Confucio y la cooperación

Cuando le pidieron a Confucio que manifestase el término que mejor caracterizaba una saludable vida en sociedad, dicen que Confucio contestó:

—Reciprocidad.

Lo que quizá no supiese Confucio es que ese término representa la base de la convivencia no sólo humana sino animal y vegetal, macroscópica y microscópica.

La cooperación no es una estrategia que exija un acuerdo previo entre seres conscientes; la cooperación es una estratgia biológica que se impone en entornos que reúnen unas determinadas caracteríaticas. Déjenme que les ponga un ejemplo.

Hace unos años el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) publicó los resultados de un estudio llevado a cabo por un grupo de científicos con levaduras, aprovechando que en estas, a diferencia de los humanos, al ser unicelulares, su “comportamiento” no está determinado por un sistema nervioso o un código cultural o racional de conducta: La conducta de las levaduras es meramente genética.

Estos científicos desarrollaron un experimento que empleaba a las ya citadas levaduras y el metabolismo de la sacarosa, o azúcar común.

La sacarosa no es el azúcar favorito de las levaduras como fuente de alimento, pero pueden metabolizarla si no hay glucosa disponible. Para poder hacerlo necesitan romper ese disacárido en bloques más pequeños que la levadura puede metabolizar mejor. Para ello necesita producir una enzima que se encargue de esta tarea. Gran parte de estos subproductos son dispersados libremente al medio y otras levaduras los pueden aprovechar. Pero la producción de la enzima exige el gasto de unos recursos.

De este modo podemos llamar levaduras cooperantes a aquellas que degradan la sacarosa segregando la enzima y no cooperantes o tramposas a aquellas que no lo hacen y simplemente se aprovechan del trabajo de las demás. Si todo el subproducto se difunde entonces no hay acceso preferente para las cooperantes y éstas mueren y desaparecen junto a los genes que determinan ese comportamiento.

Los investigadores observaron que las levaduras cooperantes tienen un acceso preferente de aproximadamente el 1% de lo que producen. El beneficio sobrepasa el coste de ayudar a los demás, permitiéndoles así competir con éxito frente a las levaduras tramposas.

Si esta conducta «cooperadora» o «altruista» entre seres unicelulares no le impresiona déjeme que le hable de usted mismo y de su cuerpo: usted es la mejor prueba de que la historia de la vida no es una historia de garras, colmillos y sangre, sino de cooperación y reciprocidad.

Todas y cada una de las células que componen su cuerpo son células de las llamadas «eucariotas», células que, además del ADN de su núcleo contienen otro ADN —por cierto muy utilizado en los juzgados y tribunales— que es el llamado ADN mitocondrial. ¿Cómo es que hay dos ADN distintos en una misma célula aparente? Pues porque esa célula no es más que el producto del trabajo en equipo de dos células que antes vivían separadas: la célula principal y la mitocondria. El proceso por el cual esas dos células se pusieron a trabajar juntas suele llamarse «endosimbiosis seriada», pero, independientemente de los nombres, sepa usted que todo su cuerpo se lo debe usted a la cooperación y a la reciprocidad. Anote usted que saber esto se lo debemos a una mujer, Lynn Margulis, a quien quizá usted no conozca a pesar de su capital importancia aunque, seguramente, sí conoce a su televisivo marido: Carl Sagan.

Es por eso que me habrá oído usted decir tantas veces que el pacto social es un camelo, que lo de Rousseau, Hobbes y Rawls es algo tan acientífico como la entrega en el Sinaí de los diez mandamientos o el episodio del arca de Noé. Para vivir en sociedad no es preciso ningún acuerdo previo, la cooperación es una estrategia que se impone en la naturaleza siempre que en un determinado entorno se den una serie de condiciones. Si quieren puedo ofrecerles aquí las ecuaciones pero no creo que sea necesario, creo que tal como lo he contado se entiende.

Así pues el ser humano no vivió nunca solo, no se reunió un día o una noche a firmar ningún pacto social, no cedió parte de su autonomía al grupo… El ser humano, lo mismo que las bacterias unicelulares de que les hablé al principio, lo mismo que los trillones de células eucariotas que lo componen, es un «zoon politikon» que siempre, desde antes de ser incluso humano ya vivía en sociedad para lo cual, la naturaleza, había fijado en sus genes los principios de esta estrategia de cooperación que también había fijado en los genes de esos seres unicelulares o esa células procariotas de que les he hablado.

