Esto no se aguanta más

Llevo demasiado tiempo en esto como para no saber cómo funcionan las cosas. Tengo el rostro de demasiados compañeros y compañeras grabado en la retina como para poder olvidarlo. Recuerdo muchos rostros, sí, pero, sobre todo, recuerdo el de un amigo, llamémosle Juan Antonio, con quien me encontré caminando un día por la Calle del Carmen camino de su despacho con la muerte ya pintada en la cara.

—¿Qué hay Juan Antonio? ¿Dónde vas?
—Al despacho un ratico, hay unos plazos que tengo que sacar…

Porque, en España, abogados y abogadas van a la fosa con los deberes hechos, mueren cumpliendo plazos y sin que ningún parlamento, juez, ni letrado de la administración de justicia, ni funcionario, ni ministro, ni el mismísimo Sursum Corda, les perdonen ni un sólo día hábil. Si está enfermo que trabaje, que se muera o que se aparte y deje a otro. Esas son las cartas que nos dan y con las que quieren que juguemos.

Si esa es la baraja va llegando el tiempo de romperla. Nuestra administración de justicia puede dilatar los procesos años por incuria, por dejadez, por falta de medios o por la inercia natural de los cuerpos inertes, pero si una letrada ha de dar a luz o un letrado ha de recibir quimioterapia o la extremaunción, más vale que vaya perdiendo su cliente y firmando venias mientras le dan el viático o le hacen la cesárea; los plazos en España, para la abogacía y la procura, no se detienen nunca.

Miren, si en un país la administración le pierde el respeto a la vida y a la muerte y no siente la menor empatía por quienes traen al mundo una vida o entregan la suya a la tierra, entonces es que no le tienen respeto a nada y, por lo mismo, nadie les tendrá respeto alguno.

Se ha puesto de moda considerar a abogados y abogadas cosas fungibles, cromos intercambiables, piezas indistinguibles y tal percepción, tan errónea como inicua, lleva a algunos operadores a dictar resoluciones que, ajustadas a derecho o no, repugnan al sentido común.

Llevo demasiado tiempo en esto como para no saber lo que ocurre y no tener que tocar de oído sino en primera persona. Conozco demasiado bien el problema de que hablo y me arden las vísceras que aún me quedan cada vez que a una letrada se le niegan unos pocos días para traer una vida al mundo o a un letrado unos pocos días para morirse en paz y sin plazos.

Tiene cojones que, cuando la vida nos emplaza, una administración ande todavía quitándonos vida.

La actual regulación de la conciliación familiar y profesional de la abogacía y la procura no se aguanta ni un segundo más si es que queda un átomo de vergüenza entre quienes nos gobiernan. En el Congreso de la Abogacía Independiente del año pasado se aprobó una propuesta de proposición de ley que recibieron la mayoría de los grupos parlamentarios (incluido el actual ministro personalmente) y con la que todos dijeron estar de acuerdo.

Ha pasado un año y seguimos esperando. Esto ya no se aguanta más.

Miedo

Somos seres frágiles, la vida es un vidrio que se rompe en cualquier momento y no es fácil vivir con la preocupación constante de perderla. En estos tiempos de enfermedad el miedo crece y es difícil a veces conllevarlo, así que he pensado que, quizá, lo mejor sería tratar de observar lo que hacen para vencerlo unas personas que se enfrentan regularmente a él: los toreros.

De entre ellos, quizá, fue Juan Belmonte quien más y mejor nos habló del miedo a través de la pluma de Manuel Chaves Nogales.

«El día que se torea crece más la barba. Es el miedo. Sencillamente, el miedo. Durante las horas anteriores a la corrida se pasa tanto miedo, que todo el organismo está conmovido por una vibración intensísima, capaz de activar las funciones fisiológicas, hasta el punto de provocar esta anomalía que no sé si los médicos aceptarán, pero que todos los toreros han podido comprobar de manera terminante: los días de toros la barba crece más aprisa».

Y no, no se trata del miedo al público ni al fracaso, ni a ninguna de esas ridículas historias que se inventan los toreros para no tener que confesar la verdad; es, como decía el inolvidable Juncal, «miedo al de las patas negras, al que te levanta los pies del suelo».

