José Sacristán

No puedo evitar que, al verle, mi memoria vuele hasta el siglo pasado, concretamente hasta el Restaurante «La Cruzada» en la calle Amnistía número 8 de Madrid. Allí solía reunirse el inmarcesible Círculo Cultural Faroni, un grupo bizarro de jóvenes impostores a la busca de cualquier nueva aventura literaria o insensatez cultural. Lo mismo convocaban un premio literario para escritores ágrafos dotado con 40 millones de marcos (de la República de Weimar) que se concertaban para premiar con toda solemnidad al Anís Machaquito de Rute (Córdoba); el caso era «epater le bourgeois».

Mientras los del Círculo se enfrascaban en alguna discusión literaria o sopesaban la oportunidad estratégica de solicitar la devolución de Olivenza a Portugal como medio de sacudir la modorra cultural finisecular, el maestro, José Sacristán, cenaba solo en una de las mesas del local mientras aguantaba la gritería de los sedicentes impostores de la mesa vecina.

Yo le recuerdo así, solo y cenando. De vez en cuando alguno de los del Círculo podía preguntarle ¿qué tal maestro? Y él, que parecía estar deseando que se lo preguntaran, contestaba con toda amabilidad y camaradería.

Para mí, en los 90, José Sacristán ya era viejo, algunas de sus películas —con banda sonora de Estela Rabal y «los Cinco Latinos»— eran para mí productos antediluvianos de hacía 20 años.

Hoy veo que le han concedido el Goya de Honor y me invade un sentimiento de ternura, no tanto por él como por mí. Hoy yo tengo la edad que tenía José Sacristán entonces y, él, prefiero no mirar la edad que tiene: está vivo y feliz y con eso ha de ser suficiente.

Lo que echo de menos a mi alrededor, sin embargo, es un grupo de jóvenes impostores dispuestos a sacudir al país de su modorra de lustros y junto a los que cenar, solo, en un restaurante.

Políticas macabeas

Hay momentos cruciales en la historia cuyos efectos se dejan sentir durante milenios y uno de ellos es, con toda seguridad, ese lapso de diez años en que Alejandro Magno conquistó un imperio mundial que abarcaba desde los balcanes en Europa hasta la ribera del Ganges en la India. Las dos grandes regiones que habían forjado los cimientos de la civilización hasta ese momento, Egipto y Mesopotamia, quedaron bajo dominio griego, como también quedó bajo dominio griego una región vital para lo que ha sido después la cultura del mundo occidental: Canaán y, singularmente, las regiones que hoy ocupa el estado de Israel y por entonces poblaban los restos que habían quedado de las tribus de Israel tras los sucesivos exilios (Judá, Benjamín…), Samaría, Galilea, Perea, Idumea… En fin, toda esa geografía que aparece en unos textos decisivos para civilización occidental: los que componen la Biblia Hebrea o Antiguo Testamento.

Las conquistas de Alejandro Magno fletaron un concepto que hoy nos resulta muy familiar asociado a los fenomenos religiosos: la «ecumene».

Verdaderamente Alejandro Magno fue el creador de la aldeal global, algo que nosotros llamamos ahora el «mundo helenístico».

Tras esos diez años de fulgurantes conquistas de Alejandro Magno que les he mencionado el mundo cambió por completo. De un mundo donde las gentes se identificaban en virtud de una etnia y un territorio se pasó a un mundo donde las personas se identificaban en virtud de una cultura. Si usted hablaba griego koiné podía viajar desde Atenas a Etiopía o desde Jerusalén a Bactriana sin demasiada necesidad de usar otra lengua. Podía usted además reconocer en las ciudades por donde pasase el modelo de ciudad estado griega y podría ver cómo en sus teatros se representaban obras griegas con igual o superior magnificencia.

La helenificación de los pueblos que cayeron primero bajo el dominio de Alejadro y posteriormente bajo el de sus generales Seleuco y Ptolomeo fue tan importante que, por ejemplo, para la época del nacimiento de Cristo, nuestro Antiguo Testamento (la Biblia Hebrea) hacía dos siglos que había sido traducida al griego koiné por orden de Ptolomeo II, pues los propios judíos habían dejado mayoritariamente de hablar hebreo durante el exilio en Babilonia de donde volvieron hablando arameo y, tras la conquista de Alejandro Magno, griego koiné.

