Han pasado algo más de once años desde el estallido de la burbuja hipotecaria en 2008 y el número de abogados y abogadas en España no ha crecido tanto como para justificar esta situación. Lo que sí ha variado son las condiciones en que esos mismos abogados y abogadas desarrollan su trabajo. Si antes de 2008 no parecían existir indicios de crisis en el sector en 2018 ya eran cuarenta mil los abogados que experimentaban problemas para atender sus obligaciones regulares de pago.
Con una abogacía con casi un tercio de sus efectivos a punto de ir a la lona conviene preguntarse qué ha pasado en estos once años y responder seguidamente a esta pregunta analizando, ceteris paribus, las circunstancias que han cambiado y no las que se han mantenido como, por ejemplo, las del número de abogados que, muy contraintuitivamente, se ha mantenido estable.
Si esto es así ¿A qué se debe la crisis de un sector que parece ahora más necesario que nunca con la práctica totalidad de la población española afectada por los abusos bancarios?
No podemos dar una respuesta categórica, faltan estudios serios al respecto, pero, a falta de ellos, podemos señalar una serie de circunstancias que, sin duda, han influido en la gestación de la crisis presente. Advirtamos, no obstante, que ninguna de ellas, por separado, explica la magnitud del desastre.
La primera circunstancia que podríamos señalar es la progresiva tendencia a la reducción del ámbito competencial de la abogacía. Ejemplo paradigmático de esta tendencia fue la despenalización masiva de los accidentes de tráfico y el establecimiento de un sistema extrajudicial de resolución de conflictos derivados de accidentes de tráfico.
La «desjudicialización», presentada sistemáticamente como «positiva» ante un público que no percibe a la administración de justicia como la máxima garante de sus derechos, sólo ha sido criticada desde la fiscalía resultando, por el contrario, llamativo el ominoso silencio de la abogacía institucional ante esta tropelía. Los juicios de faltas de tráfico —otrora fuente importante de trabajo para los juzgados de instrucción— desaparecieron en su modalidad de delito leve sin que ni consumidores ni la propia abogacía institucional movieran un dedo por impedirlo. Nadie, salvo las compañías de seguros, ha ganado con ello.
Esta tendencia a «desjudicializar» se ha repetido en otros sectores como el derecho de familia o el inmobiliario, encomendando a operadores distintos de los abogados funciones anteriormente propias de estos.
La segunda circunstancia a señalar junto con la tendencia «desjudicializadora» es la crónica aversión de nuestros gobernantes a invertir en justicia. Antes que incrementar en un solo euro los presupuestos en justicia nuestros gobernantes pasarán horas cantando las virtudes de los sistemas alternativos de resolución de conflictos y deplorando la a su juicio «excesiva judicialización» trazando de este modo una hoja de ruta que pretende reservar la administración de justicia a los casos «importantes» mientras que encomienda los casos «menos importantes» de los ciudadanos a un sistema low-cost de resolución de conflictos.
Una tercera tendencia que ha contribuido a la gestación de esta crisis ha sido la invasión del mercado de los servicios jurídicos por intermediarios captadores de clientela.
Esta captación de clientes, que luego eran descaradamente redirigidos hacia determinados despachos en condiciones favorables para el intermediario, apareció en nuestros país merced a las prácticas torcidas de determinadas compañías de seguros que, a través de la garantía de reclamación y defensa jurídica, desviaron una parte importante de la demanda hacia despachos con pactos de honorarios económicamente favorables para las compañías. Tales prácticas, no denunciadas nunca por la abogacía institucional y no perseguidas jamás por la CNMC, fueron soportadas por los muchos abogados y abogadas que, dependiendo de la demanda de servicios escasamente remunerados de las aseguradoras, cayeron en la precarización que ahora, con la desjudicialización, se convierte en crisis grave.
En esta invasión del mercado por los intermediarios de servicios jurídicos ha ayudado la existencia de una abogacía tradicionalmente opuesta a determinadas prácticas publicitarias, aún controladas por normas deontológicas que jamás se aplicaban al intermediario. En esa situación las inversiones en publicidad han generado bolsas cautivas cuando no engañadas de clientes.
Una cuarta circunstancia ha sido la cada vez mayor mercantilización de los servicios jurídicos, práctica amparada por la Comisión Nacional del Mercado de la Competencia que, desde una profunda incapacidad para comprender el mercado de los servicios jurídicos, ha castigado sistemáticamente a la profesión ante la incapacidad de la abogacía institucional para invertir la tendencia.
Una quinta circunstancia, last but not least, ha sido el deficiente e infradotado sistema de justicia gratuita existente en este país que empuja los precios a la baja aprovechándose de la tradicional vocación ética de la abogacía.
Complementarias de las anteriores circunstancias son toda una serie de situaciones que, al igual que las circunstancias anteriores, empujan al mercado de servicios jurídicos s una situación dual de grandes despachos para los poderosos económicamente y una abogacía low-cost correlativa a una justicia low-level para el resto de la ciudadanía. Así, por ejemplo, la imposibilidad para la conciliación laboral, profesional, personal y familiar de abogados y abogadas, favorece a aquellas empresas que hacen de la relación letrado-cliente algo impersonal y no basado en la imprescindible relación personal y de confianza. Los intentos de reducir el número de sedes judiciales —por ejemplo en el caso de los infames juzgados hipotecarios— no son más que maniobras en favor de los grandes despachos (a quienes favorece una planta reducida) y en contra de los administrados y sus letrados y letradas a quienes se impone un peaje en la sombra por acceder a la administración de justicia. Un sistemático posicionamiento de las más altas instancias de nuestra judicatura a favor de los usuarios intensivos de la administración de justicia apenas ha podido verse corregida por una gloriosa judicatura de trinchera, en primera instancia, que ha defendido los derechos de los ciudadanos y consumidores alzándose sistemáticamente a Europa y venciendo así, en muchos casos, la queratinosa resistencia de un Tribunal Supremo percibido por la ciudadanía como al servicio de los poderosos. Una demencial regulación del sistema de costas, disuasorio en la jurisdicción contenciosa, no ha ayudado tampoco a preservar los derechos de los ciudadanos y ha consolidado una inaceptable posición de ventaja de la administración como una de las principales usuarias intensivas de nuestra administración de justicia.
Todos estos factores —y alguno más que sin duda se me pasa por alto— han conducido a la abogacía a la crisis más grave de su historia. Ignorada por quienes no hicieron nada por evitarla, fomentada por quienes se ven beneficiados por ella, anhelada por quienes esperan lucrarse merced a tecnologías más diseñadas para el negocio que para la recta administración de justicia, esta crisis es una realidad visible para todos menos para quienes se benefician de ella.
Como puedes imaginar si tú, que eres el perjudicado o la perjudicada por ella no haces nada por salir de ella, no esperes que, quienes esperan beneficiarse de la misma lo hagan por ti.
Tenemos, pues, un duro trabajo que llevar a cabo juntos. Queda una semana para reunirnos en Córdoba y cambiar las cosas, aún quedan plazas.