No puedo evitar que, al verle, mi memoria vuele hasta el siglo pasado, concretamente hasta el Restaurante «La Cruzada» en la calle Amnistía número 8 de Madrid. Allí solía reunirse el inmarcesible Círculo Cultural Faroni, un grupo bizarro de jóvenes impostores a la busca de cualquier nueva aventura literaria o insensatez cultural. Lo mismo convocaban un premio literario para escritores ágrafos dotado con 40 millones de marcos (de la República de Weimar) que se concertaban para premiar con toda solemnidad al Anís Machaquito de Rute (Córdoba); el caso era «epater le bourgeois».
Mientras los del Círculo se enfrascaban en alguna discusión literaria o sopesaban la oportunidad estratégica de solicitar la devolución de Olivenza a Portugal como medio de sacudir la modorra cultural finisecular, el maestro, José Sacristán, cenaba solo en una de las mesas del local mientras aguantaba la gritería de los sedicentes impostores de la mesa vecina.
Yo le recuerdo así, solo y cenando. De vez en cuando alguno de los del Círculo podía preguntarle ¿qué tal maestro? Y él, que parecía estar deseando que se lo preguntaran, contestaba con toda amabilidad y camaradería.
Para mí, en los 90, José Sacristán ya era viejo, algunas de sus películas —con banda sonora de Estela Rabal y «los Cinco Latinos»— eran para mí productos antediluvianos de hacía 20 años.
Hoy veo que le han concedido el Goya de Honor y me invade un sentimiento de ternura, no tanto por él como por mí. Hoy yo tengo la edad que tenía José Sacristán entonces y, él, prefiero no mirar la edad que tiene: está vivo y feliz y con eso ha de ser suficiente.
Lo que echo de menos a mi alrededor, sin embargo, es un grupo de jóvenes impostores dispuestos a sacudir al país de su modorra de lustros y junto a los que cenar, solo, en un restaurante.