cántaro, si ustedes van a leer los textos en .pdf esa instrucción significa que están obligando a los letrados a presentarles una sucesión de páginas impresas (las impares) y en blanco (las pares) de forma que, mirado en pantalla, tendrán ustedes una sucesión ridícula de páginas, alternativamente, impresas y en blanco. Si, por el contrario, no piensan leerlas en .pdf sino una vez impresas, con que le ordenen a la impresora imprimir será probablemente suficiente pues, por defecto, esta imprimirá solo el haz y no el envés de las hojas y si, finalmente, lo que pretenden es que no se presenten en formato electrónico sino que se lleven en papel por las partes a la judicial presencia como en siglos pretéritos, entonces harían bien en recordar que esa orden implica un doble consumo de papel y de arbolitos del bosque.

Los antiguos cuidaban de forma mucho más eficaz la gestión de los blancos y cuidaban de los espacios de encuadernación, márgenes y zonas para despacho o glosa, nuestros magistrados tipógrafos no parecen conocer las ingeniosas y sabias disposiciones de sus mayores y se atienen a unas normas que, si alguna vez tuvieron sentido, lo perdieron con la desaparición de las máquinas de escribir.

No comentaré nada del «doble espacio» (los huesos de Aldo Manucio se revolverían en su tumba) ni comentaré nada de la limitación a 35 folios de la extensión de los recursos de casación, norma odiosa, atentatoria contra los derechos fundamentales de los ciudadanos y que más parece responder a razones de molicie que de eficiencia; sobre ese tema estoy seguro que mis compañeros tienen muchos y muy valiosos argumentos.

La tipografía, su uso, la composición de textos… no se dominan por saber medio usar un procesador de textos, como no se domina la fotografía por saber usar unos cuantos filtros de instagram. La tipografía, su uso, la composición de textos son un arte (¿se acuerdan de las «artes gráficas»?) que se ha desarrollado durante siglos desde la invención de la imprenta hasta nuestros días. Un libro impreso en papel es, a día de hoy, una herramienta tecnológica avanzadísima cuyas condiciones de legibilidad y lecturabilidad aún no han sido superadas por ningún dispositivo digital, respeten, pues, el texto impreso, consecuencia del desarrollo y evolución de técnicas sofisticadísimas y a cuyo impulso dedicaron su vida generaciones de tipógrafos e impresores cuyo arte fue tan valorado o más que el de los propios autores.

Al igual que no creo que un tipógrafo tuviese la soberbia de andar aconsejando a los magistrados del Supremo cómo dictar sus sentencias, uno tendría derecho a esperar que los magistrados del Supremo no se dedicasen a redactar normas sobre la composición de textos y que —si no pudiesen resistir la tentación de hacerlo— al menos recabasen el consejo de quienes son especialistas en esta materia.

Me temo que nuestros magistrados de la Sala III han creído saber de todo y estar en disposición de «legislar» sobre materias que muy probablemente ignoran. Vanitas vanitatum.

Razones para dimitir

Hoy que la ministra Delgado se halla en trance de dimitir me acuerdo no sólo de ella sino también de sus predecesores.

A Gallardón, a Catalá y a Delgado no les ha importado lo más mínimo la independencia judicial ni que el Consejo General del Poder Judicial responda a las exigencias del Consejo de Europa o de nuestra Constitución.

A Gallardón, a Catalá y a Delgado les ha traído al pairo la informatización y modernización de los juzgados españoles y mantienen y apoyan una infraestructura sedicentemente tecnológica.

A Gallardón, a Catalá y a Delgado les ha resbalado que la ciudadanía vea dificultado su acceso a la justicia y así, mientras el uno ponía tasas, los otros creaban y mantenían los infames juzgados hipotecarios.

A Gallardón, a Catalá y a Delgado se les ha dado siempre un higo la justicia gratuita, la retribución de los abogados de oficio, la conciliación familiar y profesional de abogados y abogadas…

Todo esto, las cosas que importan, les han importado un bledo a Gallardón, a Catalá o a Delgado.

