El coronavirus: la coartada perfecta para una reforma judicial que favorezca a las élites y perjudique a los ciudadanos.

Un serio peligro amenaza a los derechos de la ciudadanía: la pandemia es la excusa perfecta para imponer una determinada reforma de la justicia largamente acariciada por determinados sectores de la economía y la política de este país. Sobre la congestión de asuntos que ya presentaba nuestra administración de justicia caerá ahora la ola de procedimientos que motivará el tsunami jurídico provocado por la crisis del COVID-19 y esto, hábilmente gestionado desde las instancias oportunas, puede ser la coartada perfecta para llevar adelante una reforma de la administración de justicia que beneficie a los menos y perjudique a los más.

El ministro ya lo ha dicho con claridad, quiere reformar la justicia aprovechando la crisis del coronavirus lo cual, así dicho, suena, como poco, a broma de mal gusto (¿cómo pretende llevar a cabo lo más quien se ha mostrado incapaz de afrontar lo menos?).

Pero no, no es una broma, a determinados sectores económicos y políticos de este país les interesa más reformar la justicia para adaptarla a sus necesidades que dotarla de los medios precisos para hacer frente a la crisis del coronavirus, de ahí el nauseabundo discurso ministerial de que, más que dinero, lo que hacen falta son reformas. Un ejemplo de su posición, expresado en la jerga política de rigor, lo podemos encontrar en la edición digital del Diario de Cádiz:

–¿Plantea el Gobierno más medios tecnológicos y refuerzo de plantillas como vienen demandando varios colectivos del ámbito judicial?

–Más que de posturas incrementalistas estamos hablando de una reordenación de todos los recursos disponibles orientada a una estrategia de transformación que debería de haberse producido hace años y que ahora se impone por la vía de los hechos.

El argumentario sesgado de quienes pretenden dejar a los ciudadanos sin justicia es tan conocido como parcial y se funda en las mismas falacias de siempre:

  1. Que los españoles son muy litigiosos y esto colapsa los juzgados.
  2. Que uno de los agentes que fomentan esta litigiosidad son los abogados.
  3. Que lo que hay que hacer es desjudicializar.

Las tres afirmaciones son falsas pero, como toda buena mentira, pueden pasar como ciertas ante el oyente desinformado o ante la opinión pública. Una buena fake new solo puede construirse sobre un andamio de verdades aparentes y estas afirmaciones que les refiero mezclan de tal forma la verdad con la falsedad más insidiosa, que se han revelado como deep fakes paradigmáticas.

Vayamos una por una.

Los españoles son litigiosos

Esta primera afirmación, repetida desde la época de Caamaño, amplificada hasta lo ofensivo por Gallardón y, desde su catastrófica ejecutoria, asumida como verdad sotto voce por Catalá y Juan Carlos Campo, viene a decirnos que si los juzgados en España están colapsados ello se debe principalmente a que los españoles acuden más al juzgado que la media de los habitantes de los países europeos.

Esta afirmación, esta deep fake, hay que reconocerlo, se ha cocinado con todos los ingredientes precisos para tener éxito.

En primer lugar la deep fake atribuye a los españoles una naturaleza maligna (somos litigiosos), naturaleza maligna que, tradicionalmente, ha sido asumida con facilidad por la población, en línea con la vieja tradición de la España Negra y de los más conspicuos poetas y literatos del siglo de oro. Esta naturaleza hobbesiana de los españoles ha sido siempre caldo de cultivo adecuado para los gobiernos autoritarios, espadones y dictadores que ha padecido España en los dos últimos siglos.

Esta deep fake también contiene una porción de verdad, pero la contiene del mismo modo que la copa de vino que se da a beber al invitado contiene el veneno preparado para acabar con él: la verdad, como el vino, no tiene otra finalidad que encubrir el tósigo oculto en la afirmación.

Es verdad que la población española, porcentualmente, ha de acudir a los tribunales más que la del resto de la mayoría de los países europeos y, hasta ahí, llega la verdad. Concluir de ese dato que el mismo se deriva de que los españoles son litigiosos es una falsedad que no sólo ofende a la inteligencia, sino que ofende a toda la población en su conjunto.

En un país donde, por ejemplo, los bancos se oponen por sistema a las demandas de los ciudadanos perdiendo los juicios en más del 90% de las ocasiones, no parece sensato decir que sean los ciudadanos los «litigiosos». Quienes, por ejemplo, en el sector de las cláusulas abusivas producen los litigios no son los ciudadanos sino los bancos que, conociendo sus obligaciones legales y jurisprudenciales, se niegan a cumplirlas, obligando así a los ciudadanos a demandarles para que cumplan por la fuerza las obligaciones que no cumplen voluntariamente. ¿Podemos decir que los ciudadanos españoles son los más litigiosos de Europa? ¿O deberíamos decir que la ciudadanía española sufre más abusos de los bancos que ninguna otra ciudadanía europea?

El ejemplo de los bancos explica muy bien el fenómeno de la alta litigiosidad española. Al calor de una justicia lenta e ineficiente el deudor puede dilatar el cumplimiento de sus obligaciones casi a su voluntad y ello estimula el incumplimiento premeditado de sus obligaciones por las personas jurídicas que pueden encontrar algún tipo de beneficio en ello.

