A los ojos de los hombres el acto de administrar justicia es algo muy complejo pues exige, no sólo de unas leyes previas que incorporen unos determinados valores de justicia, sino también de la posibilidad de atribuir las acciones a enjuiciar a unas personas determinadas y establecer una clara relación causa-efecto entre estas acciones y las consecuencias de las mismas.
Del primero de los requisitos —la existencia de un ordenamiento jurídico previo que incorpore determinados valores de justicia— me ocuparé otro día, hoy quiero ocuparme de cómo, ciertas personas, especialmente las más poderosas, esquivan el cumplimiento de tal ordenamiento a través de la manipulación del segundo y el tercero de los requisitos a que hice referencia antes: la posibilidad de atribuir las acciones injustas a unas personas determinadas y establecer una clara relación causa-efecto entre estas acciones y las consecuencias de las mismas.
La facultad de atribuir a un indivíduo la comisión de una determinada acción está en la base de cualquier forma, no sólo humana, de cooperación.
A Darwin le fascinaba esta facultad. Para vengarse, por ejemplo, un indivíduo debe tener la capacidad de identificar al causante de su mal entre el resto de los indivíduos, debe tener la capacidad de recordar lo que ha hecho este indivíduo concreto y sólo si ambas precondiciones se dan, podrá el indivíduo agraviado considerar la posibilidad de vengarse. Esto es válido para cualquier especie animal pero, no cabe duda, en el caso de la especie humana esta facultad está especialmente desarrollada y esto fascinaba a Darwin.
Los seres humanos han tratado históricamente de anular la capacidad de vengarse de sus víctimas mediante el uso de disfraces que anulasen esta facultad e impidiesen a la víctima reconocer al autor de la injusticia y poner en marcha los mecanismos de venganza privada o pública de que pudiese disponer.
En el caso de los delincuentes de poca monta, la máscara, el pasamontañas o el antifaz, han sido las herramientas utilizadas tradicionalmente para tratar de evitar la venganza privada de sus víctimas o la pública del estado a través de la acción de la justicia. Tales herramientas se nos aparecen verdaderamente toscas si las comparamos con las sofisticadas máscaras que utilizan los delincuentes de cuello blanco: complejos entramados societarios donde las personalidades jurídicas de las diversas entidades se superponen como si de un complejo juego de muñecas rusas se tratase y donde la auténtica personalidad del autor no puede conocerse sino tras haber ido abriendo trabajosamente un sinnúmero de falsas personalidades, a menudo radicadas en países extranjeros donde la longa manus del estado apenas puede alcanzar o no puede alcanzar en absoluto, e incluso haber tenido que pasar por encima de una buena cantidad de testaferros.
La máscara (del árabe mas-hara y este de sahara —él burló— y este a su vez de sahír —burlador—) ha sido la impostura con la que los delincuentes han tratado tradicionalmente de ocultar sus acciones, pero, esa máscara —fácil de levantar para ver la real cara del delincuente— se ha vuelto virtualmente impenetrable en el caso de los delincuentes poderosos cuando se confecciona con cadenas de personas jurídicas cuyo origen suele estar en un paraíso fiscal donde un trust las provee legalmente de un testaferro virtualmente impenetrable.
La sensación de impotencia que al ser humano común le causa la impunidad que generan estas sociedades anónimas se pinta con maestría en la escena del desahucio de la película «Las Uvas de la Ira», cuando unos campesinos van a ser desahuciados de unas tierras:
—¿Y quién es la compañia Shawny Land?
—¡No es nadie! ¡Es una compañía!
—Pero tienen un presidente; tendrán alguien que sepa para qué sirve un rifle.
—Pero, hijo, ellos no tienen la culpa. El banco les dice lo que tienen que hacer.
—Muy bien, ¿dónde está el banco?
—En Tulsa, pero allí no vas a resolver nada; allí sólo está el apoderado. El pobre sólo trata de cumplir las órdenes de Nueva York.
—Entonces, ¿a quién matamos?
—La verdad, no lo sé. Si lo supiera te lo diría; yo no sé quién es el culpable…
Y si de esta forma evitan los poderosos responder por sus acciones, aún guardan un truco más en la manga para asegurarse la impunidad: la imposible o muy difícil concreción de las relaciones causa-efecto. Déjenme explicarme.