De lo que no se ha privado ninguno de estos ministros es de entrometerse en los nombramientos de magistrados del Supremo, o de su Presidente, o de colocar a sus afines en las más altas magistraturas del estado. Esto sí les importa, en esto sí se arremangan y se ensucian las manos y, si ustedes hacen memoria, verán como lo más nutrido de la información de tribunales tiene que ver con a quién colocarán estos o los otros en tal cargo, con presiones a fiscales para que hagan esto o lo otro, con las aspiraciones políticas de unos y los problemas judiciales de los otros.

Hoy la ministra de justicia, apenas 100 días después de ocupar el cargo, se está viendo en trance de dimitir; pero no porque la independencia judicial la traiga al fresco, no porque la falta de medios en la justicia no le preocupe, no porque su olvido de los problemas de abogados y procuradores raye en lo ofensivo, sino por lo de siempre, por lo único que parece que importa en la justicia.

Ha mentido y quizá se vea obligada a irse, pero eso no cambiará la suerte de la justicia española; está cambiará el día que un fiasco como LexNet cueste el cargo al ministro; cuando no reformar la LOPJ en el sentido que señalan Europa y nuestra Constitución conduzca al ministro a la reprobación; cuando la escasez de dotación presupuestaria en Justicia conduzca al gobierno al descrédito o cuando la instalación de vergüenzas como los juzgados hipotecarios mande a su casa a los autores de tamaña barbaridad.

Quizá la ministra haya de irse por mentir a la opinión pública o quizá por la tabernaria referencia machista a su compañero Marlaska o quizá por su poco explicable familiaridad con un nauseabundo personaje de las cloacas del estado; pero, si me lo permiten, esto no va a arreglar nada; por cosas parecidas se han ido ya otros ministros o han sido reprobados pero, como hemos visto, su marcha solo ha servido para cambiar de caras y nombres, pero no de políticas.

Vamos muy mal.

El último oficial del emperador

El 26 de diciembre de 1944, Hiroo Onoda —un oficial de inteligencia del ejército imperial japonés— fue enviado a la Isla de Lubang, en el archipiélago de las Filipinas, con órdenes muy concretas de su oficial superior, el mayor Yoshini Taniguchi: «Bajo ningún concepto está usted autorizado a quitarse la vida. Puede ser que nos tome tres años, puede ser que nos tome cinco, pero nos tome el tiempo que nos tome volveremos a por usted y, entretanto, mientras quede un solo soldado japonés en la isla usted lo liderará. Si han de comer cocos para sobrevivir coman cocos, pero bajo ninguna circunstancia se quite usted la vida».

Los norteamericanos desembarcaron en la isla el 28 de febrero de 1945 y tras una fiera resistencia japonesa lograron tomar la isla, pero no a Hiroo Onoda pues este, cumpliendo las órdenes recibidas, no se quitó la vida ritualmente tras la derrota sino que, acompañado por el cabo Shoishi Shimada y los soldados Yuichi Akatsu y Kinshichi Kozuka, se internaron en la selva dispuestos a resistir y a hostigar al enemigo hasta que las tropas imperiales reconquistasen la isla.

En 1949 el soldado Akatsu se separó del grupo y para 1950 se rindió a las tropas aliadas tras muchos meses de vida en solitario. Onoda y sus hombres, sin embargo, a pesar de los folletos e incluso cartas de familiares que se lanzaron desde aviones sobre la región donde se ocultaban, se resistieron a creer que Japón hubiese perdido la guerra y continuaron con sus operaciones guerrilleras de inteligencia y hostigamiento.

En 1953 Soichi Shimada fue herido en un tiroteo del cual se recuperó sin más asistencia que la de sus compañeros pero, un año después, el 7 de mayo de 1954 Shimada murió a consecuencia de un disparo de un grupo que les buscaba.

Kinshichi Kozuka murió por dos disparos de la policía local el 19 de octubre de 1972, cuando él y Onoda, como parte de sus actividades de guerrilla, quemaban arroz recolectado por unos agricultores, dejando a Onoda solo.

Pero Onoda tenía órdenes que no pensaba desobedecer y —aunque había sido declarado oficialmente muerto en 1959— el último oficial del emperador siguió cumpliendo con su deber sin más compañía que su fusil «Arisaka», unos cuantos cientos de cartuchos y unas cuantas granadas de mano.

