Hay momentos cruciales en la historia cuyos efectos se dejan sentir durante milenios y uno de ellos es, con toda seguridad, ese lapso de diez años en que Alejandro Magno conquistó un imperio mundial que abarcaba desde los balcanes en Europa hasta la ribera del Ganges en la India. Las dos grandes regiones que habían forjado los cimientos de la civilización hasta ese momento, Egipto y Mesopotamia, quedaron bajo dominio griego, como también quedó bajo dominio griego una región vital para lo que ha sido después la cultura del mundo occidental: Canaán y, singularmente, las regiones que hoy ocupa el estado de Israel y por entonces poblaban los restos que habían quedado de las tribus de Israel tras los sucesivos exilios (Judá, Benjamín…), Samaría, Galilea, Perea, Idumea… En fin, toda esa geografía que aparece en unos textos decisivos para civilización occidental: los que componen la Biblia Hebrea o Antiguo Testamento.
Las conquistas de Alejandro Magno fletaron un concepto que hoy nos resulta muy familiar asociado a los fenomenos religiosos: la «ecumene».
Verdaderamente Alejandro Magno fue el creador de la aldeal global, algo que nosotros llamamos ahora el «mundo helenístico».
Tras esos diez años de fulgurantes conquistas de Alejandro Magno que les he mencionado el mundo cambió por completo. De un mundo donde las gentes se identificaban en virtud de una etnia y un territorio se pasó a un mundo donde las personas se identificaban en virtud de una cultura. Si usted hablaba griego koiné podía viajar desde Atenas a Etiopía o desde Jerusalén a Bactriana sin demasiada necesidad de usar otra lengua. Podía usted además reconocer en las ciudades por donde pasase el modelo de ciudad estado griega y podría ver cómo en sus teatros se representaban obras griegas con igual o superior magnificencia.
La helenificación de los pueblos que cayeron primero bajo el dominio de Alejadro y posteriormente bajo el de sus generales Seleuco y Ptolomeo fue tan importante que, por ejemplo, para la época del nacimiento de Cristo, nuestro Antiguo Testamento (la Biblia Hebrea) hacía dos siglos que había sido traducida al griego koiné por orden de Ptolomeo II, pues los propios judíos habían dejado mayoritariamente de hablar hebreo durante el exilio en Babilonia de donde volvieron hablando arameo y, tras la conquista de Alejandro Magno, griego koiné.
Hablar hebrero o arameo llego a ser en cierto momento algo excepcional incluso para los propios judíos y, tal y como puede leerse en los «Hechos de los Apóstoles», el hecho de que Pablo pudiese hablar en arameo a la multitud resultó a muchos sorprendente.
Ese traducción del Antiguo Testamento al griego, iniciada dos siglos antes del nacimiento de Cristo por orden de un faraón griego de nombre griego (Ptolomeo II Filadelfo) y llevada a cabo en una ciudad significativamente llamada Alejandría, es una buena ilustración de cómo la cultura griega había invadido todo el oriente dando lugar a eso que llamamos el mundo helenístico y que sería el ecosistema en el que nacería y desarrollaría esa religión sobre la que se construyó lo que hoy se conoce como la «civlización occidental».
Sin embargo, ese mundo donde las gentes se identificaban por factores biológico-geográficos, (una etnia, un territorio) no había muerto y mucho menos entre los pertenecientes a un pueblo que se consideraba «el pueblo elegido» y que creía habitar una tierra que les había legado el mismo Yahweh; y en esa situación aparecieron los insurgentes contra la cultura y la dominación griega, unos hombres a los que la historia conoce como los Macabeos, gentes que sublevaron a su etnia contra aquella nueva realidad, gentes que no deseaban pertenecer a la ecumene alejandrina.
Si lo piensa usted bien la situación de la Judea del siglo primero antes de Cristo es muy parecida a la actual.
Las olimpiadas griegas ahora ya no eran griegas pues ahora eran patrimonio de todo el mundo helenizado; de ahí que Gasol pudiese entonces jugar en la NBA y que no hubiese problema alguno en que el auriga Fernando Alonso compitiese en el hipódromo, eso sí, dando las ruedas de prensa en griego koiné.
A la gente le encantaba ponerse nombres griegos como signo de estatus y si hoy la moda es llamarse John, Samantha o Jennifer, entonces un rey podía llamarse Antíoco Epífanes o Cleopatra, nombres griegos ambos.
Ideas, religiones, comida, dinero, textos filosóficos y científicos, navegaban entonces y ahora por aquella aldea global y por esta, las modas se propagaban y, frente a la idea tribal de etnia y territorio, apareció por primera vez la idea de cultura que, poco después, los romanos llevarían a su máxima expresión incorporando dentro de un solo inperior multitud de razas, religiones y territorios.
Pero, la misma pulsion étnico-territorial que en Judea llevó a los Macabeos a alzarse en contra de la ecumene helenística, ha estado siempre presente en nuestra civilización y esa pugna entre la aldea global y el estado tribal nunca ha acabado de extinguirse.
Ese binomio pueblo (etnia) y territorio (estado) está presente y en la base de muchos de los conflictos del siglo XX y no cuesta trabajo encontrarlo bajo eslóganes cultivadísimos como el «Ein Volk, ein Reich, ein Führer» de infausto recuerdo.
La dinastía Asmonea, la raza de los Macabeos, jamás se ha extinguido y puebla todos los estados de la tierra y esa pulsión macabea, a poco que se rasque, igual aparece bajo cualquier brexit que bajo cualquier apelación a «la patria» sea esta la patria que sea que defienda el que la invoca.
La humanidad es en esto, sí, muy griega y dual: mundo de las ideas y de la materia, bien y mal, alma y cuerpo… Pero también grecolatinos o macabeos.
Y ahora que he escrito esto (que inevitablemente alguno de ustedes calificará de «rollo macabeo») me quedo interrogándome sobre cuánto hay en mí de ecumenista grecolatino o de particularista macabeo.
Y no, creo que no; creo que a mí me gustan muy poco los rollos macabeos, esos que, sin embargo, sirven a muchos políticos que no necesitan más ideas (quizá no las tienen) que saber que pertenecen a un pueblo y que nacieron en un lugar.