Hablar hebrero o arameo llego a ser en cierto momento algo excepcional incluso para los propios judíos y, tal y como puede leerse en los «Hechos de los Apóstoles», el hecho de que Pablo pudiese hablar en arameo a la multitud resultó a muchos sorprendente.

Ese traducción del Antiguo Testamento al griego, iniciada dos siglos antes del nacimiento de Cristo por orden de un faraón griego de nombre griego (Ptolomeo II Filadelfo) y llevada a cabo en una ciudad significativamente llamada Alejandría, es una buena ilustración de cómo la cultura griega había invadido todo el oriente dando lugar a eso que llamamos el mundo helenístico y que sería el ecosistema en el que nacería y desarrollaría esa religión sobre la que se construyó lo que hoy se conoce como la «civlización occidental».

Sin embargo, ese mundo donde las gentes se identificaban por factores biológico-geográficos, (una etnia, un territorio) no había muerto y mucho menos entre los pertenecientes a un pueblo que se consideraba «el pueblo elegido» y que creía habitar una tierra que les había legado el mismo Yahweh; y en esa situación aparecieron los insurgentes contra la cultura y la dominación griega, unos hombres a los que la historia conoce como los Macabeos, gentes que sublevaron a su etnia contra aquella nueva realidad, gentes que no deseaban pertenecer a la ecumene alejandrina.

Si lo piensa usted bien la situación de la Judea del siglo primero antes de Cristo es muy parecida a la actual.

Las olimpiadas griegas ahora ya no eran griegas pues ahora eran patrimonio de todo el mundo helenizado; de ahí que Gasol pudiese entonces jugar en la NBA y que no hubiese problema alguno en que el auriga Fernando Alonso compitiese en el hipódromo, eso sí, dando las ruedas de prensa en griego koiné.

A la gente le encantaba ponerse nombres griegos como signo de estatus y si hoy la moda es llamarse John, Samantha o Jennifer, entonces un rey podía llamarse Antíoco Epífanes o Cleopatra, nombres griegos ambos.

Ideas, religiones, comida, dinero, textos filosóficos y científicos, navegaban entonces y ahora por aquella aldea global y por esta, las modas se propagaban y, frente a la idea tribal de etnia y territorio, apareció por primera vez la idea de cultura que, poco después, los romanos llevarían a su máxima expresión incorporando dentro de un solo inperior multitud de razas, religiones y territorios.

Pero, la misma pulsion étnico-territorial que en Judea llevó a los Macabeos a alzarse en contra de la ecumene helenística, ha estado siempre presente en nuestra civilización y esa pugna entre la aldea global y el estado tribal nunca ha acabado de extinguirse.

Ese binomio pueblo (etnia) y territorio (estado) está presente y en la base de muchos de los conflictos del siglo XX y no cuesta trabajo encontrarlo bajo eslóganes cultivadísimos como el «Ein Volk, ein Reich, ein Führer» de infausto recuerdo.

La dinastía Asmonea, la raza de los Macabeos, jamás se ha extinguido y puebla todos los estados de la tierra y esa pulsión macabea, a poco que se rasque, igual aparece bajo cualquier brexit que bajo cualquier apelación a «la patria» sea esta la patria que sea que defienda el que la invoca.

La humanidad es en esto, sí, muy griega y dual: mundo de las ideas y de la materia, bien y mal, alma y cuerpo… Pero también grecolatinos o macabeos.

Y ahora que he escrito esto (que inevitablemente alguno de ustedes calificará de «rollo macabeo») me quedo interrogándome sobre cuánto hay en mí de ecumenista grecolatino o de particularista macabeo.

Y no, creo que no; creo que a mí me gustan muy poco los rollos macabeos, esos que, sin embargo, sirven a muchos políticos que no necesitan más ideas (quizá no las tienen) que saber que pertenecen a un pueblo y que nacieron en un lugar.

Élites, dominación y tecnologías de la información

Las élites siempre han marchado un escalón tecnológico por delante del resto de la sociedad. Cuando el ser humano inició su, aún no acabada, transición de cazador-recolector a sedentario merced a la revolución agrícola, una élite experta en señalar los ciclos de las estaciones (los sacerdotes sumerios por ejemplo) consolidó su conocimiento y su gestión de la riqueza a través de la escritura. Fueron los alfabetos los que crearon los primeros bancos de memoria artificial y, gracias a ellos, los sacerdotes de unos imperios sedicentemente divinos pudieron, no solo fijar la ortodoxia de sus relatos religiosos, sino controlar la administración y la burocracia. Frente a un pueblo mayoritariamente analfabeto la élite de aquellos imperios dominaba la última frontera en tecnología de la información de la época: la escritura. El sacerdote leía los textos sagrados (declarar «sagrado» un texto en la época sería como declarar «divino» un usb en esta) y el pueblo lo escuchaba, creyendo en la sacralidad de aquellos ininteligibles grupos de dibujos cuneiformes.