Obsérvese, de paso, que la justicia española no es igual de lenta para todas las personas: mientras que el banco dispone de rápidos procedimientos ejecutivos de los que conocen todos los juzgados de instancia de España (1700) y que embargan incluso un 30% del principal en concepto de intereses y costas desde el primer momento, los ciudadanos sólo pueden demandar a los bancos por sus hipotecas en poco más de 50 juzgados en toda España y a través de un juicio ordinario donde las demoras de años son frecuentes y donde las costas se discuten cómo si el banco fuese un párvulo a punto de hacer la primera comunión y el consumidor una persona jurídica sin más alma que el beneficio económico.

Los seres humanos, en contra de lo que creen algunos supremacistas, son esencialmente iguales y ninguno suele amar el conflicto o el litigio significativamente más que otro. Que en España haya un porcentaje mayor de litigios que en otros países de Europa lo que significa, en primer lugar y antes que nada, es que somos un país donde las injusticias abundan más que en el resto. ¿Por qué? Me remito a lo arriba dicho: porque incumplir la ley no suele ser tan gravoso para el poderoso como para el humilde; porque a veces incumplir la ley es rentable y se hace así porque no hay leyes -o no se quiere que hayan leyes- que corrijan ese abuso; porque la justicia es lenta y ello fomenta las conductas morosas y es en ese círculo vicioso en el que se mueve este país: como la justicia es ineficaz esto fomenta los incumplimientos legales y estos a su vez fomentan la ineficacia del sistema. Este es un círculo vicioso del cual solo se sale de dos maneras: o proveyendo lo preciso para que exista una administración de justicia rápida y eficaz o proveyendo lo preciso para que un sinnúmero de injusticias queden sin corregir.

Tradicionalmente los gobiernos han optado por esta segunda vía (es la más barata y la que les proporciona más amigos) y no parece que el gobierno actual vaya a ser una excepción a la regla.

La deep fake de que les hablo omite sistemáticamente la también inferior tasa media de jueces por habitantes que sufre España en relación con el resto de los países europeos, la carencia crónica de medios materiales que ha sufrido siempre nuestra administración, las disparatadas reformas tecnológicas emprendidas sin más explicación que la conveniencia económica de algunos… En fin, les ahorro contarles cosas que de sobra saben ustedes: nuestros gobernantes, sistemáticamente, nos toman por algo mucho peor que tontos y repiten el ritornello de la litigiosidad de los españoles con una desvergüenza que debiera irritar hasta el estallido a los ofendidos, que no son sino el 99% de los españoles y españolas.

Los abogados son uno de los agentes causantes de la alta litigosidad

Si repugnante es la primera afirmación que hemos tratado, esta segunda debiera conducir a la abogacía y a la población española a condenar públicamente y sin paliativos a quien así piensa o se expresa.

La afirmación de que la cuota litis es una práctica que fomenta la litigiosidad ha sido tan repetida desde la periferia política española que ha sido recogida incluso por medios de comunicación extranjeros. Llama la atención que los que se quejen sean periódicos de países donde la cuota litis habitual es del 33% o de jurisdicciones donde existe un mercado secundario de las costas con aseguramiento de las mismas («no win no fee«) o incluso préstamos y fondos de inversión dedicados a financiar pleitos fundados sobre desiguales pactos de cuota litis. Las interesadas afirmaciones de tales medios son tan ridículas como si un periódico estadounidense afirmase que en España la población tiene un fácil acceso a las armas.

La cifra de abogados de un país no depende más que del número de procedimientos (de injusticias) que en dicho país precisen de remedio. Ningún abogado acude a un juzgado a demandar un imposible y las cifras así lo confirman: el número de demandas estimadas total o parcialmente es abrumadoramente mayor que el número de demandas desestimadas. En España, podemos decirlo con toda seguridad, quien reclama suele tener razón en todo o en parte y eso debiera hacernos reflexionar.

Afirmar que la abogacía es un agente catalizador de la litigosidad no sólo es una falsedad, creo que me atrevería a llamarlo insulto si no fuese porque es algo peor: acusar a la abogacía de fomentar la litigiosidad no es más que una premisa para tratar de acabar con ella, o al menos, con una parte de ella (la abogacía independiente) el sector menos cómodo para las élites políticas y económicas. Recuerden que, en un estado sin derechos, no hacen falta abogados, pero que, en un estado sin abogados, lo que primero perecen son los derechos. Si ven ustedes a alguien que afirma que sobran abogados, antes que ninguna otra cosa examine usted si lo que quiere quien tales cosas afirma es recortar los derechos de la ciudadanía.

Que lo que hay que hacer es desjudicializar

El tercer engaño habitual de los habituales de esta deep fake es que eso de la administración de justicia es una cosa antigua y que lo que hay que hacer es acudir a otros medios como la mediación o la concordia privada.

Tal afirmación es una ofensa tanto para la justicia como para los profesionales de la mediación.

La justicia es la forma más compleja y perfecta ideada por la humanidad para resolver sus conflictos (grábense eso a fuego) y puedo decirles con plena seguridad que, en general, quien desea apartar a la justicia de un determinado sector es porque piensa aprovecharse de eso para cometer en él tantas cuantas injusticias pueda.

Por ejemplo: si usted no paga la hipoteca porque no tiene dinero, observe que ninguno de los que piden desjudializar se ha acordado de usted: usted irá al juzgado a que le quiten su casa, a que le arrojen de ella y a que además no le cancelen la deuda sino que quede usted endeudado de por vida.