Alertados por los encuentros armados y las muertes subsiguientes desde Japón se enviaron a las Filipinas grupos de búsqueda que no lograron dar con el escurridizo Onoda hasta que, en 1974, logró contactar con él un excéntrico estudiante japonés llamado Norio Suzuki. Por alguna razón Hiroo Onoda confió en él pero, por más que se le rogó, Onoda se negó a rendirse si no recibía la orden de la misma autoridad que le había ordenado resistir 29 años antes: el mayor Yoshini Taniguchi.

Suzuki volvió a Japón con las fotografías que acreditaban que había encontrado a Onoda y se las mostró al gobierno. Para suerte de todos y del propio Onoda, el señor Yoshini Taniguchi aún vivía y regentaba una librería en Japón, de forma que fue enviado nuevamente a las Filipinas donde contactó con Onoda, le convenció de que Japón había perdido la guerra y le ordenó rendirse.

Hiroo Onoda, tras 29 años de guerrilla en la selva, entregó su Arisaka, varios cientos de cartuchos, las bombas de mano que aun le quedaban y volvió a Japón con el indulto del presidente filipino Marcos pues, durante todos esos años, el grupo de Onoda no se había limitado a esconderse sino que había causado treinta muertos al «enemigo».

En la foto Hiroo Onoda saluda militarmente mientras uno de los presentes sostiene su sable de oficial.

Y tras esto pienso en nuestros políticos, en la voluntad de servicio que les anima, en su disposición a darlo todo por la sociedad y su indudable inclinación a dedicar su vida a los demás y al cumplimiento del deber.

¡Venga ya!

Citas apócrifas

Sin duda ellos encabezan la lista de los autores más citados de forma apócrifa. Pareciera que, cuando no se sabe quién dijo qué, existiese una pulsión irrefrenable en la población para atribuir lo dicho a Albert Einstein o a Groucho Marx.

Hoy andaba yo buscando en la red la película o momento en que Groucho Marx dice aquello de: «Damas y caballeros, estos son mis principios, pero si no les gustan tengo otros» pero no acababa de ver claro que nadie citase con seguridad el momento exacto. Es verdad que he encontrado la cita atribuida a Groucho Marx centenares de veces, incluso en algunos posts afirmando sin asomo de duda que la había pronunciado en tal o cual película, sin embargo, he preferido comprobarlo y —como casi siempre— Wikipedia me ha sacado del error.

La frase ya aparece en 1873 en un periódico de Nueva Zelanda. En New Zealand Tablet, 18 de octubre de 1873, en la segunda columna, en el párrafo tercero se escribe: «There’s my principles; but if you don’t like them — I can change them!» («He aquí mis principios; pero si no les gustan… ¡estoy dispuesto a cambiarlos!»). Vuelve a aparecer el 18 de agosto de 1878 en el The Grey River Argus, en la forma «Them feller citizens are my principles, but if they don’t suit yer exactly, they ken be altered.» (Estos ciudadanos leñadores son mis principios, pero si no les convienen exactamente, pueden ser alterados.) El 17 de febrero de 1899 la broma aparece en el Daily Mail And Empire, Great Meeting at Goderich en Canadá sobre un «gran orador americano»: «These, gentlemen, are my principles, but if you do not like them I can change them». (Estos, caballeros, son mis principios, pero si no les gusta, los puedo cambiar).

La cita incluso ha sido desafortunadamente utilizada por algún político para anunciar o justificar futuros cambios en su política legislativa. En 1975 la prensa canadiense criticó a un político llamado Darcy McKeough por emplear la broma como una excusa humorística para posibles cambios futuros en la política. La redacción utilizada es similar a la de la versión atribuida a Groucho: «Ladies and gentlemen, those are my principles, and if you don’t like them I have some others»; es decir, justo la cita que yo buscaba: «Damas y caballeros, esos son mis principios, y si no les gustan tengo otros».

De acuerdo con wikipedia, la primera vez que se realizó la falsa atribución de la cita a Groucho Marx, esta se publicó en el Legal Times del 7 de febrero de 1983, algunos años después del fallecimiento del actor.

Así pues no podré citar a Groucho Marx en mi próximo post, aunque, para sí poder citarlo aquí, puedo decir que me he encontrado entre las citas verdaderas de Groucho, una que parece providencialmente pronunciada en previsión de todo este aluvión de citas falsamente atribuidas a él: «Citadme diciendo que me han citado mal.»