Cuentan que los tlaxcaltecas, en cierta ocasión que enviaron a los españoles a negociar o intimar a una tribu enemiga, les pidieron que llevasen «papeles». Los tlaxcaltecas no conocían el contenido de aquellos papeles, lo que sí habían observado es que los españoles, cuando los miraban, podían cambiar súbitamente de forma de actuar y que, cuando un español era enviado en misión sería a otro lugar, siempre llevaba alguno de aquellos papeles que previamente les había entregado su jefe. Para tlaxcaltecas y aztecas las cartas eran tan mágicas como para los españoles lo eran los «quipus» mayas, un sistema de escritura que los españoles ni llegaron a sospechar que lo fuese y, creyendo que eran objetos mágicos (igual que los aztecas consideraban mágicas las cartas de los españoles) los prohibieron y persiguieron a quien poseyese uno. Un «quipu» es el objeto que ven en la foto y es un instrumento de almacenamiento de información consistente en cuerdas de lana o de algodón de diversos colores, provistos de nudos.

La situación se prolongó siglos. La élite escribía y leía al pueblo que obedecía las órdenes emandas de aquellos registros. Aquella tecnología de la información dio lugar a la ley (la norma escrita) que objetivizó separando de la memoria humana las reglas de funcionamiento de la sociedad. El software (el código, el adn) que regula el funcionamiento de las sociedades se escribió en lenguajes de programación llamados latín, griego, fenicio, castellano o inglés. Todavía hoy, uno de los programas de comportamiento social más exitoso, fue uno de aquellos programas de software escritos principalmente en arameo; se llama la Biblia y, a día de hoy, gobierna en mayor o menor medida la conducta de una de cada tres personas en el mundo. Las otras dos obedecen a programas diferentes pero también codificados de la misma forma que la Biblia: el Corán, el Canon-Pali o el Bhagavad-Guita.

Nihil novum sub solem, a día de hoy aún somos, en cierto modo, súbditos de aquellos imperios; ni sus reyes ni sus sacerdotes nos gobiernan pero, los textos que ellos escribieron y los principios morales que en ellos se contienen, aún rigen las vidas de las personas.

Esta situación perduró siglos y sólo fue puesta en cuestión con la llegada de una nueva revolución tecnológica en el campo de la información: la imprenta.

Gracias a la imprenta la capacidad de replicar la información contenida en los libros aumentó exponencialmente. No sólo eso, la producción de libros dejó de ser una costosa tarea para pasar a ser un negocio; la producción de libros ya no se justificaba por la necesidad de transmitir las ideas precisas para el mantenimiento de un determinado status quo, ahora la producción de libros podía hacer ricos a los impresores.

Al ampliarse la producción de libros estos comenzaron a tratar temas distintos de los religiosos e incluso se atrevieron a imprimir libros prohibidos por la propia iglesia. El índice eclesiástico de libros prohibidos pasó a ser probablemente el primer hit parade de la literatura pues los libros que aparecían en él pasaban a ser el oscuro objeto de deseo de muchos miles de lectores. La humanidad, con cada presión de los tórculos y prensas, allanaba el camino de la ilustración.

La humanidad comenzó a leer cuando las élites ya dominaban la nueva tecnología y este proceso se repitió con el cine, la radio y la televisión: la población consumía los productos que las élites les ofrecían, élites que a su vez controlaban los nuevos medios de comunicación.

Con la nueva revolución de los social media pareciera que la humanidad se ha llenado de «prosumers» (productores-consumidores) de contenidos y hoy todos somos capaces de producir videos, audios, textos… Y sin embargo las élites siguen estando un escalón por encima: ellos controlan las tecnologías y las plataformas que nos permiten hacer esto.

Hoy mi libertad de expresión no la controla un juez sino un algoritmo confeccionado al gusto de una empresa de Menlo Park (Facebook) o San Francisco (Twitter). Ese algoritmo, como los viejos textos sagrados, es el que decide lo que es moral y lo que no, lo que puede ser escrito y lo que no, la imagen obscena y la moralmente apropiada, y así controla nuestras vidas.