Claro que, si es el banco el que ha abusado de usted, le ha cobrado lo que no debe o incluso ha manipulado el euribor, entonces… entonces el coro de voces que piden desjudicializar se oye tan claro como el canto de las cigarras en agosto.

Cuando un altísimo porcentaje de las demandas de los ciudadanos se estiman íntegramente y con costas (es decir, que tenían toda la razón del mundo) ¿qué sentido tiene predicar la desjudicialización sino favorecer a los incumplidores profesionales?

Esta afirmación periférica de la deep fake que analizamos es no solo un insulto para la justicia sino también para las técnicas alternativas de resolución de conflictos que no merecen ser tratadas como meras coartadas para los inicuos planes de unos cuantos. Estas técnicas, seriamente desplegadas, pueden ser una eficaz ayuda para la administración de justicia pero, créanme, si no ha dinero para la justicia ¿creen ustedes que lo habrá para esto?

Epílogo

Desde 1998 una concepción elitista y antidemocrática de lo que debe de ser la administración de justicia pugna por abrirse paso y acabar con una forma de administrar justicia que se ha revelado particularmente molesta para los poderes económicos y políticos. Esa visión ha sido compartida, no siempre de mala fe, por multitud de operadores jurídicos pero, la sensata, firme y callada resistencia de los más así como sus pobrísimos resultados allá donde se ha pretendido implantar, ha impedido, hasta este momento, que su despliegue se llevase a cabo.

Esta crisis del coronavirus, por lo que se ve, parece haber sido detectada como terreno abonado por los defensores de esas tesis de que les he hablado y su voluntad de aprovechar la ocasión podemos percibirla directamente en las propuestas del CGPJ (concentración, especialización y otros mantras bajo los que en realidad se ocultan los planes para dejar la independencia judicial convertida en un trampantojo) y podemos leerla entre lineas también en los mensajes del ministro (no es cuestión de dinero sino de la forma de organizarse, hay que aprovechar la crisis para reformar la justicia…).

Los mensajes de este sector es verdad que hace mucho que son mirados con recelo por la comunidad jurídica nacional, así que no les extrañe ver a algún medio extranjero hacerse eco de esta odiosa antífona; así pues, estén atentos y que no les sorprenda.

Y sí recuérdenlo, un serio peligro amenaza a los derechos de la ciudadanía: la pandemia es la excusa perfecta para imponer una determinada reforma de la justicia largamente acariciada por las élites económicas y políticas de este país y, como creo que todos sabemos desde hace tiempo, eso no solo es malo para la ciudadanía sino para quienes defienden los derechos de ella: la abogacía independiente.

¿Razonar o racionalizar?

Los seres humanos tendemos a pensar que actuamos con racionalidad, que nuestros actos obedecen a un razonamiento previo que determina lo que queremos y cómo lo queremos, pero créanme si les digo que nos engañamos y que, en el 99,99% de las ocasiones, los seres humanos nos comportamos de forma instintiva.

No se alarmen, comportarse de forma instintiva no significa necesariamente comportarse de forma irracional; hace tiempo que la ciencia asume que nuestros instintos forman parte de nuestra racionalidad, pues no son sino programas cognitivos adaptados y funcionales, aptos para resolver problemas de supervivencia.

¿Quién podía tildar de irracional el tropismo de las plantas que buscan el sol con sus hojas o el agua con sus raíces? ¿Cómo podríamos considerar irracionales nuestros instintos de conservación o reproducción? Sin esos programas (a los que algún amigo mío informático no le costaría trabajo llamar «daemones» o «demonios») el ser humano tal y como hoy lo conocemos no existiría, simplemente se habría extinguido hace milenios.

Steven Pinker, en su libro de 2005 «La tabla rasa: La negación moderna de la naturaleza humana», nos ilustra muy vívidamente este aspecto racional de los instintos:

Muchas especies calculan el tiempo que dedican a buscar alimento en distintos lugares, de modo que puedan optimizar su tasa de aporte de calorías por energía gastada en la búsqueda. Algunas aves aprenden la trayectoria del sol sobre el horizonte durante el día y a lo largo del año, información necesaria para navegar guiándose por el sol. La lechuza común utiliza discrepancias de un orden inferior a las milésimas de segundo entre los tiempos de llegada de un ruido a sus dos oídos para precipitarse sobre un ratón que se mueve en la hojarasca en plena oscuridad. Las especies que esconden alimentos colocan los frutos secos y las semillas en escondrijos que son impredecibles para así desbaratar los planes de los saqueadores, pero transcurridos varios meses tienen que recordar la posición de cada uno de los lugares y el cascanueces de Clark es capaz de recordar diez mil escondrijos. Los casos de manual que se aducen para ilustrar el aprendizaje por asociación, incluso los pavlovianos y los de condicionamiento operante, no resultan ser una retención de estímulos y respuestas coincidentes en el cerebro, sino algoritmos complejos para análisis de series temporales multivariantes y no estacionarias (que predicen que los sucesos ocurrirán, basándose en el historial de sucesos acaecidos).

¿Una hormiga puede realmente calcular, hacer cálculos aritméticos? Desde luego, lisa y llanamente, no; pero tampoco lo hacemos nosotros cuando ejercemos nuestra facultad de navegar a estima, nuestro “sentido de la dirección”. Los cálculos de la navegación por integración de trayectoria se hacen de forma inconsciente, y su resultado asoma en nuestra conciencia -y, en el caso de que la tuviera, en la hormiga- como una sensación abstracta de que el lugar adonde vamos se halla en la dirección que seguimos, allí a lo lejos.

