Cuando el dictador murió no había un clamor de partidos políticos en España reclamando democracia; en realidad apenas si había un partido bien organizado que lo hiciese y este era «el Partido», el PCE. Los demás carecían de una mínima infraestructura y su apoyo social era puramente testimonial.
Hoy pueden contártelo de otra forma, pero créeme, era así.
Entre los recuerdos que me acompañan está el de una tarde en un autobús vacío donde viajábamos apenas cuatro personas: Adolfo Suárez González, Manuel Alonso, un escolta y quien esto escribe. Estábamos en plena campaña electoral vasca y mi sensación aquella tarde mientras el autobús atravesaba Euskadi era la del viaje a ninguna parte.
Había tenido ocasión de compartir tiempo con Adolfo Suárez otras veces pero nunca en un ámbito tan reducido de forma que aproveché una ocasión que ya no se repetiría:
—Presidente ¿cómo y por qué se puso en marcha la transición?
La respuesta de cualquier político de hoy, de los que nacieron a la vida consciente con la constitución ya aprobada, probablemente sería que el viejo régimen, acosado por las tensiones internas y las demandas de los partidos políticos entonces ilegalizados, no tuvo más remedio que ceder e iniciar un proceso democratizador que finalmente «se cerraría en falso» según ahora han dado en afirmar.
La respuesta que me dio entonces Adolfo Suárez fue muy diferente.
—Mira, todo el mundo sabía que las cosas no podían seguir así, pero había miedo, la guerra civil estaba aún muy viva en el recuerdo de los españoles y cualquier cambio era muy difícil. La mayoría de la gente básicamente lo que quería era un cambio en paz.
Es difícil entender cada momento histórico si lo aislamos de su ambiente social y parte del ambiente de aquellos años recuerdo que era una canción de «Jarcha», un grupo de folk andaluz, que decía
…pero yo solo he visto gente
que sufre y pasa dolor y miedo
gente que tan solo pide
vivir su vida, sin más mentiras
y en paz.
(Armenteros, Herrero y Baladés. 1976. «Libertad sin ira».)
Y seguramente esa canción cuenta bien cuál era el estado anímico de este país al iniciarse la transición y cuáles eran las ideas compartidas por la mayor parte de la población.
«Dicen los viejos que en este país
Hubo una guerra
Que hay dos Españas que guardan aún
El rencor de viejas deudas
Dicen los viejos
Que este país necesita
Palo largo y mano dura
Para evitar lo peor
Pero yo solo he visto gente
Que sufre y calla, dolor y miedo
Gente que solo desea
Su pan, su hembra y la fiesta en paz…
Libertad, libertad
Sin ira, libertad
Guárdate tu miedo y tu ira
Porque hay libertad
Sin ira, libertad
Y si no la hay, sin duda, la habrá».
Y es verdad que, en mi recuerdo, eran esos los temores y los deseos en aquellos años. Deseos de cambio, de libertad, pero también miedo al recuerdo de las dos Españas y a que la situación, en algún punto, se tornase incontrolable y volviésemos a lo que había sido la historia de España desde la muerte de Fernando VII en 1833: una sucesión interminable de golpes de estado, pronunciamientos y guerras civiles.
Como dije al principio, salvo el PCE, al momento de la muerte del dictador, ningún otro partido tenía una organización y una infraestructura seria en España. Había grupos terroristas bien organizados como ETA pero, en general, la amplísima mayoría de la población española era ajena a cualquier participación política distinta de la organizada por el propio régimen, cada vez más triste y macilenta.
Y seguramente fue por eso que en la Constitución de 1978 se fortaleció el papel protagonista de los partidos otorgándoles casi todo el protagonismo en la canalización de la representación política, un fortalecimiento que, si entonces parecía necesario, hoy en muchos aspectos parece estar en el origen de algunos de los problemas que enfrentamos.
Porque en España vivimos en una democracia en la que elegimos a quienes nos representan, pero elegimos sólo entre aquellos a quienes los partidos políticos nos permiten elegir. Todo esto no sería ningún problema si los partidos fueran agrupaciones sinceramente democráticas pero eso, lamentablemente, no es así.
Hoy en los partidos al que discrepa se le aparta, hoy en los partidos solo cabe adhesión al líder y así el pensamiento independiente es laminado. Hoy, si alguien tiene algún tipo de aspiración política, lo primero que ha de hacer es dimitir de su facultad de pensar y adherirse a lo que piense el líder o la cúpula gobernante. Y, como el número de afiliados a los partidos en España es bajísimo, resulta que la nómina de candidatos entre los cuáles debemos elegir es seleccionada por unas pocas personas, de entre el círculo de otras pocas personas adictas a las anteriores y, todas ellas, caracterizadas por una increíble facilidad para absorber como propias las ideas del líder o la cúpula manteniendo siempre lejos la funesta manía de pensar.
No es de extrañar que estos partidos engendro engendren listas de candidatos con sus mismas o mayores carencias, candidatos que, más adelante, constituirán unas Cámaras, Cortes y Asambleas, de la misma naturaleza y características que los engendros que las engendraron.
Y así engendradas las Cámaras de representación política no es de extrañar que asistamos a espectáculos como los que ahora presenciamos y a los que, desde hace tiempo, nos tienen habituados.
Perdónenme si me amustio con todo esto pero cuando veo el futuro de tanta buena gente en sus manos me angustio.