No se trata de lo que dicen, se trata de lo que hacen

Mientras observo consternado la fotografía miro con repugnancia el rostro impasible de Derek Chauvin, la persona que asfixió a George Floyd mientras yacía esposado boca abajo en el suelo, y me pregunto qué habría pasado si el mundo no hubiese podido ver esta imagen. Aunque no nos tradujeran las palabras de los protagonistas de la escena su lenguaje corporal lo explicaría todo y es ese lenguaje corporal el que las imagenes captan para vergüenza del género humano. Un hombre está matando a otro hombre indefenso sin que aparezca en su cara siquiera un conato de mueca de compasión.

La captación de estas imágenes y su posterior difusión pusieron de manifiesto una realidad oficialmente negada, los ciudadanos que presenciaron los hechos llevaron ante los ojos de todo el mundo lo que sus cámaras habían captado y un grito universal de justicia y consternación recorrió el mundo.

Y, tras pensar en la tremenda fuerza de estas imágenes y el valioso servicio que han prestado a la sociedad, pienso en España.

Pienso en España porque recuerdo que en 2015 el gobierno aprobó una ley de seguridad ciudadana que provocó la protesta no sólo de los partidos de la oposición sino de un amplio sector de la sociedad e incluso de medios de comunicación y organizaciones internacionales.

Uno de los artículos más recordados de aquella ley era el que principiaba prohibiendo…

El uso no autorizado de imágenes o datos personales o profesionales de autoridades o miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que pueda poner en peligro la seguridad personal o familiar de los agentes, de las instalaciones protegidas o en riesgo el éxito de una operación, con respeto al derecho fundamental a la información.

Y me pregunto si, en España, la difusión de la imagen de Derek Chauvin asfixiando hasta la muerte a George Floyd sería legal o podría subsumirse en el precepto que les he citado.

Ciertamente no creo que Derek Chauvin diese su consentimiento a la difusión de su imagen al igual que creo que la difusión de su imagen puede muy bien considerarse peligrosa para su integridad (muchos ciudadanos del mundo se han indignado ante los hechos que recogen las imágenes).

Derecho a la información y prohibición, un dilema demasiado complejo para ser resuelto por un ciudadano que presencia un posible crimen.

El New York Times, un periódico conservador del país del cual es nacional Derek Chauvin y fue nacional George Floyd, opinaba respecto de la ley española lo que sigue:

«esta ley trae recuerdos de los peores días del régimen de Franco y no procede en una nación democrática».

En un artículo posterior, el NYT reflejó las opiniones al respecto tanto de Amnesty International como de Human Rights Watch, que consideraban que la ley suponía una «amenaza directa a los derechos de reunión pacífica y la libertad de expresión en España» citando expresamente al portavoz del principal sindicato de policías, quien también manifestó su preocupación respecto a algunos aspectos de la ley, entre otros, la falta del «necesario consenso político y social».

Esa ley sigue vigente en España y, a pesar de la feroz crítica de la entonces oposición, a día de hoy no parece que ya nadie la cuestione.

Y acordándome de esta ley (a la que quienes hoy gobiernan llamaron entonces «Ley Mordaza») me viene a la memoria también aquella otra ley que aprobó la mayoría que apoyaba al gobierno y que reducía los plazos de instrucción de las causas penales.

La entonces oposición tronó contra aquella abyecta ley y sus adjetivos aún pueden encontrarse en el diario de sesiones.

Y por acordarme me acuerdo de cuán beligerantes fueron los entonces miembros de la oposición contra la ley de tasas judiciales, aún hoy no derogada por completo, y así, sucesivamente, me van viniendo a la memoria todas aquellas leyes que, desde los bancos de la oposición, fueron acerbamente censuradas y que hoy, quienes ocupan el gobierno, parecen haber olvidado.

Permítanme que no ponga nombres a los partidos del gobierno y de la oposición en cada momento, simplemente no le veo sentido, sus nombres y programas no parecen importar —al menos en justicia— porque lo decisivo parece ser si son gobierno u oposición. Déjenme que les ponga un ejemplo.

El partido que gobernó antes de quienes ahora lo hacen, para acceder al gobierno, prometió en su programa electoral un cambio en la forma de elección de los vocales del CGPJ para adecuarlo a las recomendaciones europeas del CEPEJ y ventilar de este modo el politizado ambiente de nuestro máximo órgano del poder judicial. Fue llegar al gobierno y hacer justo lo contrario, ya usted ve.

Ahora, quienes en la oposición maldecían la limitación de los plazos de instrucción, o la ley mordaza, o la incompleta eliminación de las tasas judiciales, parece que ya han olvidado aquello que antes tan inaceptable lo parecía y están dispuestos a tragarlo ahora con total satisfacción.

Por supuesto ni antes se invertía en justicia ni se invierte ahora; la política de favorecer a bancos y entidades continúa aunque para ello haya de modificarse la planta judicial y el olvido de la administración de justicia y de los administrados se perpetúa.

En Justicia, al menos, los gobiernos no se suceden; si atendemos a sus acciones fundamentales un único partido parece gobernarnos desde hace lustros: el partido de la degradación y control de nuestra administración de justicia. Las caras cambian, las políticas permanecen, los discursos son distintos, los hechos son los mismos.

Y así, mientras los sucesivos gobiernos dictan leyes y más leyes, estos mismos gobiernos se cuidan muy mucho de dotar a la justicia de los medios y la independencia necesarias para que las leyes promulgadas puedan aplicarse en justicia y no como venga bien al siempre idéntico gobierno.

Por eso, cuando muchos juristas protestamos por este estado de cosas, desde las escolanías de los partidos se canta la palinodia de que ni con unos ni con otros estamos contentos.

Y no se dan cuenta de que en justicia, en el fondo, no existen ni los unos ni los otros, sólo una inmutable, absurda, suicida y abyecta única forma de hacer las cosas. Al menos en justicia.

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