Inteligencia colectiva

La mente humana es, al mismo tiempo, brillante y patética. Hemos descubierto la energía nuclear, hemos curado la viruela y muchas otras enfermedades, hemos mandado naves a otros planetas e incluso fuera del sistema solar, pero, en el fondo, individualmente, somos unos perfectos ignorantes cuya supervivencia depende principalmente de los demás.

Un indio apache sabía procurarse alimento, confeccionarse ropa, construir su vivienda, domesticar caballos y pastorear pequeños animales; además tenía sus rudimentarios conocimientos de medicina, de la climatología, botánica y fauna de su entorno así como de determinados recursos minerales e hidrológicos y, en fin, era mucho más autosuficiente que cualquiera de nosotros.

Nosotros usamos un iPhone y nos sentimos sabios cuando desconocemos absolutamente cómo funciona ese cachivache.

Steven Sloman y Philip Fernbach en «The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone» nos cuentan cómo en un experimento se preguntó a un grupo de personas cuánto sabían de una cremallera. Todos respondieron que las usaban a diario pero casi ninguno mostró el menor conocimiento sobre los procesos que una cremallera llevaba a acabo para abrirse o cerrarse.

El ser humano, individualmente, es de una ignorancia supina y sólo cuando produce ideas en equipo alcanza los rasgos de genialidad que han llevado a nuestra especie a los confines de la galaxia —por arriba— y a conocer las más mágicas reglas de la física cuántica por abajo.

Por eso, ver a esos líderes —que no saben cómo funciona una cremallera— o a esas presidencias que mantienen en secreto todo cuanto hacen para reservarse para sí las parcelas de su miserable poder, me produce repugnancia.

La grandeza de una nación o de un colectivo jamás está en sus ignorantes líderes, sino en el conocimiento brillante y profundo de una sociedad que coopera.

Observa cuánto poder trata de acumular un individuo para sí y eso te dará la exacta medida de su estupidez.

La apuesta de Pascal

¿Creer en Dios o no creer en Dios? La pregunta puede plantearse en términos filosóficos, teológicos, antropológicos… Pero también puede plantearse desde el punto de vista de la mera conveniencia o de la teoría de juegos. En este sentido es famosa la llamada «apuesta de Pascal», una visión práctica del asunto donde al polímata Pascal lo que menos le preocupa es si dios existe o no, sino cual es la postura humana más práctica al respecto y concluye que esta es creer en dios, pues, aunque no se conoce de modo seguro si Dios existe o no, lo racional es apostar a que sí existe.

«La razón es que, aun cuando la probabilidad de la existencia de Dios fuera extremadamente pequeña, tal pequeñez sería compensada por la gran ganancia que se obtendría, o sea, la gloria eterna».

Lo malo de este asunto es que, cualquiera que te prometa la vida eterna, jugará con ventaja en la apuesta de Pascal y elegir entre Enlil, Enki, El, Ra, Atón, Yahveh, Ahura Mazda, Brahma o las enseñanzas de Confucio, Buda o Lao-Tse (por solo citar unos pocos) se convertirá en misión imposible pues, prometiendo todos la eternidad, conviene estar a bien con todos.

Creo que con los dioses me pasa a mí como con los políticos, que, prometiendo todos muchos, ninguno me inspira total confianza; aunque quizá haya un matiz importante: hay cosas que se saben y cosas que se creen. Lo de los dioses se cree, lo de los políticos se sabe.

Y siguen sin hablar de justicia.

La singularidad, el ajedrez y Alpha Zero

En los últimos tiempos hablar de la singularidad ocupa una parte bastante central en las conversaciones con mis amigos. Solemos especular con las fechas aproximadas en que sucederá y si estaremos aquí para vivirla. La singularidad, por si no ha oído usted hablar de ella, es un fenómeno íntimamente relacionado con el desarrollo de la inteligencia artificial y la aparición de máquinas autorreplicantes.

El ajedrez ha sido en los campos de la computación y la inteligencia artificial como el canario que solían llevar los mineros para detectar grisú y yo, como jugador amateur de ajedrez, he tenido la suerte de poder vivir el advenimiento de la singularidad a este juego y las consecuencias que ha tenido para los jugadores humanos de ajedrez.

Ya en la década de los 80 la mejora de las computadoras de ajedrez era evidente y, aunque todavía no ganaban a los humanos, ya se veía que estaban en el camino; en 1996 Deep Blue, un superordenador de IBM, venció al campeón del mundo Garry Kasparov en un oscuro match (sigo pensando que algo raro hubo tras aquella «victoria») pero cuando, ciertamente y sin ninguna duda, la singularidad llegó al mundo del ajedrez fue en el año 2017. En ese año, un programa llamado Alpha-Zero, creado por la empresa de Google Deep-Mind, derrotó aplastantemente al programa campeón del mundo de ajedrez: Stockfish.