Créanme, conforme al estado actual de la ciencia, la racionalidad no puede identificarse exclusivamente con la experiencia consciente y, dado que la especie humana comparte con los demás animales ciertos caracteres de la arquitectura y del diseño del cerebro y sus procesos, entonces, si la evolución «ha hecho bien su trabajo», cualquier ser vivo bien adaptado al medio ha de ser un sistema eficiente que «toma decisiones» adecuadas para su supervivencia[1].

Tal y como intuyó Darwin y han demostrado los modernos estudios genéticos, todos los seres vivos de este planeta descendemos de un único antepasado común al que se ha dado en llamar «LUCA» (Last Universal Common Ancestor); pues bien, desde esa primigenia forma de vida hasta la actualidad, todos los seres vivos, necesariamente, han tenido que estar adaptados para sobrevivir y multiplicarse (replicarse) por lo que no es de extrañar que un estudio experimental pionero de Edward Thorndike[2] concluyese, desde una perspectiva de psicología comparada, que los animales están provistos de inteligencia, y que su comportamiento es semejante al de los humanos ante elecciones e incentivos en situaciones decisorias comparables.

Voy a ahorrarles la cita de ejemplos de inteligencia animal, son numerosos y probablemente ustedes conozcan muchos; lo que sí debiera quedar claro desde este momento es que los seres vivos se comportan según procesos racionales de gestión de la supervivencia, si bien, dado su menor desarrollo cerebral en relación al animal humano, no disponen de un pensamiento «racional» en la forma que lo entendemos los seres humanos y, hasta donde sabemos, carecen de lenguaje simbólico, pensamiento consciente, formulación de proposiciones lógicas, capacidad de cálculo e inferencia, y otras muchas características que solemos asociar con «lo racional».

Bien, sentado que los instintos no deben contraponerse a la racionalidad cabría preguntarse ¿cuántas de las acciones humanas pueden recibir el adjetivo de racionales?

Si quieren llevarse una sorpresa les diré que se ha averiguado que el cuerpo humano procesa unos 11 millones de bits por segundo de información aferente procesada a través de los sentidos externos y que, de toda esa cantidad de información, sólo unos ridículos 50 bits por segundo son procesados conscientemente[3]. Es decir, y permítaseme la broma, con esos datos en la mano el ser humano sólo sería «racional» un despreciable 0.0005% del tiempo de su existencia.

Ahora que ya sabe esto, puede, si lo desea, revisar sus creencias respecto a la racionalidad humana. Pasemos, ahora, pues, a ver cómo operan los instintos en nuestro aparentemente «racional» proceso de toma de decisiones, porque le va a sorprender, se lo aseguro.

Lo primero que le sorprenderá saber es que, ante un estímulo externo que previsiblemente exija de una decisión, el cerebro comienza a trabajar mucho antes de usted tenga conciencia de la existencia de ese estímulo.

Cuando creemos que sabemos algo (es parte de nuestra experiencia consciente), el cerebro ya cumplió su tarea. Sin embargo, la noticia “nos” parece nueva. Casi ajenos a nuestra percepción consciente, los sistemas instalados en el cerebro trabajan por sí solos, automáticamente, y concluyen su trabajo medio segundo antes de que la información procesada alcance nuestra conciencia. En realidad, no es sorprendente que la mayor parte de la actividad cerebral ocurra fuera de la conciencia; esta gran zona de actividad -donde se elaboran planes para hablar, escribir, jugar al tenis o levantar un plato de la mesa- funciona sin que siquiera sospechemos cómo lo hace. No planificamos ni articulamos estos actos: sólo observamos su rendimiento. Esta característica de la organización cerebro-mente vale en las percepciones más sencillas y en funciones más elevadas como la conducta espacial, las matemáticas e incluso el lenguaje. El cerebro disimula esta singularidad funcional creando la ilusión de que los sucesos están sucediendo en tiempo real y no antes del concurso de nuestra capacidad decisoria consciente. Muchos procesos que nos guían son actividades mentales, pero se asemejan a reflejos básicos en tanto que son adaptaciones preinstaladas, fabricadas por el cerebro cuando se enfrenta a un desafío (…) Aunque nuestro sentido de propósito y la centralidad de la voluntad aparezcan en primer plano, subyace en nosotros una maquinaria altamente especializada (…) Las técnicas de imágenes cerebrales nos permiten ver dónde y cómo actúa el cerebro antes de que surja una conducta: el cerebro decide antes. El yo consciente declara tomar una decisión que ya se ha procesado.[4]

Tal y como ejemplifica brillantemente Herranz Guillén en la tesis doctoral de la que he extraído la abrumadora mayoría de los datos que se contienen en este post (los errores, eso sí, son míos) el tálamo sensorial tarda alrededor de 500 milisegundos en captar estímulos somatosensoriales aferentes de alta frecuencia, como por ejemplo la picadura de un mosquito, para la producción de una experiencia sensorial consciente; el tiempo, sin embargo, se reduce a 150 milisegundos para que la información comience a ser procesada inconscientemente.

Como ven, bastante antes de que seamos conscientes del dolor de la picadura del mosquito, en nuestro cuerpo ya se han disparado muchos «daemones» que están procesando la información. ¿Por qué, entonces, tenemos la sensación de que el manotazo que damos es un acto consciente?