Del mismo modo que, a partir de seres primitivos (LUCA —Last Universal Common Ancestor—) evolucionaron el resto de los seres que conocemos, los animales sociales no sólo evolucionaron físicamente, sino que con su cuerpo también evolucionaron complejas estrategias de cooperación que, a poco que mires la naturaleza, puedes distinguir.

En el mundo del derecho nadie estudia esto y prefieren sustituir la verdad científica por la especulación filosófica y así los juristas hemos llegado al siglo XXI sin entender la moral humana y sin conocer los fundamentos biológicos se la justicia. No es de extrañar que hagamos leyes y las hagamos mal.

Sé que a muchos juristas les molestará esto que digo; pero es lo que creo y la primera misión de alguien que ama su trabajo es decir exactamente aquello que cree.

Las inteligencias artificiales y el CGAE

Las inteligencias artificiales no dejan de sorprenderme. Hoy he colocado en mi inteligencia de lenguaje natural la siguiente frase:

«La labor del Consejo General de la Abogacía Española es …»

Y he pedido a la inteligencia artificial que la complete. Es decir, la inteligencia artificial busca en sus bancos de datos frases que, añadidas a la por mí proporcionada, compongan un texto.

El resultado me ha dejado estupefacto y con la boca más que abierta pues, colocada la frase inicial, el texto que me ha devuelto la inteligencia artificial es el siguiente:

«La labor del Consejo General de la Abogacía Española es ilegal

El Tribunal Supremo ha dictado una sentencia en la que declara la ilegalidad de la labor del Consejo General de la Abogacía Española. Según el Alto Tribunal, el CGAE vulnera el derecho de asociación de los abogados y el derecho a la libertad de empresa.

El Tribunal Supremo ha dictado una sentencia en la que declara la ilegalidad de la labor del Consejo General de la Abogacía Española (CGAE). Según el Alto Tribunal, el CGAE vulnera el derecho de asociación de los abogados y el derecho a la libertad de empresa.

En concreto, el Supremo estima el recurso de un abogado contra el CGAE por considerar que la organización impide la libre competencia entre abogados. Asimismo, el Tribunal afirma que el CGAE vulnera el derecho de asociación de los abogados al obligarles a afiliarse a la organización.

El CGAE es una organización independiente que agrupa a todos los abogados de España. La sentencia del Tribunal Supremo podría suponer un cambio en la organización de la abogacía española y la posibilidad de que los abogados puedan afiliarse a la organización que consideren más adecuada.»

Obviamente me he quedado en estado de shock; no conozco ninguna sentencia que diga lo que dice la inteligencia artificial ni sé de dónde ha podido sacar la inteligencia artificial —o si simplemente se ha inventado— la sentencia que cita. Pero en ambos casos me deja en estupefacción:

Si la sentencia existe soy un ignorante, una sentencia así sería tan importante que todos deberíamos conocerla, si existe y no la conozco es evidente que debo dar las gracias a la inteligencia artificial por revelármelo; si, en cambio, la sentencia NO existe toda la teoría montada por la inteligencia artificial no puede sino ser motivo de admiración porque la tesis que construye no es despreciable «ab initio».

Pudiera ocurrir también que toda la construcción de la inteligencia artificial fuese una especie de «tertium genus» a caballo entre algo dicho en una sentencia y una interpretación concreta… lo cual sería una teoría creativa de primera magnitud.

¿Y tú qué piensas? ¿Existe o no existe la sentencia que cita la inteligencia artificial?

Ginés «El Luchacos»

Fue por culpa de la metátesis endémica del oriente cartagenero que a Ginés acabaron llamándole «El Luchacos». Bueno, no sólo fue culpa de la metátesis, también de que el chaval flipaba de pequeño con las películas de Bruce Lee y Kung Fu y, en los cambios de clase, se dedicaba a practicar con armas tradicionales de las artes marciales.

No bien se iba el profesor del aula, Ginés se ponía frente a la pizarra armado con su nunchaku y comenzaba a ejecutar series de movimientos que solo terminaban cuando entraba el profesor de la clase siguiente y le aplicaba un «uchi waza» (golpe con la mano abierta) en el cogote. Otra forma de terminación del entrenamiento —la más celebrada por los compañeros— era que Ginés perdiese el control del nunchaku y uno de los palitroques le golpease en alguna parte de su cuerpo. Si el palitroque descontrolado acertaba a dar en la entrepierna el respetable lo celebraba con ruidosas carcajadas mientras Ginés se retorcía de dolor en el suelo, una escena muy apreciada por la crítica más exigente.