El hecho no tendría nada de particular así contado pero, si exploramos la forma en que cada uno de los programas ha llegado a jugar como juega, veremos que, tras la estrategia de Alpha Zero, se apunta ya el fenómeno de la singularidad.

Stockfish es un programa «tradicional» de ajedrez mientras que Alpha Zero es un programa en el cual, en principio, sólo estaban implementadas las reglas del juego pero, tras cuatro horas de jugar contra sí mismo, había aprendido a jugar con fuerza sobrehumana. Resulta aterrador ver cómo, en esas cuatro horas, Alpha Zero fue, por ejemplo, transitando por las mismas aperturas que la humanidad había venido usando en los milenios anteriores y cómo fue pasando de una a otra en casi el mismo orden que el ser humano lo había hecho. Si la humanidad había concluido tras unos miles de años que la defensa más sólida y rocosa contra la Apertura Española era la Defensa Berlín, Alpha Zero llegó a esa conclusión pero en tan solo cuatro horas de juego.

Alpha Zero no tiene una fuerza bruta apabullante, apenas calcula 80 mil posiciones por segundo frente a los 70 millones que calcula su rival Stockfish, pero compensa el menor número de evaluaciones mediante el uso de su red neuronal profunda para centrarse mucho más selectivamente en las variantes más prometedoras; en las partidas de ajedrez de Alpha Zero uno puede hablar sin temor a errar de creatividad y de intuición.

Hay más partidas de ajedrez posibles que átomos en el universo, no es posible «aprenderse» todas las partidas de ajedrez jugables por muy poderosa que sea la máquina que empleemos, Alpha-Zero es un claro ejemplo de una inteligencia artificial que ha aprendido a jugar al ajedrez y a la cual un ser humano no puede siquiera soñar con ganarle.

¿Cuál ha sido la consecuencia de que las máquinas jueguen mejor que los seres humanos al ajedrez?

En la década de los ochenta, mientras a los aficionados nos atormentaba la idea de que la victoria de las máquinas supusiese el fin del juego, Anatoly Karpov, campeón mundial por entonces, dio una respuesta tan sencilla, natural y «soviética», que nos dejó estupefactos: «No veo nada de particular en esto, ya hay máquinas más veloces que las personas y no por ello dejan de celebrarse carreras».

Tenía razón: el hecho de que los ordenadores ganen a los humanos no ha hecho decrecer el interés por el juego y en este momento se vive un boom en la afición al ajedrez en el mundo. Los jugadores de ajedrez han pasado de competir contra las máquinas a usarlas como ayudantes y, aunque ningún humano sueña ya con derrotar a los mejores programas, las usan intensivamente para preparar sus enfrentamientos contra otros jugadores humanos.

Así pues, si el ajedrez es el canario que nos alerta del grisú, lo que nos dice de momento es que la existencia de inteligencias artificiales superiores a la humana, al menos en este campo, no solo no ha «destruido empleos» sino que los ha creado.

Claro que la singularidad de Alpha-Zero en ajedrez no sirve demasiado como término de comparación. Cuando hablamos de singularidad en sentido edtricto hablamos de un mundo donde, máquinas autorreplicantes dotadas de una inteligencia artificial superior a la humana conviertan a los seres humanos en organismos perfectamente prescindibles. Y sin embargo, personalmente, tampoco me preocupa demasiado ese horizonte mientras las máquinas no desarrollen un rasgo típicamente animal y humano (y por tanto artificialmente implementable o evolutivamente desarrollable por máquinas): la consciencia.

Temo más que a la inteligencia artificial la posible evolución incontrolada de las máquinas autorreplicantes. En cuanto un fenómeno de reproducción-mutación se pone en marcha la teoría de la evolución comienza a operar y, si los ciclos reproductivos son lo suficientemente intensos, las consecuencias evolutivas pueden ser impredecibles. Científicos hay que han abandonado sus estudios por el temor a la aparición de nanomáquinas autorreplicantes sin control replicativo y otros, como el tristemente famoso John Kaczynski (Unabomber), han desarrollado estrategias terroristas para frenar una singularidad que ven como inminente e inevitable.