La realidad es que 350 milisegundos antes de que sintamos la picadura, permítasenos decirlo así, nuestro cuerpo ya está preparando el manotazo y es evidente que todos esos procesos ya están condicionando nuestra respuesta motora. ¿hasta donde nuestro manotazo es decisión racional y hasta dónde instintiva? La ciencia lo discute.

Y si eso es así, como lo es, en el caso de un manotazo ¿qué podremos decir de una acción más compleja?

Los instintos, en cuanto que manifestaciones de un tipo de inteligencia pre-racional, son parte indispensable del proceso de toma de decisiones racionales. Como ejemplificó Daniel Dennet, un robot ultrainteligente, con capacidades cognitivas extraordinarias, y con una base de datos enciclopédica para relacionarse con el mundo, carecería de motivaciones para actuar, y por lo tanto se vería atrapado en un bucle cognitivo similar al del famoso asno de Buridan. Seleccionar objetivos y alternativas de elección ante una determinada tesitura requiere una previa valoración relativa de todo ello, y esa valoración se lleva a cabo mediante las emociones. La diferencia existente, pues, entre animales humanos y no humanos no es una cuestión de racionalidad versus instinto, sino de que el género humano dispone de una cantidad muy superior y más variada de instintos (todos ellos racionales) que permiten concebir una cantidad extraordinariamente superior de valoraciones emocionales y alternativas de elección (Pinker 2004: 244-245).

Siendo el comportamiento causado por procesos funcionales autónomos del cerebro y no por decretos decisorios de un supuesto agente interno, ¿por qué los individuos neurológicamente sanos tienen la impresión de que dirigen voluntariamente sus actos y toman decisiones acerca de su comportamiento?

La respuesta, dicha en corto, es porque nuestro cerebro racionaliza las emociones y las acciones y hace que, finalmente, parezca que las unas y las otras están dotadas de una determinada intención o sentido. Veámoslo.

Como nos cuenta Herranz Guillén, en casos de pacientes con enfermedades neurológicas que han sido terapéuticamente hemiseccionados, la información presentada a través de los sentidos de la vista o del tacto por los canales aferentes de cada hemisferio produce comportamientos a los que el módulo intérprete provee de narrativas racionalizadoras diferentes. Así, cuando a uno de estos pacientes se le proporciona una información a través de los canales aferentes del hemisferio derecho, y esta información activa procesos emocionales y ejecutivos que desembocan en acciones y estados de ánimo, el módulo intérprete, que no ha participado de la información originaria, urde la hebra que vincula los sucesos. Valga un ejemplo: se proyecta únicamente al hemisferio derecho la orden “camina”. La respuesta del paciente es levantarse de la silla y disponerse a caminar. Si se le pregunta que adónde va, o por qué se ha levantado, las contestaciones suelen ser pintorescas, como por ejemplo: «voy a coger una Coca Cola a mi casa», «me duele la espalda de estar tanto tiempo sentado», etc. En todos estos casos, Gazzaniga justifica que «el sistema cognitivo del cerebro izquierdo necesita una teoría, e instantáneamente crea una
que, dada la información que tiene sobre esa tarea concreta, tenga sentido»

La discrepancia entre lo que se cree, lo que se dice y lo que se hace, es llamada «disonancia cognitiva» y, a lo que parece, nuestro cerebro es experto en resolverla racionalizando lo ocurrido más que razonando.

¿Y por qué les cuento yo todo esto? (se preguntarán ustedes).

Por dos razones: una largamente acariciada por mí desde hace muchos años y relativa a la forma en la que forman sus juicios morales, de equidad o justicia, los seres humanos; la otra, tristemente, este video que llegó a mi poder desde un grupo de whatsapp no hace muchos días y en que dos grupos de seres humanos se agreden señalizándose respectivamente con unas banderas.

[wpvideo hNfRRUN6]

La acción que se ve en las imágenes es absolutamente irrazonada e irrazonable y, sin embargo, de forma deliberada, dos grupos de seres humanos se buscan para agredirse.

Tengo la absoluta convicción de que ninguno de los integrantes de cualquiera de los grupos se avergonzará de lo que han llevado a cabo; todo lo contrario, lo racionalizarán y llegarán a la conclusión de que toda la culpa es del grupo contrario y de que el ejercicio de la violencia en ese caso estaba justificado. Todos sabemos que ninguno de los integrantes de esos grupos está ahí por un razonamiento digno de tal nombre, miles de instintos y procesos innatos empujan al conflicto a esos animales humanos que vemos en las imágenes: la sensación de pertenencia al grupo, la territorialidad, el altruismo hacia un marcador… El virus del COVID-19 no les ha alcanzado pero sí lo ha hecho el mucho más fatídico virus del odio.

Examínese usted. ¿está usted seguro de que evalúa las acciones del gobierno o la oposición separadamente de la identidad de quien las lleva a cabo? ¿valora usted negativa o positivamente casi de forma casi automática las acciones o iniciativas del partido que odia o al que se adhiere?

Mire, si usted coincide demasiadas veces con la opinión del partido del gobierno o de algún partido de la oposición, párese un momento y examínese porque, muy probablemente, usted no está pensando y, mucho antes de que sea consciente del problema sobre el que quiere reflexionar, sus innatismos ya habrán tomado una decisión por usted.