Juan Belmonte, para sobreponerse, utilizaba una estrategia que quizá les resulte curiosa pero que les sugiero no tomen a broma demasiado rápidamente. Juan Belmonte hablaba con el miedo.

—¿Ya estás aquí otra vez? Mira, van a venir unos señores y no está bien que te vean por aquí, así que fuera, lárgate un rato…

Chaves Nogales lo cuenta así:

«Acurrucado todavía entre las sábanas, con el embozo subido hasta las cejas, el torero empieza su dramático diálogo con el miedo. Yo, al menos, entablo una vivísima polémica. No sé lo que harán los demás toreros. Al miedo yo le venzo o, al menos, le contengo a fuerza de dialéctica. Es un diálogo incoherente, como el de un loco con un ser sobrenatural».

Puede parecerles una locura pero es bueno llamar a las cosas por su nombre, sobre todo cuando llegan esas horas en que se acaban los engaños y hay que torear a cuerpo limpio. Puede ser un examen importante, una operación o la angustiosa espera de una noticia vital por un ser querido.

—Eso que tienes, Pepe —me digo a veces— se llama miedo. ¿Y qué ibas a tener? ¿Ibas a estar dando saltos de alegría? ¿qué otra cosa puedes sentir sino miedo? Si sintieses otra cosa estarías loco…

—Bueno, mira, chaval, hace tiempo que nos conocemos y sé quien eres; ya sé que eres habitual en estos casos pero apártate un momentito y deja de molestar.

Yo no sabía que Juan Belmonte se entendía así con el miedo pero hoy, releyendo a Chaves Nogales, he vuelto a recordarlo.

Juan Belmonte fue un hombre atípico con una vida llena de momentos singulares y se cuenta de él, entre otras cosas, que anunció que se iría de este mundo el día que no pudiera subirse a un caballo.

A punto de cumplir 70 años y tras de que algunos testigos cuenten que hubo de pedir ayuda para subir a su caballo, Juan Belmonte se suicidó de un disparo en su cortijo de Gómez Cardeña —entre Sevilla y Jerez— el 8 de abril de 1962. A pesar de ser un suicida, se le permitió ser enterrado en el Cementerio de San Fernando de Sevilla.

El «Pasmo de Triana» pasaba por ser el torero más valiente pero, gracias a Chaves Nogales, sabemos que tenía miedo… y mucho.

Pero le hablaba.

Benvinguts! Passeu, passeu…

Cuando Manuel Benítez «El Cordobés» ganó su primer dinero como matador de toros en los años 60 lo primero que hizo fue comprarse un jamón y no precisamente para comérselo. Para Manuel Benítez aquel jamón era algo más que una pata de gorrino, era un salvoconducto; de forma que, cuando llegaba a un hotel, colgaba el jamón en la ventana y su sola presencia le aseguraba que nunca más volvería a pasar hambre. La de Manuel Benítez es como la historia de Scarlett O’Hara en «Lo que el viento se llevó» («Juro que nunca más volveré a pasar hambre») pero a la española.

Los comics de mi infancia estaban dibujados en Barcelona y su universo post-autárquico resulta alucinante visto con la perspectiva de los años.

Creo que el recuerdo de Carpanta aún está vivo en muchos. Carpanta era un pobre para quien la felicidad tenía forma de bocadillo de jamón; el hombre pasaba mucha hambre y todas sus historietas eran una persecución eterna de algo con lo que manducar. No sé cómo la censura permitía aquello porque el pobre Carpanta, además de su cierta dosis de gracia, tenía un no pequeño componente de denuncia.

Otro ejemplo de la España de aquellos años era Doña Lío Portapartes, una casera que mantenía realquilados en su casa; realquilados a los que mantenía a estrictísima dieta de garbanzos. Doña Lío era una «patrona» (se les llamaba así) que proveía de techo y alimento a hombres que le pagaban por ello una cantidad fija. Ni que decir tiene que las «patronas» no eran proclives a gastar dinero en gollerías y algunas, como Doña Lío, a fin de mejorar sus ingresos, sometían a sus realquilados a una monótona dieta de legumbres tan baratas como alimenticias.