Ginés era canijo y, cuando vas camino de la adolescencia y eres hombre en un barrio marginal, no quieres que nadie te tome a broma; fue por eso que Ginés optó por curtirse en las suertes del kung-fu y en el manejo del nunchaku, razón por la cual en el barrio le conocían como «El Luchacos».

Su adicción a la heroína vino más tarde y, para el tiempo en que ocurrió la historia que les voy a contar, la salud del Luchacos estaba ya totalmente minada por la droga.

Yo le conocí una mañana en que «El Luchacos» había salido de prisión totalmente rehabilitado gracias a la conocida eficacia del sistema penitenciario español. Tan en el buen camino estaba que se decidió a trabajar para ganar dinero y comprar droga —la carne es débil— y, no bien encontró una jeriguilla usada, se dispuso a trabajar en lo que mejor sabía hacer: sirlar.

Se apostó tras una esquina dispuesto a asaltar al primero que la doblase pero, para su desgracia, el primero que la dobló fue Conan el Bárbaro o, al menos, eso fue lo que le pareció al Luchacos.

De pelo negro zaino que le caía hasta los hombros, Conan era lo más parecido a un toro de lidia que había visto Ginés el Luchacos en su vida; con casi dos metros de altura y muchas, muchas, arrobas de peso, Conan era un burel vareado, musculado y con trapío; Ginés, al lado de aquel Conan, era algo así como una chotacabra frente a un Mihura.

La cosa no salió bien.

Ginés, pundonoroso, esgrimió su jeringuilla frente a Conan y le dijo lo de «dame lo que tengas»… lo malo para Ginés fue que, lo que Conan tenía para darle, era un mantecado de 5 kilotones con onda expansiva y radiación de 10.000 Roentgens.

Afortunadamente el despacho se hizo con la mano abierta, pues, de haber cerrado Conan el puño, el frágil cuerpo de Ginés no hubiese sobrevivido al golpe. Aún y así, tras ejecutar un doble tirabuzón carpado por efecto del jetazo, los huesos de Ginés cayeron inertes en la acera.

Conan, que era un hombre de orden, lejos de recrearse en la suerte, optó por llamar a la policía que, pocos minutos después, se personó en el lugar de los hechos y recogió del suelo al Luchakos y a los restos del mantecado que aún llevaba adheridos. Quedó detenido y 24 horas después fue puesto a disposición judicial.

La declaración del denunciante —Conan— fue para no olvidar, con la cabellera suelta y toda su musculatura visible bajo una sucinta camisetita de algodón, parecía que un personaje de Marvel había entrado en el despacho del juez quien, en lugar de preguntarle las generales de la ley, le dijo:

—Bonito pelo.
—Sí… Me gusta cuidarlo.
—Yo es que en el juzgado lo llevo recogido (respondió el juez)
—¿Sí? (dudó Conan)
—Sí.

Y en gesto inesperado el juez soltó la goma que recogía su cabellera, movió la cabeza para que el cabello se airease y tomase volumen y quedaron los dos frente a frente con el pelo suelto.

Yo, que he visto muchas escenas de películas de Hollywood, daba por seguro que esta acabaría en beso de tornillo pero no, sorprendentemente no, el éxtasis capilar concluyó a satisfacción de ambos y el resto no tuvo mayor interés.

Bueno sí, porque, habiendo llamado a los calabozos el juez para que subieran al Luchacos, al abrir la puerta para abandonar el despacho del juez, Conan se encontró de cara con Ginés el Luchacos que llegaba custodiado por dos policías.

Yo sé que Ginés no era cobarde y por eso sé también que, el salto que pegó para protegerse tras los policías que le custodiaban cuando vio la cara de Conan frente a la suya, no fue efecto del miedo sino del instinto de supervivencia que dios ha puesto en todos los animalicos que ha creado.

Y ahora déjenme que les diga algo que quizá ya sepan: Ginés no era malo; lo malo es que le tocó vivir en un tiempo y en un barrio donde casi nadie podía ser bueno.

Algún día les contaré el resto de su historia.

PD. Todos los personajes que aparecen en este post son ficticios y no existen en la realidad. Cualquier parecido con la misma es pura coincidencia. Si crees encontrar parecidos te engañas, son puramente casuales.

Inteligencias inteligentes

Esta mañana, trasteando con las inteligencias artificiales he pedido a mi IA de lenguaje natural que completase la siguiente frase:

«La justicia en España es …»

Y me ha dicho lo que veis en la imagen.