Los partidos saben (y los seres humanos saben también) que son las emociones las que determinan las acciones de las personas y, por eso, pasan la vida tratando de construir emociones que movilicen a la población. Ocurre, sin embargo, que ahora las cosas han cambiado y que, a la emoción partidista, se suma el catalizador de la crisis y, casi cualquier emoción, se va a ver potenciada en los próximos días, semanas y meses, y esto es una bomba cuya detonación puede tener consecuencias imprevisibles.

En esta sociedad —cuyo cerebro parece ahora más hemiseccionado que nunca— todos los partidos culpan al adversario, nadie asume la culpa propia, todos racionalizan las decisiones erróneas que tomaron pero ninguno razona lo más mínimo.

Los partidos son expertos en racionalizar (justificar) sus dislates y llegar en dicha tarea, si es preciso, hasta los más ridículos extremos y, la verdad, no es de extrañar, el ser humano, como ya hemos visto, más que un ser racional es un ser racionalizador. La situación pinta turbia, muy turbia y, si quieren que les venda —por lo que valga— un buen consejo, más vale que echemos mano en este momento de ese 0,0005% de racionalidad que hemos visto que teníamos los seres humanos y del que antes les hablaba; más vale que aprovechemos esos 50 bits de información que procesamos conscientemente en cada segundo de nuestras vidas, porque, si dejamos que la población y el país se gobiernen en exclusiva por las emociones que inyectan partidos políticos irresponsables, podemos estar viviendo las vísperas de una larga, larguísima, noche.

Quiero decir que podemos estar en la antesala de un drama social como hace tiempo no vivíamos. No sé si me explico.


[1]: DENNETT, Daniel (1971), “Intentional systems”, Journal of Philosophy, vol. LXVIII, no 4. pp. 87-106.
[2]: THORNDIKE, Edward L. (1911), Animal intelligence. Experimental studies, Macmillan, New York.
[3]: NØRRETRANDERS, Tor (1999), The user illusion. Cutting consciousness down to size, Penguin Books, New York.
[4]: GAZZANIGA, Michael S. (1999), El pasado de la mente, páginas 93-94 y 215.

Y no hay remedio

Bien, lo hemos conseguido, ya es inevitable: gracias a la administración de justicia nos iremos todos al carajo.

Yo no sé si el gobierno, el ministro o quienquiera que sea que esté al mando, se da cuenta de cuál es el problema que va a enfrentar nuestra administración de justicia, de verdad que no lo sé. No es que los concursos vayan a aumentar en un 300% o los procedimientos laborales se disparen un 200%; el problema es que tras esos procesos hay personas cuyo futuro depende de que se tramiten correctamente y con rapidez.

Si hacen ustedes memoria y recuerdan la crisis de 2009, con una bajada del -3,6% del PIB, se acordarán sin duda de las consecuencias de aquello; ahora, con una bajada prevista del PIB del -13% ¿Imaginan las consecuencias?

Recuerden cómo entonces la PAH defendió a los ocupantes de viviendas frente a comisiones judiciales que iban a lanzarles, recuerden que hubo un 15-M, recuerden que partidos como Podemos y Ciudadanos crecieron al calor de aquella crisis, recuerden las ayudas a la banca y el empeoramiento general del nivel de vida de los españoles… Eso fue con un -3,6%… Ahora con un -13% ¿Imaginan eso multiplicado por tres?

Pues bien, si la administración de justicia no es capaz de dar respuesta a las demandas de los ciudadanos, eso es lo que nos espera. O peor.

Peor porque, en esta crisis, las zonas más castigadas económicamente estarán más localizadas. Zonas turísticas como la Costa del Sol, Canarias, Baleares, la costa catalana (Salou, Cambrils, Sitges…) o ciudades enteramente turísticas como Benidorm se encontrarán con la mayoría de su población en paro y, si la administración de justicia no es capaz de dar una respuesta adecuada a sus demandas, el chispazo de la violencia puede saltar en cualquier momento.

Ya hay grupos de ultras en la calle y la desesperación es muy mala. Pasarán los meses, se agotarán los ahorros, la desesperación aumentará y lo que pueda ocurrir será imprevisible. Es verdad que vivimos en un país cuya población es maravillosa pero, en la medida de lo posible, convendría no poner eternamente a prueba su paciencia.

La administración de justicia es una pieza capital para amortiguar toda esta situación y está siendo sistemáticamente olvidada por el gobierno. Las medidas que se han tomado no tienen nada que ver con hacer frente al reto de la inmensidad de asuntos que le van a llegar y son solo unas medidas de reapertura escalonada, como si nada pasase, como si no hubiese un elefante dentro de la habitación.

Todos estamos ya contando cuánto tiempo queda para que los plazos se reanuden, preguntándonos por cómo haremos los juicios de forma segura, por las medidas de plástico y tramoya de los juzgados… Y, mientras el tsunami se aproxima, quienes gobiernan no hacen nada por paliarlo, de hecho hacen como si no existiera: ni una inversión, ni una medida de calado.

El ministro, como si viviésemos en la más absoluta normalidad, crea comisiones insensatas para hablar de la Ley del Derecho de Defensa, para modificar la Ley de Enjuiciamiento Criminal, para tratar de aquilatar el sexo de los ángeles… y, mientras, el horror de centenares de miles de familias deja ver su amenazadora silueta otoñal.