Para Carpanta o para aquellos realquilados de mis comics un pollo asado (pollo a L’ast, le llamaban ellos, supongo que por influencia barcelonesa) era la imagen de la felicidad: era el menú del cielo en día de fiesta.

Hoy, que no tenía tiempo para cocinar, me he comprado en un asador un cuarto de uno de esos pollos «a l’ast» por el que me han cobrado tres euros.

Cuando he llegado a casa y he sacado cuentas de que, por tres euros, hoy iba yo a comer como siempre soñaron comer Carpanta o los realquilados de Doña Lío, me he quedado pensativo. Es curioso que la felicidad de los héroes de mis comics de los 60 se compre a 3 euros cincuenta años después.

Benvinguts! Passeu, passeu…

Hay que escribir

Hay que escribir. Del mismo modo que hay que andar, comer o domir, hay que escribir. Aunque cueste; aunque duela. Los seres humanos no somos sino el recuerdo que guardamos de nosotros mismos, del niño, del adolescente o del joven que fuimos y ya nunca más volveremos a ser. Somos lo que pensamos que somos.

A veces me pregunto «¿quién eres?» y me respondo: «soy Pepe»; y me lo respondo porque me acuerdo, porque me sé la respuesta y por eso me inquieta pensar en que quizá un día, como tantos otros, pudiera no recordarla. Por eso escribo cosas, no para que me leas, sino para leerme yo, para sentirme vivo al escribir y para sentirme vivo al leerme; para recordar quién soy si algún día dudo.

Por eso, si quieres sentirte, escucharte y conocerte, hazme caso y escribe. Hay que escribir. Del mismo modo que hay que andar, comer o dormir.

Gambito de Damas

La serie «Gambito de Dama» ha puesto de moda el ajedrez y el papel de las mujeres en este juego. Mucha tela que cortar para una sola serie y para un solo post.

La abrumadora presencia masculina y la casi inexistente femenina en los torneos de ajedrez de los siglos XIX y XX alimentó teorías pseudocientíficas sobre la teórica superioridad masculina en este juego. Particularmente delirantes resultaron las teorías psicoanalíticas de corte freudiano que sostenían que, como el rey de ajedrez era, al propio tiempo, símbolo del padre y del propio falo, solo los hombres jugaban bien al ajedrez dado su innato deseo de «matar al padre» derivado del Complejo de Edipo. Personas bastante normalitas como el Campeón del Mundo Wilhem Steinitz, debido a su tendencia a jugar con su rey en posiciones expuestas, acabó recibiendo la poco gratificante etiqueta de «exhibicionista».

La consecuencia de todo esto fue algo que aún perdura y que a mí, personalmente, me irrita: la existencia de torneos femeninos de ajedrez.

Una de las jugadoras en que se inspira Gambito de Dama es la prodigiosa Judith Polgar, la jugadora con mayor rating de la historia. Judith fue una niña prodigio que, junto con sus hermananas Zsusza y Sofía recibieron una educación especial —no fueron al colegio— por parte de su padre el profesor Laszlo Polgar, que hubo de conseguir para ello una autorización del régimen comunista que entonces gobernaba su país. Las tres hermanas son, entre otras cosas, fortísimas jugadoras de ajedrez, dedicándose Judith profesionalmente a él hasta hace poco tiempo en que anunció su retirada. Judith jamás aceptó jugar torneos femeninos y, en un ambiente hipermasculino, rompió con la exclusividad de los hombres. Si no has visto ninguna partida de ella hazlo: espectacular y agresiva sus partidas son siempre dignas de ser reproducidas y muchos campeones mundiales cayeron en las garras de la genial Judith. Su vida no es una serie, es pura realidad.

Quizá la situación de la mujer en el ajedrez y en el mundo la ilustra perfectamente el campeonato del mundo que se celebró en Irán en 2017 donde se condicionó la participación de las jugadoras a tener que llevar el hiyab.

No jugar este campeonato puede arruinar la carrera de una profesional pero actitudes como la de la Campeona de los USA Nazí Paikidze o de la Campeona y Subcampeona del Mundo (y firme candidata al triunfo ese año) la ucrania Mariya Muzychuk (ambas abajo en las fotografías 2 y 3), que se negaron a jugar, devuelven la fe en el género humano.