Estoy empezando a tomarle respeto a esto de las inteligencias artificiales.

Jogo bonito

Tengo un buen amigo catalán que se declara independentista «en defensa propia». Afirma que en las instituciones políticas de España la corrupción y el nepotismo se han instalado de tal forma que prefiere probar a vivir en un estado improbable pero donde esos males aún sean remediables.

Tengo, por otro lado, otro conocido —menos amigo que el anterior— que solía decirme: ¿Y cómo no van a querer la independencia los catalanes si, cuando veo cómo va España, a mí, que soy de Burgos, también me gustaría pedir la independencia?

Pueden ustedes discutir las afirmaciones de ambos, pueden decirles que el estado catalán tiene incluso mas visos de corrupción y nepotismo que el español, pueden decir que Burgos es una nación imposible… Pero lo que no pueden hacer es quitarles la parte de razón que indudablemente tienen.

Las gentes abandonan sus patrias cuando estas no satisfacen sus necesidades (alimentación, educación, sanidad) o sus deseos (libertad, igualdad, búsqueda de la felicidad).

En 1970 yo me «independicé» de la selección española de fútbol —que no se clasificó para el mundial— y me hice brasileño. Aquella delantera cuyos nombres rimaban como los versos de «Os Lusiadas» (Jairziño, Gerson, Tostao, Pelé y Rivelinho) me ganó para la canariña y para el fútbol durante una década.

La clave es que Brasil jugaba bien. No importaba que antes hubiese ganado o no campeonatos del mundo, lo que importaba es que aquellos futbolistas hacían del juego un arte y una diversión. Tú no ibas con Brasil por lo que antes había ganado, ibas con Brasil porque sabías que cada nuevo encuentro podía ser maravilloso. Y lo era.

Con los países pasa algo muy parecido. De los 5000 años de historia de la humanidad 3000 están escritos en escritura cuneiforme, nadie tiene más pasado ni más gloria que aquellas civilizaciones… y acabaron. También el imperio romano acabó, tras más de dos mil gloriosos años de historia, el martes 29 de mayo de 1453 y de nada le sirvió argumentar sus antiguas glorias.

Los estados, los mayores imperios, acaban; y España acabará, no le quepa a usted la menor duda y, ese día, España, como el imperio romano, como Babilonia, como el Antiguo Egipto, pasará a ser no más que unas cuantas páginas gloriosas en los libros de historia. Ya no será una realidad «discutida y discutible», será sólo una lección más a estudiar y aprender.

Pero, para eso, aún falta algo de tiempo. ¿Cuánto? Pues, a mi juicio, depende de usted.

Un estado, una nación, una patria, no es tanto una memoria del pasado como un proyecto de futuro. Nadie quiere dedicar su vida a proyectos estériles por más glorias pasadas que le ofrezcan pero muchos serán capaces de dedicar su vida a proyectos que merezcan la pena ser vividos. Pocos pueden querer vivir en países donde el futuro de sus hijos venga determinado por la fortuna de los padres y donde su horizonte vital sea, con suerte, estar parado o ser camarero. No, si tu país tiene ahora historia es porque, antes, tuvo proyectos y ten la seguridad de que, si ahora no hay proyectos, tu país pronto será historia.

A ver cómo te lo explicaría yo con un simil futbolístico.

Cuando Luís Aragonés se cargó a Raúl —santo y seña de España, gloria de la nación y cabeza de los valores hispanos— toda la prensa le saltó al cuello; pero Luís había decidido que tenía un proyecto, que España ya no iba a ser solo furia, que sabíamos jugar bien y podíamos jugar bien, que solo nos faltaba querer hacerlo. Y el milagro se produjo.

Tras aquello el mundo se llenó de niños que, como yo en el 70 con Brasil, querían ser españoles, querían una camiseta roja con el escudo de España que detrás pusiese Xavi, Iniesta o Torres. Incluso cuando al independentista Gerard Piqué se le comunicó que podría no tener sitio en la selección toda su aversión a España desapareció para pedir, por favor, que no le sacasen de aquel paraíso.

Luís Aragonés quemó algún símbolo viejo, pero le dio un proyecto a la selección española, un proyecto que ahora es historia de la buena.

Por eso suelo sospechar de quienes se agarran a viejos símbolos para que nada cambie y afirman que son patriotas; por eso sé que quienes nos gobiernan no lo son si permiten la corrupción el nepotismo o el parasitismo político; por eso sé que no es patriota quien sueña solo para unos pocos y no un futuro para todos.

