Cuando Alejandro Magno condujo sus victoriosos ejércitos griegos desde Macedonia hasta la ribera del Ganges no sólo estaba dando lugar al imperio más grande del mundo sino que, a la vez, estaba dando muerte a la gloriosa Grecia Clásica.
Hasta Alejandro Magno el horizonte ético de los ciudadanos griegos era su polis, sus deberes se entendían para con ella y respecto de ella, razón por la cual se llamaban a sí mismos «ciudadanos».
El imperio de Alejandro trastocó las tradicionales coordenadas vitales de la Grecia Clásica y todos sus fundamentos éticos de forma que, los otrora ciudadanos en su polis, pasaron a ser súbditos en un imperio. Un imperio en el que, además, convivían razas diversas; un imperio que se extendía por tierras tan dispares de Grecia como Egipto, Mesopotamia o Judea; un imperio, en fin, en el que ya no tenían cabida exacta todas las viejas convicciones de la Grecia clásica. Es el período al que los historiadores designan con la palabra «helenismo», un período que se extiende desde la muerte de Alejandro (323 AEC) hasta la caída de Egipto en manos romanas y la subida al poder de Augusto como emperador (27 AEC), tres siglos que cambiaron la historia del mundo.
No es precisa demasiada imaginación para encontrar paralelismos entre la perplejidad de aquellos ciudadanos griegos —cuyos ejes de coordenadas se ampliaron desde la reducida geografía de sus polis— y la perplejidad de los ciudadanos de los siglos XX y XXI que han visto como sus estrechas coordenadas mentales vinculadas al estado-nación han quedado obsoletas frente a la dimensión mundial de nuestro presente.
Hoy las organizaciones nacionales han quedado desfasadas para resolver los problemas de dimensión mundial a que se enfrenta la humanidad. Los estados-nación se muestran torpes para resolver los problemas climáticos y ecológicos; los estados nación con sus pseudo-religiosas iconografías de patrias y banderas parecen más aptos para declarar guerras que para construir la paz; los estados nación, en suma, antes parecen dispuestos a hacer desaparecer la humanidad en medio de un holocausto mundial que a desaparecer ellos para que la humanidad pueda seguir adelante.
Los viejos habitantes de las polis, ante la pérdida del marco de referencia de sus ciudades estado desarrollaron nuevas corrientes filosóficas para enfrentar la nueva realidad. Frente a ese mundo hostil apareció un epicureísmo que buscaba la felicidad retrayéndose al ámbito reducido del hogar y a la ascética búsqueda de los placeres naturales y necesarios; junto a él el estoicismo nos enseñó a conllevar los males y a ajustar nuestra vida s las razones seminales del cosmos; el escepticismo comenzó a cuestionar las «fake news» de la época mientras el cinismo sometía a sistemática demolición las huecas convenciones sociales del momento. El pensamiento de Platón fue revisado por el neoplatonismo del cual bebió una nueva religión —el cristianismo— que fue también tomando prestados elementos de otras como el estoicismo.
¿Y ahora? ¿Qué recursos ideológico-filosóficos estamos movilizando para adaptarnos a la nueva realidad?
Los nacionalismos parecen seguir tan vigentes como siempre —a pesar de que sus principios están más cerca de las viejas religiones que del mundo actual—, los conflictos religiosos también y la vitalidad del estado-nación parece estar garantizada. Mientras, las organizaciones internacionales se muestran torpes para enfrentar la crisis climática, los conflictos interestados y el gobierno de una sociedad interconectada no sólo virtualmente sino también material y culturalmente.
Me planteo a qué nuevo estoicismo, epicureismo, escepticismo y cinismo habremos de recurrir para salir de esta discordante situación donde los problemas de todos son enfrentados por pequeñas unidades movidas por intereses particulares.
O quizá resulte que nuestra tecnología ha avanzado ya a una velocidad tal que nuestras sociedades no pueden adaptarse a ella en un plazo razonable y seguiremos resolviendo con conceptos del siglo I EC problemas del siglo XXI.
Yo, que usted, trataría de pensar algo.