La administración de justicia no solo va a fallarle a los españoles sino que, su mal funcionamiento, será una de las causas de que su desgracia sea aún mayor; y la responsabilidad será enteramente de quienes la han dirigido, no solo en este gobierno, sino en todos los anteriores hasta que me alcanza la memoria. Va ser, al mismo tiempo, un drama y una vergüenza: un drama para los españoles y una vergüenza para quienes hemos dedicado nuestra vida a trabajar en esta administración.

Pero no se apuren señores del gobierno, no sufra señor ministro, ya verá como muy pocos se lo echan en cara; porque, la verdad, en España hace mucho que nadie espera nada de la justicia.

¡Qué triste es todo esto!

Contra Hobbes

Tiendo a creer que la gente común es mucho mejor de lo que se le supone o, al menos, que nunca ni en nada es peor que esa otra gente que la gobierna. Hay quien cree que soy un iluso por eso pero, al menos para mí, no es esa la cuestión.

Las visiones del ser humano como un ser egoísta o que busca principalmente su interés personal han sido siempre el fundamento teórico de los sistemas autoritarios: son necesarios estados y normas fuertes que controlen las tendencias innatamente egoístas del ser humano. Sin normas y sin estados, afirman, la convivencia y la cooperación serán imposibles y la sociedad se convertirá —profetizan— en la ley del más fuerte.

Nunca me gustaron tal tipo de visiones y siempre me pregunté si, quienes gobernaban o hacían las normas, se creían hechos de un material distinto del que ellos pensaban que estaban hechos los gobernados.

Lo llevo viviendo toda mi vida: el gobernante elegido —en muchas ocasiones un tonto con credenciales— cree que él puede decidir mejor que esa masa inconsciente a la que llama «la gente». Unas veces porque cree que él está más capacitado para decidir (como si los votos aumentasen el cociente intelectual) otras porque piensa que dispone de más información (información que, por supuesto, obtiene de su cargo, no de su capacidad y que no comparte porque esa posesión exclusiva de la información aumenta su poder y su ridícula sensación de “saber más”) y, otras más, porque piensa que él es el encargado de decidir, como si eso excluyese la participación de alguien en el proceso de toma de decisiones.

Gracias a esta forma de pensar una abigarrada cantidad de tontos con certificación ISO 9001 nos gobiernan desde la noche de los tiempos. Y lo peor es que no son tontos cualesquiera: son tontos que piensan ser más listos que los demás; lo cual es la peor especie de tontuna que puede padecerse, pues, a la estulticia propia de la tontera añade la semilla de la maldad.

Debates de partidarios, diálogos de sordos

Cuando las opiniones que escucho de una persona o grupo de personas coinciden regularmente con las de un partido o facción inmediatamente me pongo en guardia. No hay nada más insensato ni más humano, al mismo tiempo, que estar al lado de los tuyos con razón o sin ella y esa actitud es, a mi juicio, profundamente destructiva.

Normalmente, todos los individuos pertenecen a grupos de diferentes características: la familia, la escuela, la iglesia, la cuadrilla de amigos, un equipo deportivo, un partido político, una etnia, un pueblo o una nación. Cada uno de estos grupos modela los valores, la cultura y la forma de relacionarse de sus integrantes. Al tiempo que pertenecemos (o sentimos pertenecer) a un grupo, modelamos los rasgos que nos diferencian de los demás grupos, ya sean estos rasgos un argot o jerga, una forma de vestir, unas aficiones musicales unas creencias o unos símbolos.

Hay grupos que elegimos (el equipo de fútbol, el partido político…) y hay grupos que no elegimos (la familia) pero, en todos los casos, la inclusión en un grupo es determinante para entender el comportamiento de los seres humanos pues nada es tan valioso para las personas como esa sensación de sentirse parte un grupo. Desde la adolescencia, con sus grupos y pandillas, a la vida adulta, la sensación de pertenencia marca muchos de los comportamientos de los seres humanos.

Y no solo hay grupos de pertenencia que nos ayudan a definir lo que somos («soy del PSOE» o «soy de izquierdas», por ejemplo) sino que también hay grupos de referencia que ayudan a definir lo que no somos («yo no soy de Vox» o «soy antifascista», por poner otro ejemplo).

Los seres humanos buscan la aceptación del grupo y temen caminar solos y, por eso, con mucha frecuencia, a la hora de tomar decisiones miran antes a sus grupos de pertenencia y referencia que a los hechos, a los datos y a lo que les dicta su razón.

Tener criterio propio es el primer paso para una existencia poco cómoda. Quienes te escuchen o te lean, si decides caminar solo, buscarán inmediatamente tu grupo de pertenencia o referencia y creerán hallarlos cuando critiques las acciones de unos o ponderes las de otros. Hay personas que han renunciado de tal modo a creer que alguien pueda tener un criterio propio que necesitan imperiosamente adscribir a todo hablante a un grupo o grupos y da igual lo que se les razone: el hablante será o no será lo que ellos piensen, no lo que él diga.

Es inútil pelear contra eso, hay que acostumbrarse a vivir con ello si alguien quiere darse el lujo de tener criterio propio.

Lo más curioso es que son estas mismas personas quienes, para hacer protestas de objetividad, suelen iniciar sus intervenciones negando la pertenencia a todo grupo. Siempre que oigo a alguien iniciar una intervención con las palabras «Yo no soy racista…» inmediatamente tengo por cierto que, seguidamente, voy a escuchar algún disparate xenófobo; del mismo modo que el criptoderechista o criptoizquierdista suele quitarse la careta iniciando sus intervenciones con un revelador «Yo no soy de izquierdas ni de derechas pero…».

