Es famosa la forma en que Charles de Gaulle inició sus memorias afirmando: «me he hecho siempre una cierta idea de Francia».
La afirmación no puede dejar de sorprender en un hombre que, en la Primera Guerra Mundial, fue hecho prisionero en la carnicería de Verdún y que, mientras todo el ejército francés se desbandaba, contraatacaba ferozmente con su unidad blindada a las tropas de Hitler durante la segunda. Incapaz de asumir que Francia había sido derrotada marchó al exilio para proseguir la guerra y, con su obstinación, hizo a Francia un hueco entre los países vencedores.
No está mal para un hombre que sólo tenía «una cierta idea de Francia».
La historia de su país impresionaba tanto a De Gaulle que su mayor aspiración, confesaría después, era poder «prestarle señalados servicios».
Leyendo estas cosas de De Gaulle resulta imposible no preguntarse si, en España, queda algún diputado, algún ministro, algún cargo de comunidad autónoma, que tenga siquiera una «cierta idea de España» y crea que su deber sea prestarle «señalados servicios».
Es cierto que cada uno puede tener «una cierta idea de España» distinta de la de los demás —tampoco la idea de De Gaulle era compartida por todos los franceses— y puede tenerla distinta a condición de que, al menos, la tenga. Lo que no sé es si la mayoría la tienen.
Y no me refiero a ideas de España de opereta y cartón piedra, ideas de banderas y gritos viejos que, dependiendo de los colores y los gritos, hacen asociar incluso la palabra España a ideologías muy concretas.
Me refiero a una idea que, como decía Don Quijote, sepa declarar quiénes somos y quiénes podemos llegar a ser; una idea donde quepan todos y nadie quede excluído, una idea que dibuje un futuro donde todos podamos soñar nuestros sueños.
Echo de menos cosas tan simples como esas, cosas comunes por las que muchos, como De Gaulle, sientan la necesidad de prestar «señalados servicios».