La biblia y el calefón

Que todas las personas son iguales es una afirmación que nos parece evidente en sí misma, tan evidente como su contraria: que todas las personas son distintas.

Que hombres y mujeres, andaluces y gallegos, asiáticos y cartageneros son todos iguales y distintos a la vez es algo que damos por asumido, lo que nos conduce necesariamente a preguntarnos por el criterio diferenciador que usamos en cada caso, ese criterio según el cuál todos somos iguales y ese otro criterio que hace que todos seamos distintos.

En estos tiempos en que los doctorados se venden, los másteres se regalan y las medallas y condecoraciones antes se deben al nepotismo, al amiguismo o a la pura corrupción que al verdadero mérito, la igualdad gana terreno. En una sociedad, como la nuestra —donde es inútil enseñar a tu hija o hijo que el esfuerzo o el mérito conducen al reconocimiento— sólo hay una cosa que todos aceptamos sin discusión que nos hace desiguales: el dinero.

Como decía el viejo tango hoy resulta que todo es igual, nada es mejor y es lo mismo el que trabaja («labura») noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata o el que cura o está fuera de la ley.

Vivimos justo la situación que tanto preocupaba a Alexis de Tocqueville, ese estado de igualdad mal entendida que era característica de las democracias degeneradas donde sólo el dinero sirve como criterio clasificador.

Hoy la biblia y el calefón lloran tan juntos como lloraban en el siglo XX que nos describió Enrique Santos Discépolo y es por eso que resulta tan molesto para muchos el que se les recuerde que son los seres humanos —y no el dinero— la medida de todas las cosas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.