¿Y por qué les cuento yo esto?

Verán, llevo unos días triste por el espectáculo que está dando no sólo nuestro ministro de justicia sino también el conjunto de nuestros representantes políticos e instituciones.

Cuando la administración de justicia se enfrenta a una crisis nunca vista en la historia de España, el ministro de justicia ha dictado un decreto inane que no pone medio alguno para enfrentarla y, sin embargo, a pesar de ello, tal circunstancia en modo alguno se ha tratado en el debate parlamentario celebrado para su aprobación.

Los apoyos políticos, en España, casi nunca tienen nada que ver con el problema que se discute sino con esa pertenencia de que les hablaba a un grupo u otro y la referencia a esos de quienes nos diferenciamos y con quienes no queremos coincidencia alguna. El partido del gobierno apoya el decreto por ser del gobierno, otros lo rechazan por idéntica razón, algunos grupos lo apoyan a la espera de concesiones en otras materias y ninguno, finalmente, parece dispuesto a hacer nada en relación con el fondo de la cuestión.

Y así pasó el decreto el trámite, en medio del juego político habitual de los tuyos y los míos.

Decididamente, con este decreto, los españoles y españolas afectados por la crisis nos iremos al carajo y, lo curioso, es que nadie en el CGPJ o en el Congreso de los Diputados se sonrojará; al fin y al cabo nadie en España espera nada de la justicia.

Ni de los políticos.

Tranquilos, nadie sabrá que hemos sido nosotros

Creo haber dicho ya que, gracias a la administración de justicia, la economía —y quizá también la sociedad española— se irán al carajo.

El ministro de justicia, con su inane decreto, no sólo no ha puesto ningún remedio para frenar la marea de casos que amenazan con asolar nuestros juzgados, sino que, increíblemente, ha abierto la caja de los truenos a costa de declarar hábiles un cierto número de días de agosto.

Tal disposición, que probablemente sea inconstitucional, ha tenido el valor añadido de crispar y enfrentar a una ya bastante maltratada abogacía.

A pocos días de la aprobación del decreto el balance es impresionante: seguimos sin contar con medios con que afrontar el inevitable aumento de casos en lo social y en lo mercantil; seguimos sin tener ningún plan de contingencia para evitar el colapso económico de empresas y familias y por no planificar, ni siquiera se ha esbozado un plan para poder disponer de una IFEMA jurídica que auxilie, siquiera sea de modo temporal, a una administración de justicia colapsada.

Como le escribió al gobierno el Almirante Cervera al zarpar de Cartagena hacia Cuba en 1898:

«…no hay plan ni concierto, (…) esto es un desastre ya, y es de temer que lo sea pavoroso dentro de poco…»

Y lo fue.

Y sí, al igual que entonces, la situación de nuestra justicia es un desastre ya y es seguro que lo será pavoroso dentro de poco. Incluso lo poco que esta administración tenía (buenos hombres y mujeres capaces de dar lo mejor de sí mismos si se les daba una buena causa) ha sido horriblemente dilapidado por el ministro sembrando discordias.

A día de hoy no sólo no contamos con ningún medio más de los que contábamos antes de la pandemia sino que, además, la falta de un plan mínimamente creíble y el dictado de medidas tan solo destinadas al consumo de la galería, ha provocado un tan innecesario como encendido e inútil debate entre operadores jurídicos a cuenta de la habilidad o inhabilidad de diez días de agosto.

Resulta imposible hacerlo peor.

Debo confesar que hubo un momento que esperé que el ministro acertase, un momento en que confié en que pediría y obtendría fondos adecuados a la magnitud del reto; que tomaría medidas de calado para habilitar un 200% más de capacidad de proceso de nuestra administración en lo mercantil y en lo social… pero no; lamentablemente no ha tomado ni una medida seria y las que ha tomado, sin un plan general que les dé sentido, no sólo no sirven para nada positivo sino que sólo coadyuvan a crispar los ánimos de quienes trabajan para esta administración sin rumbo.

Sí, esto es un desastre ya y es de temer que dentro de poco lo sea pavoroso; pero no se preocupen. Aunque las trabajadoras y trabajadores españoles no puedan encontrar en los juzgados de lo social respuesta a sus demandas, aunque los juzgados de lo mercantil se conviertan en funerarias para enterrar empresas, aunque la economía española se vaya al maldito infierno por culpa de la administración de justicia, no se preocupen.

No se preocupen porque nadie ha confiado nunca en que la administración de justicia fuese a salvarles; porque la población española ha vivido ya muchos siglos con la certeza de que la administración de justicia nunca les sacará de ningún apuro; porque todos saben que la administración de justicia siempre ha estado colapsada, siempre ha estado infradotada, y ahora no va a ser distinto.

No se preocupen, nadie señalará a la administración de justicia como culpable de la pavorosa crisis económica que muchos españoles y españolas van a tener que soportar a cuerpo limpio, y no lo van a hacer porque, es muy triste decirlo, jamás esperaron nada de nosotros.

Sigamos, pues, discutiendo tranquilamente quien es el competente para montar los cañones, cuando acabemos la discusión quizá ya se haya rendido Manila.