No le den vueltas, en materia de social media las élites siempre van un escalón por delante de las masas en materia de tecnología y, por eso, la justicia, la ciudadanía, los grupos humanos, hacen muy mal en inhibirse de los debates tecnológicos pues esa actitud conduce con frecuencia a situaciones que, como en el caso de los viejos textos, pueden perdurar mucho, a veces demasiado, tiempo.

No les canso más por esta noche, mi insomnio no es ninguna circunstancia eximente, pero sepan que, si queremos ser dueños de nuestras vidas y nuestro futuro uno de nuestros principales esfuerzos debe orientarse en el sentido de salvar el eterno escalón tecnológico que separa a la élite de la masa o, al menos, regularlo y controlarlo en beneficio de todos y, para poder hacerlo con éxito, antes hay que entenderlo en profundidad.

Vivimos una era apasionante, no deje que se le vaya la vida como un simple consumidor y trate de entender en profundidad la apasionante revolución que vive.

Otro día hablaremos de la sustancia de esta revolución: la información.

Sé amigo de tu enemigo

Lo único cierto, como intuyó Heráclito, es el cambio; «natura non facit saltus» nos dijo por su parte Gottfried Leibniz y es verdad, pues, como demostraron Darwin y sus seguidores, en la naturaleza no hay creación sino evolución.

Por eso es bueno saber que ningún pensamiento humano aparece de la nada y que ni siquiera las religiones aparecen «ex nihilo», sino que son hijas de otras religiones que gobernaron las vidas de las personas y evolucionaron en otras generaciones de personas.

Hoy, leyendo un texto moral acadio dos mil doscientos años anterior a Jesucristo, me he encontrado con el siguiente pasaje:

«No devuelvas el mal a tu adversario; paga con bondad al que te hace mal, haz justicia a tu enemigo. Sé amigo de tu enemigo.»

«Sé amigo de tu enemigo», no es en casi nada diferente del «ama a tu enemigo» y el «paga con bondad al que te hace mal»; parece incluso estar un punto más allá del «poner la otra mejilla» que se contiene en unos textos dos mil doscientos años posteriores y que, sin duda, conoces bien.

«Nihil novum sub solem» o, como dijo Salomón, nadie descubre nada nuevo, sólo recuerda algo que, antes, olvidó.

¿Tanatorio o sala de vistas?

Una de las puertas que ven aquí es de una sala de vistas, la otra es de una sala de un tanatorio.

Fue mi amiga Mmar Florenciano Conesa —que tiene bastante pesquis para estas cosas— la que me descubrió la similitud estética entre estos edificios. Hay, como verán, algunas diferencias a favor del tanatorio como, por ejemplo, el monitor que hay al lado de la puerta y que puede ofrecer información valiosa al usuario.

Esta estética tanatorial de las salas de vistas podría tomarse a broma si no fuese porque no solo es producto del dudoso gusto de sus diseñadores sino porque ilustra perfectamente una clara y deliberada voluntad de incumplir la ley, señalando, al mismo tiempo, su desprecio por los administrados.

El diseño de estas salas, ajeno a cualquier exigencia legal y a la más mínima «perspectiva de administrado», impide no solo el cumplimiento de la ley (separación de testigos, partes, etc.) sino que inflige a los usuarios daños y padecimientos intolerables: familias de víctima y victimario juntos en la misma sala, espesas esperas ante la misma puerta de perjudicados junto al presunto culpable, facilidad de presiones a coacusados y testigos… Todo porque alguien decidió que las salas de vistas habían de ser más sobrias que funcionales.

Es llamativo que no suele faltar en estas salas de vistas una puerta especial para el juez (ninguna ley impone esto) pero en muchos juzgados no existen puertas por donde ciudadanos esposados puedan ser conducidos a la sala sin ser exhibidos a la pública vergüenza de ser paseados con los grilletes puestos, ni existen salas ni puertas que permitan que los testigos no comuniquen o simplemente esperen sin temor a ser presionados o, incluso, sin tener que sentir la ominosa presencia de la familia y amigos de su victimario. Que quien ha diseñado esta sala no ha pensado en absoluto en los administrados es más que evidente.

Podría extenderme mucho más pero, si lo hago, me voy a enfadar más de lo necesario; permítanme, pues, constatar simplemente que tiene razón mi amiga: la estética de las salas de vistas es de tanatorio y, quizá —añadiré yo— no venga mal a una justicia moribunda.