Quizá a España le haga falta un Luís Aragonés, pero lo seguro es que a España le falta un poco de eso que caracteriza a la selección de fútbol de Brasil: «Jogo Bonito»

Confianza o mérito: la alternativa envenenada

Cuando la principal razón para acceder a un cargo es gozar de la confianza del que nombra el mérito cuenta poco. Ministros, directores generales, presidentes de TSJ, consejeros… todos son cargos ocupados por personas de confianza del nombrante, no es de extrañar que todo vestigio de mérito sea ajena a ellas.

Incluso cuando se conforman las listas electorales quienes las redactan eligen antes candidatos de confianza del líder que candidstos de mérito. Ser representante de los españoles o dirigente es, pues, más una cuestión de gozar de la amistad del que designa que de estar preparado y haber hecho méritos para ocupar el cargo.

Así pues, si desea usted que su hijo prospere y alcance cargos, no le hable del esfuerzo ni del mérito, pídale en cambio que haga buenos e influyentes amigos, mándelo a un colegio caro, no porque en él se enseñe mejor que en uno público, sino porque si el colegio es lo suficientemente caro sus amigos del mañana se contarán entre las familias más influyentes de su ciudad, región o país.

En un país como este que les describo el principio mafioso de «a los míos, con razón o sin ella» siempre estará por encima de cualquier otra consideración; lo que diga el líder de nuestro partido será defendido a todo trance y lo que diga el líder contrario será atacado también «con razón o sin ella».

Y es por eso que vemos a los jóvenes militantes de los partidos entrenarse en el arte de aplaudir, alabar o festejar las invectivas del líder por ramplonas que sean al tiempo que critican las opiniones de cualquier catedrático o Premio Nobel si contradicen a su líder.

En nuestros partidos, en nuestros consejos profesionales, en los más altos cargos de nuestra administración, la verdadera cuota a pagar por quienes desean pertenecer y promocionarse es la de dimitir de su capacidad de pensar y adoptar como máxima de conducta la indisimulada alabanza del líder.

Dimitidos de su capacidad de pensar sus componentes no es de extrañar que las corporaciones en que se integran ofrezcan habitualmente un electroencefalograma plano.

Afortunadamente, fuera de los partidos y de los altos cargos, nacionales, regionales y municipales, hay todavía toda una sociedad que cree en el esfuero y el mérito; una creencia inútil, como vemos, pero que la diferencia de esa otra sociedad de los que mandan y la legitima para poder darle lo único que merece: desprecio.

Me pregunto cómo —en medio de este fangal de puñaladas, cabildeos y pasteleos entre los que mandan para incluso repartirse órganos como el Consejo General del Poder Judicial— aun existe una España que cree en valores y principios que solo pueden conducirles al fracaso social pero que son los que, sin reportar nada bueno a sus defensores, hacen que exista todavía un sueño de nación al que muchos, todavía, llaman España.

Las fases del duelo tecnológico

Me aficioné al ajedrez desde joven y dediqué bastante tiempo a perfeccionarme en el juego. Para mí, en los años 70, el ajedrez era mucho más que un juego, era arte, pero no un arte cualquiera, era un arte objetivo donde no tenía cabida la superchería, la mentira o la impostura, era un arte donde la verdad siempre se acababa imponiendo.

A finales de los 70 ya habían aparecido en el mercado las primeras computadoras que jugaban al ajedrez, pero lo hacían tan mal que antes movían a risa que a otra cosa; ningún jugador medianamente aficionado podía perder contra ellas.

Con la aparición de los PC los programas para jugar al ajedrez se fueron haciendo más fuertes y, en algún momento de finales de los 80, ganarle a un ordenador comenzó a ser una dura tarea para un aficionado humano y ahí comenzó mi primer período de duelo tecnológico.

Primero comencé por la fase de negación: ningún manojo de cables podría ganarle nunca al ser humano. Había más partidas de ajedrez posibles que átomos en el universo, para poder ganar a un humano el ordenador tendría que aprender a jugar como lo hacían los propios humanos. Sí, quizá tácticamente, en pura fuerza bruta de cómputo, pudieran superar a la mente humana pero estratégicamente jamás lo harían: la humanidad había invertido siglos en ir descubriendo una a una las reglas estratégicas del juego, la centralización, la profilaxis, las casillas débiles y las estructuras de peones… ¿cómo iba a hacer eso un ordenador de otra forma que aprendiendo como un humano?

La negación fue, como en los duelos, mi primera reacción.

