Cuando el comodoro George Dewey supo que la escuadra española no se encontraba en Bahía Subic testigos presenciales dicen que le vieron exclamar: «Ya les tengo».
La guerra de las Filipinas (1898) era una guerra casi perdida para los Estados Unidos en opinión de japoneses y británicos: la escuadra norteamericana esperaba el inicio de la guerra en Hong-Kong pero su base más cercana en la costa oeste estaba a más de 6.000 millas de distancia. Carbonear, reponer municiones, reparar, era misión casi imposible para los norteamericanos.
La escuadra española no era vieja ni mala y contaba (o debería haber contado) con el apoyo inestimable de la artillería de costa pero no fue así.
El lugar idóneo para la defensa española era Bahía Subic, magníficos cañones Krupp (lo mejorcito en la materia) estaban listos para ser montados allí y Dewey sabía que contra eso poco había que hacer. Pero ahí entró en juego la mezquindad española.
Un debate ridículo entre la armada y el ejército de tierra impidió que los cañones Krupp estuviesen montados a tiempo en Bahía Subic, de forma que Montojo, el almirante español, hubo de dirigirse a la Bahía de Manila a la espera de que las baterías de costa de la ciudad le amparasen frente a la armada yanqui. Nuevamente la mezquindad española vino en su auxilio.
Porque los mandamases de Manila no iban a permitir que, como consecuencia de un combate naval, proyectiles norteamericanos pudiesen caer sobre la bella Manila y sobre sus propiedades, de forma que a Montojo no le quedó otro remedio que llevar la escuadra al arsenal de Cavite (el peor sitio posible) y esperar allí la batalla en las peores condiciones posibles.
Tras la derrota naval, aunque los norteamericanos carecían de fuerzas de desembarco, la simple amenaza de bombardear Manila determinó a los mandos Españoles a rendir las Filipinas. ¿Comprenden por qué los defensores de «El Baler» (Los Últimos de Filipinas) no se creían que España se hubiese rendido?
Al final los patriotas, los que de verdad dieron todo lo que tenían por España, fueron los marineros de los barcos de Montojo (él, oportunamente, abandonó el buque insignia) que murieron al pie del cañón.
La historia se repite cíclicamente en España: patriotas que sólo defienden su escaño y sus haberes, su ascenso y sus condecoraciones, sus presidencias y sus obvenciones. Gente que, en realidad no tiene el menor pudor en dejar los cañones en el suelo o el CGPJ en manos del Congreso aunque ello pueda costarle a España una derrota vergonzante. Esos son los que se envuelven en la bandera y se llaman a sí mismos patriotas. Los héroes de Cavite ya les dejo a ustedes averiguar quiénes son en esta historia.
No se preocupen si no han entendido algo sobre la relación de todo esto con la Justicia, espero que mi amiga Verónica del Carpio se lo cuente próximamente.