Si usted ve que una persona apuñala a otra para robarle y la mata, a usted no le cabe la menor duda de la relación causa-efecto entre el apuñalamiento y la muerte subsiguiente. Usted puede culpar de la muerte de la persona a quien le apuñala y esto es tan claro que no admite réplica.
No pasa igual con los poderosos y sus máscaras las sociedades anónimas. Cuando una sociedad, para enriquecerse, contamina el aire que respiramos con sustancias potencialmente nocivas, culpar a esta sociedad de las eventuales muertes que esta contaminación pueda producir no es algo obvio en absoluto, como no es obvio que empresas que se enriquecieron con el asbestos sean las culpables de las muertes que ahora se están produciendo por tal causa. Más aún: usted sabe que hay empresas que usan del trabajo infantil en formas equiparables a la esclavitud humana pero, aún así, muchas personas compran los productos así fabricados porque son baratos. ¿Quiénes son los culpables de esa forma de esclavitud? ¿Es usted cómplice de esa forma de explotación si compra los productos así fabricados? ¿O quizá prefiere no saberlo?
No, las acciones con que se enriquecen los poderosos, aun siendo en algunos casos delictivas, no tienen para nosotros ni para nuestra justicia la deseable claridad en la relación causa-efecto. Ya no le digo nada si a esta dificultad añadimos la brevedad de los plazos prescriptivos.
Así pues, cuando un poderoso realiza un acto delictivo no solemos ser capaces de establecer a tiempo la relación causa efecto (piense en el caso del asbestos) entre ese acto y el daño que causa; pero además, cuando seamos capaces de hacerlo, seremos incapaces de establecer con seguridad la real autoría de la acción enmedio de la maraña de compañías y sociedades interpuestas.
La complejidad del mundo actual hace que no seamos capaces de comprenderlo bien, nos incapacita para percibir la maldad de las acciones humanas en toda su crudeza y nos impide dar a cada uno lo suyo porque, simplemente, somos incapaces de distinguir quién es quién.
No se engañen, las grandes acciones delictivas, los grandes robos, los asaltos a países enteros, no los llevan a cabo personas con antifaz o pasamontañas sino corporaciones honorables a través de complejas operaciones financieras. Mientras, nosotros, los seres humanos de carne y hueso, nos seguimos espantando con el último asalto a un chalet que nos ofrece el telediario y exigimos mano dura, los robos y depredaciones verdaderamente importantes no salen en el telediario.
Hemos establecido unas policías y unas administraciones de justicia extremadamente eficaces contra la delincuencia analfabeta, tosca y rudimentaria de antifaz y navaja, pero estamos absolutamente indefensos frente a esas acciones depredatorias que se llevan a cabo en las oficinas con moqueta establecidas en rascacielos del centro de las capitales del mundo. De hecho, cuando estos robos y depredaciones se producen, ni siquiera las llamamos robos, las llamamos «crisis» y culpabilizamos de las mismas al «ciclo económico» o, incluso, en el colmo de la estupidez nos culpamos nosotros mismos («hemos vivido por encima de nuestras posibilidades»), fórmula que no es sino una forma renovada del infame «van provocando» culpabilizador de las víctimas.
A nuestra justicia del siglo XVIII le vienen grandes los delitos del siglo XXI y es obsesión de unos pocos poderosos tratar de que no nos demos cuenta de la situación y esta siga siendo así. Probablemente por esto, determinados grupos, prefieren una administración de justicia con pocos medios y una policía con muchos uniformados que defienda el orden público en que ellos medran y no una justicia capaz y una policía con más recursos en inteligencia que en fuerza.
Vivimos en un mundo complejo y muy difícil de entender, no es posible seguir manteniendo la ilusión de una justicia que hace mucho que dejó de estar a la altura de los tiempos. Y, si alguien le dice que sí lo está, obsérvele con cuidado porque, muy probablemente, está usted ante un cómplice de los poderosos que delinquen, aunque, eso sí, no sabemos si por dolo o por simple estupidez, que es lo más normal.
Darwin, créanme, lo fliparía con nosotros.