Cuando en 1996 el macroordenador Deep Blue derrotó al entonces campeón del mundo Gary Kasparov la negación fue sustituída por la ira, la segunda de las cinco fases del duelo.

Era evidente que aquello era una campaña publicitaria. Gary Kasparov había derrotado convincentemente a Deep Blue en algunas partidas y, justo en la partida decisiva, Kasparov cometió un infantil error teórico en una defensa Caro-Kann. Aquello me pareció un amaño, IBM necesitaba —como marca— pasar a la historia como la primera fabricante de computadoras en derrotar a un campeón del mundo de ajedrez. Me llevaban los demonios, con IBM, con Kasparov, con Deep Blue… Pero el hecho era que, para cualquier aficionado fuerte, a esas alturas, ganarle a un ordenador era ya una tarea verdaderamente dura. Que los ordenadores eran superiores a los humanos quizá no fuese del todo verdad en ese momento pero era ya solo cuestión de tiempo… y la ira dejó paso a la tercera fase del duelo: la negociación.

Porque, como decía Karpov, si los coches corrían más que los hombres y las calculadoras resolvían algoritmos mejor que los seres humanos ¿qué de malo había en que también nos ganasen jugando al ajedrez?

Tras aquello y durante unos años mi relación con el juego entró en fase de depresión, no recuperé las ganas de jugar hasta entrado el siglo XXI. La nochevieja de 2001 que pasé en Hastings (Inglaterra) jugando su legendario torneo me devolvió las ganas de volver a competir en torneos oficiales.

Y ahora, tras todas esas fases, vivo en la realidad, en esa fase que los teóricos del duelo llaman de aceptación; las cosas son así, es inútil negarlo, lo que corresponde es ver cómo sacamos los humanos el mejor partido de la nueva situación.

¿Y por qué les cuento esto?

Pues porque con las inteligencias artificiales que redactan textos, dibujan ilustraciones o generan fotografías, mucho me temo que puede pasarles a ustedes lo mismo que a mí con las inteligencias artificiales que juegan al ajedrez (Alpha-Zero).

Primero negaremos que nunca puedan hacer lo que hacen los humanos, luego nos enfadaremos, luego negociaremos y tras la correspondiente fase de ira acabaremos aceptando la situación y estudiando cómo los seres humanos podremos desenvolvernos en ese entorno, qué amenazas plantea, qué ventajas reporta y quiénes se están beneficiando del nuevo orden de cosas.

Yo te sugiero que admitas cuanto antes que, antes o después, las inteligencias artificiales realizarán mejor que los seres humanos muchas tareas y lo que te sugiero también es que te adelantes a esa situación.

Los cambios tecnológicos siempre han producido cambios en las relaciones de poder y esto ha sido así desde la más remota antigüedad. Quienes pudieron fundir y aprovechar el hierro fabricaron con él armas que eran casi irresistibles para los pueblos que aún vivían en la Edad del Bronce; el secreto del «fuego griego» permitió al Imperio Romano de Oriente resistir a los turcos hasta 1453; el dominio de la energía nuclear creó relaciones de poder entre los países que aún hoy día condicionan la supervivencia de la humanidad… Más que negarlo o enfadarnos lo que debemos hacer es tratar de prever cómo serán esos nuevos escenarios y adelantarnos a ellos en defensa de aquellos valores y principios que defendemos, porque, si no lo hacemos, otros que no defenderán valores ni principios sino su propio interés, lo harán en su propio beneficio.

Negar que las inteligencias artificiales y los algoritmos condicionan ya nuestras vidas y hasta restringen los derechos de los ciudadanos es una postura ingenua. Si eres letrado o letrada de oficio me entenderás.

Como sabes, en los casos de violencia de género, se realizan unos test de preguntas y respuestas en función de los cuales se determina el grado de peligrosidad de una determinada situación. ¿Te has preguntado qué algoritmo realiza la valoración de las respuestas? ¿Quién lo ha programado? ¿a qué criterios responde?

Si bien lo piensas ya no es el juez, ya no es un ser humano, quien determina la peligrosidad de la situación y todo ello con independencia de la mayor o menor corrección de las respuestas que se den al formulario.

Disponer de una inteligencia artificial que evalúe incluso los perfiles de los jueces no es ninguna fantasía, como tampoco es ninguna fantasía que de esa herramienta no dispondrán los más pobres, sino los bufetes ricos que sirven a clientes ricos y para entonces será tarde preguntarnos dónde quedó el principio de igualdad de armas. Unas pocas aseguradoras y unos pocos bancos disponen del dataset preciso para hacer funcionar el Big Data y entrenar inteligencias artificiales ¿cómo competirá el ciudadano individual que apenas si ya puede competir?