Yo no tengo duda de que pronto veremos máquinas autorreplicantes dotadas de IA superior a la inteligencia humana; seguramente máquinas no universales sino diseñadas para tareas concretas, pero que no serán más que la antesala de una más lejana máquina universal. Pero, como dijo el muy soviético Karpov, no creo que ello deba preocuparnos demasiado mientras sepamos a lo que nos enfrentamos y a donde vamos como especie.

En el mundo que vivimos y en el mundo futuro que hemos de vivir estas máquinas las fabricarán las ficciones llamadas «personas jurídicas» (que son quienes acumulan el capital necesario) y las fabricarán con el único objetivo y límite que la propia naturaleza de estas ficciones jurídicas impone: el beneficio económico. Si no intervenimos como sociedad, el advenimiento de la singularidad vendrá determinado por las cuentas de resultados de unas pocas compañías y corporaciones, de forma que nuestro futuro, como especie, estará en manos de algoritmos diseñados para ganar dinero pero no para proveer de felicidad a los seres humanos.

Seguramente en 30 ó 40 años, como predicen personalidades de talla científica mundial, estemos en el umbral de la singularidad, aunque, para entonces, ya será tarde para controlar y orientar el sentido de la misma.

Hemos pues de tomar las riendas de nuestro futuro como especie; afortunadamente, a día de hoy, todos los partidos políticos y grupos sociales son conscientes de esto y tienen formadas opiniones filosófica y científicamente profundas, tal y como se está viendo en los debates políticos de esta campaña electoral.

Quizá la ironía sea la última frontera de la Inteligencia Artificial.

Váis a tener que mentirnos

Leo los discursos electorales de los partidos que se presentan a las elecciones, escucho a sus líderes, escudriño las reacciones de su militancia y no descubro en ninguno de ellos el más mínimo interés por la justicia.

En un país donde banqueros inicuos han mandado a la ruina a millones de ciudadanos honrados, donde políticos infames se pavonean de doctorados y másteres que jamás estudiaron, donde las administraciones han sido oficinas de recalificar terrenos en favor de los amigos, de vender negocios al tres per cent, de colocar familiares o buscarse jubilaciones; donde los partidos han sido oficinas de recaudación para regocijo de sus líderes, donde —para triunfar— es mejor tener amigos que méritos; en un país así, que está buscando justicia como el enfermo que agoniza busca una bocanada más de aire, quienes pretenden decidir nuestro futuro no incluyen en él la justicia.

Sabemos que los programas electorales son como ese whatsapp que el rufián manda a su amada jurando quererla siempre y permanecer siempre a su lado mientras, entre mensaje y mensaje, busca pareja eventual en Tinder. Sabemos que esos programas son una colección de mentiras que sólo se cumplirán si resulta conveniente para los intereses de esos cuantos que gobiernan los partidos. Pero sabemos también que, si ni siquiera te mencionan en ellos, ya no es que no les importes ni les importe engañarte, es que no existes para ellos.

Los abogados y abogadas son parte decisiva de un país donde la justicia importe, aunque sea poco. Los abogados y abogadas de oficio son parte decisiva de un país donde la justicia de los más desfavorecidos importe, aunque sea menos que poco. Por eso, cuando veo que los abogados de oficio llevan un año en la calle reclamando que se les paguen sus miserables retribuciones y veo también que en ningún discurso electoral, ni siquiera les mienten y les dicen que cobrarán a tiempo cantidades dignas, es entonces cuando sé que les importamos menos que nada. Que todos estos políticos, criados y educados en la escuela de los másteres y doctorados de paripé, en el seminario de las inagotables tarjetas black, en la academia del tres por ciento, en el liceo de las recalificaciones urbanísticas, en el colegio del soborno y en la universidad de la corrupción; a estos políticos no les interesan ni los abogados de oficio, ni la justicia de los desfavorecidos, ni la justicia a secas y en mayúscula porque sólo ella es capaz de acabar con tanta tropelía y en el fondo bastantes de entre ellos, de quienes les precedieron o de quienes precedieron a los que les precedieron, habrían de dar cuentas muy incómodas ante una administración de justicia capaz de pedírselas.

Pero yerran, un estado de disgusto y de decepción se extiende y es ya general, un consenso cada vez más firme se asienta sobre la convicción de su dudosa honestidad, una hartazón cada vez mayor alcanza al electorado y ese consenso general ya no puede deshacerse sin apelar a la justicia.

Mentiréis, volveréis a prometer lo que no pensáis cumplir, volveréis a empeñar la palabra que hace tiempo perdísteis en la casa de empeños; pero vais a tener que mentirnos y, para entonces, podéis tener la seguridad de que una red de abogados y abogadas os estará esperando para pasar cuentas a limpio.