El queso de Doña Aurita

Ahora que he desterrado de mi dieta azúcares y harinas mis desayunos son mucho más variados. Hoy me he gobernado para desayunar unas nueces de Nerpio —que no hay más que decir para quien entienda de nueces— y un estupendo queso de Arzúa y, claro, me he tenido que acordar de Doña Aurita. Les cuento.

A mediados de la década pasada quedé fascinado por el Camino de Santiago, en cada período vacacional de que disponía me calzaba las botas y me iba a andar por Navarra, el Bierzo o cualquiera de los países por los que pasa el Camino y en una de aquellas caminatas hacia Santiago acerté a parar en un albergue muy concreto.

Cuando llegué tres peregrinos se estaban apretando un plato de un «chourizo» al que yo le vi altos valores gastronómicos (o era eso, o era el hambre) así que me pedí una ración para mí. La hospitalera me lo sirvió con su poca de vino para pasarlo y yo —por no hacer el feo— me lo comí sin dejar del «chourizo» ni el cordelito de atarlo. Luego, por aquello de cuidar las digestiones, me pedí una ración de un «queixo» que, en cuanto probé, diputé por el mejor del mundo.

Con palabras claras y significantes le dije a la hospitalera que el queso que me había puesto estaba cojonudo y ella me explicó que ese queso lo hacía su madre, Doña Aurita, y que eran muchos los que opinaban que era un queso estupendo. Me fui de allí con provisión de queso y en años sucesivos cada vez que pasaba por ese lugar paraba y buscaba a la hospitalera para que me sirviese del queso que hacía su madre.

Sin embargo aquel año venteé que algo no iba bien. Cuando estaba a cosa de cinco kilómetros del albergue me paré a hablar con una paisana y —claro— le mencioné a Doña Aurita. La paisana me miró triste y me dijo que este año no comería queso de ella porque «Doña Aurita morreu o inverno pasado».

Seguí adelante, llegué al albergue, saludé a la hospitalera, le dije que ya sabía lo de su madre y ella, dolida todavía a pesar de los meses pasados rompió a llorar y cuando me despidió me pidió que pidiese al santo por su madre, le dije que así lo haría y, cuando me iba, la hospitalera me metió en la mochila un queso y me dijo: «llevéselo es de los últimos que hizo». Se me puso un nudo en la garganta pero no podía decir que no y el queso acabó viajando conmigo a Santiago… y luego a Cartagena porque no encontraba ocasión ni ánimos apropiados para comérmelo, de forma que lo tuve en mi compañía mucho tiempo.

Por eso, siempre que como queso de Arzúa, me acuerdo de Doña Aurita. Dicen que los seres humanos no somos sino memoria. Si eso es así Doña Aurita revive en mí cada vez que como queso gallego, lo que, bien mirado, no es una mala forma de volver a la vida.

Bueno, basta de escribir y voy a zamparme el queso y las nueces.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.