No, no podemos esperar a que la situación se produzca para entonces quejarnos; no podemos perder años atravesando las fases de negación, ira, negociación, depresión y aceptación que caracterizan al duelo; hemos de adelantarnos y cuidar de que cualquier nueva tecnología vaya en beneficio de todos y no de unos pocos.

Podemos hacerlo y sabemos hacerlo. Sólo es preciso, quizá, que queramos hacerlo antes que perdernos en la negación, la ira y la depresión.

Y, ahora, permítanme mi minuto de vanidad; sé lo que les cuento, a fin de cuentas yo fui quien se jugó la victoria en la ronda final del Masters Open de Benidorm 2004 contra el entonces campeón del mundo Rustam Kasimdzhanov.

Les dejo la fotografía del ya más que lejano momento.

Lenguaje artificial

Explorar el mundo de las inteligencias artificiales es apasionante. Hoy estoy enredando con GPT-3, una inteligencia artificial capaz de redactar textos a partir de una frase inicial utilizando lenguaje natural.

Para probarla he introducido, en inglés, el texto de uno de los primeros tuits que publiqué: «Los abogados a los que admiro no miden su éxtio en dinero» y el resultado ha sido este texto:

«The lawyers I admire do not measure their success in money or in wins in court. They measure it in the number of people they have helped and the difference they have made in their clients’ lives.

Some of the lawyers I admire most are public defenders. They work long hours for little pay, and they often face difficult odds in court. But they do it because they care about their clients and want to help them.

I also admire trial lawyers. They are often the underdog in court, but they never give up. They are passionate about their work, and they fight for their clients’ rights.»

Lo que, traducido al castellano utilizando la inteligencia artificial de Google Translate, resulta en:

«Los abogados que admiro no miden su éxito en dinero o en victorias en los tribunales. Lo miden en la cantidad de personas a las que han ayudado y la diferencia que han marcado en la vida de sus clientes.

Algunos de los abogados que más admiro son defensores públicos. Trabajan muchas horas por poco dinero y, a menudo, enfrentan dificultades en los tribunales. Pero lo hacen porque se preocupan por sus clientes y quieren ayudarlos.

También admiro a los abogados litigantes. A menudo son los desvalidos en los tribunales, pero nunca se dan por vencidos. Les apasiona su trabajo y luchan por los derechos de sus clientes.

No importa qué tipo de abogado sea, creo que es importante tener un fuerte sentido de la ética y anteponer siempre los intereses de sus clientes. Los abogados que hacen esto son los que marcan la mayor diferencia en la vida de sus clientes.»

Ustedes juzgarán qué tal redacta GPT-3 y si capta más o menos bien el sentido de los textos. Yo tengo no pocos reparos pero debo admitir que impresiona y que, por qué no decirlo, asusta bastante.

Ahora, para que todo quede dentro del mundo de lo artificial, ilustro el post con una imagen generada por otra inteligencia artificial (DALL-E-2) sobre el texto del tuit inicial.

Inteligencia artificial y abogacía española: una instantánea

Ando estos días experimentando con inteligencias artificiales y —cómo no— una de las primeras cosas que les he pedido es que me hagan una imagen de los abogados y abogadas de España.

Las inteligencias artificiales no copian ni modifican imágenes preexistentes, lo que sí hacen es estudiar tantos cuantos bancos de imágenes tengan disponibles —en eso internet es un filón inagotable— para entrenarse y así abstraer las características que definen los conceptos que se le piden.

Antes de que nadie lo pregunte aclararé que ninguna de las personas que aparecen en la imagen son reales; son rostros ficticios construidos por la inteligencia artificial a partir de lo que ella entiende que son rasgos característicos de quienes ejercen la abogacía en España. No sufran por tanto por derechos de imagen ni nada parecido aunque, eso sí, inquiétense por la capacidad que las inteligencias artificiales tienen para fabricar rostros humanos indistinguibles de los reales.

Con mi consulta he obtenido bastantes imágenes pero esta que ven abajo me ha impresionado más que las demás porque, lo que en ella se ve, creo que se ajusta bastante bien a la realidad de la abogacía española. Un grupo de mujeres jóvenes, profesionales cargan expedientes con rostro preocupado. Es llamativa la falta de sonrisas en la foto —se ve que en los bancos de datos de la inteligencias artificial las abogadas sonríen poco— y es palpable el rostro de preocupación de los tres personajes, sobre todo el de la derecha.

