Tras la invención de la imprenta, como después de cualquier invención, del automóvil a internet, los estados se lanzaron a regular jurídicamente el invento y, obviamente, no para proteger los derechos de los consumidores sino para garantizarse que los libros no dirían cosas que no debieran decir y para que no cualquiera pudiese imprimir libros, sino sólo aquellas personas que contasen con las pertinentes autorizaciones.
Ocurrió que esas personas autorizadas a imprimir (los editores de libros) acabaron ostentando casi un monopolio en la venta de libros y resultaba evidente que aquello era un abuso de forma que, para proteger a los autores de los abusos de los editores, algunas mentes comenzaron a pensar que habría que regular eso de la propiedad de los libros.
Pero el asunto no era fácil, el derecho que conocían los juristas de entonces (y los actuales) era un derecho muy bien estructurado para regular el intercambio de mercancías y las prestaciones de servicios pero ocurría que estas herramientas, estas categorías jurídicas, no servían con las creaciones intelectuales (información) como muy pronto señaló la Universidad de Salamanca con un famoso aforismo latino que traducido al castellano actual dice: «No seáis borricos, con las creaciones intelectuales no puede comerciarse como si fuesen juegos de suma cero».
Y tenían razón, los jodidos dominicos sabían lo que decían, lo que pasa es que, a veces, tener razón no es suficiente si los borricos no lo entienden.
Los juristas, desde Justiniano éramos magníficos entendiendo una compraventa de fincas o de semovientes, no teníamos problemas con préstamos ni con intereses e incluso con el pignus comenzamos a allanar el camino de la crisis hipotecaria de 2008. En suma, el derecho romano parecía perfecto y no había nada que mejorar. Da mihi factum et dabo tibi ius y no me des la brasa que te meto.
Pero se equivocaban.
Como cualquier chaval que conozca lo que significan las iniciales GNU podrá explicarle, en los juegos de suma cero si yo tengo la cosa tú no la tienes. Por ejemplo, si yo tengo la finca tú no la tienes y si la quieres pues tendrás que aflojar unos cuantos bitcoins, dólares o leuros para yo te la dé. Lo mismo pasa con un bote de coca-cola: si el bote está dentro de la máquina la máquina lo tiene, no yo, y si hay suerte metiéndole un euro me lo entregará. Si yo le doy el bote a mi novia ella lo tendrá y no yo y si me lo devuelve yo lo tendré y ella no. Un juego de suma cero es, en resumen, lo que les acabo de contar: o lo tengo yo o lo tienes tú, pero los dos no (salvo que lo partamos por la mitad). Es como un partido de tenis: o tú ganas el set o lo gano yo, pero no podemos ganarlo los dos. Punto y final.
Los intercambios de bienes y servicios funcionan así, tú me vendes el trigo yo te pago la pasta, tú me haces una escultura yo te pago la tela marinera y todos tan contentos. El derecho, en este punto, era perfecto.
Lo malo es que los curas de Salamanca tenían razón: la cultura, la información, no son juegos de suma cero.
No, no lo son.
Si un profesor se sube a la tarima y enseña a sus alumnos el Teorema de Pitágoras todos sus alumnos tendrán el Teorema de Pitágoras… Y el profesor también. Aquí no sirve eso de «lo tienes tú o lo tengo yo», no, aquí todos lo tenemos y nadie nunca se queda sin nada, aquí todos ganamos el set.
Si usted escucha recitar un poema y lo memoriza quien recitó el poema no se queda sin él y usted y todos los que como usted lo hayan memorizado, tendrán un poema más que recitar a su santa.
Las ideas, la cultura, NO son juegos de suma cero y para ellos el derecho estaba desarmado. No tenía ni idea de cómo podían regularse estos fenómenos. Desde luego los romanos jamás se plantearon eso y ni Julio César, ni Virgilio, ni Horacio ni nadie se planteó jamás exigir un canon por recitar o copiar sus obras, y ya se sabe que, cuando los romanos no se han ocupado antes de algo, a los juristas se les hace bola.
Por eso, cuando la Reina Ana de Inglaterra se planteó acabar con el monopolio de los editores, todos los juristas se temieron lo peor: ya que las ideas, la cultura y la información no eran juegos de suma cero y los juristas de la reina no sabían cómo barajar aquella cuestión, decidieron que lo mejor sería convertir las ideas, la cultura y la información en una de esas cosas que ellos si conocían. Es sabido que a quién sólo sabe manejar el martillo todos los problemas le parecen clavos y, en este caso, a quienes sólo saben regular juegos de suma cero… Pues todo debe convertirse en juegos de suma cero, así que inventaron el antecedente del copyright.
Si yo compongo y canto una canción usted no puede cantarla, así, donde nunca hubo escasez, ellos la inventaron y de esta forma ya pudieron vender y aplicar todos sus conceptos jurídicos del siglo VI a una nueva realidad.
Que en Salamanca les llamasen burros no les detuvo, ellos eran juristas, da mihi factum et dabo tibi ius y, este que te digo, es el ius que hay; y son Lentejas de Belén: si quieres las tomas y si no también.
Teddy Bautista, Ramoncín y todos los que se quedaron con el control de la SGAE adoran a la Reina Ana e incluso hoy he leído una loa a la citada reina de parte de CEDRO, una de estas sociedades que se lucran con eso que llaman propiedad intelectual. Que la Salamanca del siglo XVII les llame burros les trae sin cuidado, que una parte importante de la humanidad les considere unos parásitos también. Ande yo caliente y que pague el canon digital la gente.
Ayer compré un disco duro para hacer una copia de seguridad de mis archivos y volvió a quemarme la sangre ver cómo su precio subía por la aplicación del «canon digital», ese robo legalizado a que nos someten a todos bajo la presunción iuris et de iure de que si yo compro un soporte de información es para descargarme sus cancioncitas o sus videos y no para guardar mis expedientes.
Me llevan los demonios. No soporto a estos caraduras que además se dan el lujo de dar clases de moralidad y de llamarnos piratas cuando les sale del naipe.
Cuando Miguel Ángel esculpía o pintaba no pensaba en vivir del momio de los «derechos de autor» toda su vida. Él pintaba su obra y procuraba que fuese buena porque, quien desease encargar otro Moisés u otra Pietá, sabría sin duda alguna quién era el mejor y él le cobraría con arreglo a ello. Por eso, cuando Bach componía, no pensaba en vivir de cobrar a cada maestros de órgano que interpretase sus obras, sino que esperaba el dinero de un mecenas o un comprador que apreciase su obra. Si alguien quería una Misa en Re Menor, un Te Deum o una cantata… Pues ya sabía quien era el bueno en eso. Incluso ejemplos de financiación cruzada de la obra literaria puede uno poner de ejemplo en plena época de la República Romana pero… Pero ¿qué se podía pedir a juristas que no distinguían un juego de suma no cero de una vara de avellano?
Los juristas estamos en deuda con la sociedad y nuestro empeño de regular con estructuras jurídicas del siglo VI fenómenos que entonces ni existieron ni pudieron imaginarse es un empeño estirilizador y que no provoca más que retraso y falta de desarrollo. Claro que esa deuda es ínfima si la comparamos con la regulación que nos deparan toda esa caterva de políticos y gobernantes ayunos no ya de los rudimentos de la información sino ajenos por completo a la cultura misma.
Yo sé que muchos de ustedes se molestarán por esto que digo, pero créanme, si no saben qué es la información todas sus ideas y apriorismos serán errados y lo peor es que ustedes tendrán la convicción absoluta de estar en lo cierto.
Dense la oportunidad de dudar y de conocer nuevos mundos. Disfrutarán.