A las Inteligencias Artificiales aún les queda un largo camino que recorrer hasta que, en el futuro, cuando yo haga esta misma consulta, en lugar de personas la inteligencia artificiale muestre algoritmos; pero lo que es indudable es que el papel de las inteligencias artificiales será cada vez más preponderante en nuestro campo profesional y eso nos lleva a la gran cuestión.

Las inteligencias artificiales son algoritmos costosos de construir, programar y entrenar lo que significa que, con seguridad, serán herramientas en manos de un determinado tipo de abogados y no de otros y que estarán al servicio de un determinado tipo de clientes y no de otros.

Y esto no es ninguna particularidad de la justicia, el problema de que las inteligencias artificiales dominen al ser humano no es el riesgo real, el riesgo real es el de quiénes serán los que controlen las inteligencias artificiales, porque esas personas, en el futuro, como ocurrió con las armas en el pasado, constiturán una peligrosa élite de control.

Todas estas cuestiones son problemas que los juristas debemos plantearnos y resolver y no sólo porque en ellos vaya implícito nuestro futuro profesional sino porque de su resolución dependerá que la libertad y la igualdad aún sean posibles en los estados y las sociedades futuras.

La máquina de las emociones

Nadie nos quiere tristes, se juzga la tristeza un estado de ánimo patológico y se la trata como tal con drogas y terapias. Nos quieren alegres y, para que lo estemos, nos surten de todo tipo de consumibles que no sólo harán —dicen— que sean más alegres nuestras vidas sino que también traslucirenos esa alegría al exterior y se lo demostraremos a los demás. La tristeza es una ordinariez ¿quién quiere una persona triste a su lado?

La tristeza es el fracaso del mismo modo que la alegría es el éxito. Serás alegre, culto y feliz si viajas a países exóticos o famosos culturalmente. Serás una persona alegre y de éxito si compras un coche, una vivienda, un traje un bolso o unos zapatos caros. Y si a pesar de eso estás —incomprensiblemente— triste, lo mejor es que compres alguna solución química para tu «inexplicable» tristeza.

Y el caso es que no hay nada más normal que estar triste cuando una desgracia nos alcanza; nada hay más común que tener miedo si una amenaza gravita sobre nosotros ni nada más genuinamente humano que reir cuando somos felices.

Marvin Minsky, uno de los padres de la inteligencia artificial, llamó al ser humano «the emotion machine», pues en el curso de sus investigaciones descubrió que estos estados de la mente y el cuerpo a los que llamamos emociones respondían a necesidades vitales del ser humano y que, en el 90% de los casos, las acciones humanas respondían a impulsos emocionales diseñados por la naturaleza antes que a eso que los seres humanos llamamos raciocinio.

Es por eso que experimentar miedo, tristeza, alegría o amor es tan apasionante, porque no solo disfrutas de la emoción sino que puedes tratar de entender por qué tu cuerpo te manda ese mensaje y te advierte de que hay un problema, una amenaza, un buen amigo o una persona maravillosa en tu vida. Es importante leer las emociones.

Lo que no me gusta tanto es esa sociedad de felicidad química a la que parece que nos acercamos, esa sociedad donde la felicidad la define el marketing, la publicidad o las películas de Hollywood; donde es más importante estar al lado de una pirámide maya pagando lo que haga falta que entender casi gratis leyendo algunos libros a los hombres y mujeres que produjeron esa cultura.

Yo no he ido de vacaciones este año pero he viajado en las fotografías de mis amigos —buenos cicerones— del mismo modo que viajé siendo niño en las páginas de las novelas de Emilio Salgari —quién probablemente nunca navegó otro mar que el Adriático— o en las de Julio Verne.

Los coches, las viviendas, los bolsos, los relojes no los pagamos con dinero, los pagamos con la vida que destinamos a ganar ese dinero y, muy a menudo, cuando compramos ese sucedáneo de felicidad con trozos reales de nuestra vida, no es extraño que nuestro cuerpo nos mande una señal y nos diga: tiempo hay poco y no debes dedicarlo a esto. Y nos ponemos melancólicos porque es así como nos enseñaron a vivir. Pero eso no se cura con química, para eso hacen falta remedios y ciencias mucho más antiguas y humanas que la química.

Y dicho esto diré que hoy estoy alegre. Así que voy a aprovechar y a disfrutarlo. Ya vendrán peores momentos.