La cera que arde

Vivir es ir eligiendo a cada instante una opción y renunciando a todas las demás, descartar miles de biografías posibles para escribir sólo una: la tuya.

Es por eso que cuando, avanzada la vida, tomas conciencia de lo que eres, muy a menudo añoras esa lejana edad de oro en que todo era posible, en que, como diría el maestro Landero, no había proyecto que excediera los límites de nuestro afán.

Pero esa edad de oro era solo un espejismo, podías vivir cualquier vida, sí, pero habías de elegir una y elegir siempre es renunciar.

Ahora que ya has elegido y sientes que ya no puedes ser lo que quieras, que eres lo que eres (lo que has ido eligiendo ser) y que esa es la cera que arde y se consume, seguramente añoras ese momento mágico en que la vida se mostraba ante ti para que tomases de ella lo que prefirieses.

Pero ya te lo dije, vivir es elegir una de entre todas las vidas posibles e ir escribiendo, elección a elección, una única biografía: la tuya.

Felicitaciones hipócritas

Cuentan que en los hospitales, cuando te reaniman de la anestesia, te llaman por tu nombre «¿Qué tal José?».

Nombrar a las personas, pronunciar su nombre, es un acto parecido a una caricia y es un acto que, desgraciadamente, cada vez practicamos menos. Estos días se llenará tu timeline de whatsapp de felicitaciones estándar en las que aparecerán todos los motivos navideños imaginables pero en las que no aparecerá tu nombre.

Esa repugnante costumbre de mandar felicitaciones masivas a todo el mundo es, seguramente, la mejor forma de decirte que le importas un carajo al remitente, que no va a gastar ni un segundo de su tiempo en escribir las tres letras de Ana, las cuatro de José o las cinco de María.

Llama a los que quieres por su nombre y deséales feliz navidad si es que se la deseas, pero no inundes las redes sociales de bienquedismo hipócrita.

Aunque, bien mirado, es bueno recibir estas felicitaciones anónimas siquiera sea para saber a quién no importas nada, a quien le da exactamente igual si tu navidad es feliz o no.

Hoy me han mandado una felicitación sin trampa y con buen cartón, manuscrita, como debe ser y llena de fondo en las formas. Y me ha hecho una ilusión enorme, hay algo en la palabra escrita que hace de estas felicitaciones una forma de arte, arte pequeño, arte sano.

Lo bueno de estas felicitaciones no es que te deseen felicidad es que ellas, por sí mismas, te la proporcionan. No hace falta que me deseen felicidad, con recibirla ya lo soy.

Hoy es un día feliz, ahora me toca dar las gracias, por supuesto, también de forma manuscrita.

Irresponsables

Como siempre el lunes debo entregar un podcast para la radio y esta semana ¿de qué puedo hablar sino del tema de la semana? Supongo que cada uno tiene su visión del asunto; yo, naturalmente, también tengo la mía y esta es.

Desjudicializar

Un corrupto o un delincuente no temen a nada salvo a la justicia y es por eso que los primeros interesados en desjudicializar son los corruptos y los delincuentes.

Resulta obnubilante cómo, desde 2008 para acá, todos los partidos políticos en el gobierno han insistido machaconamente con el tema de la «desjudicialización»; al parecer, para ellos, que los temas se resuelvan en el juzgado es intrínsecamente malo… y no me extraña. Que los temas acaben en el juzgado suele ser malo, sobre todo, para el delincuente y el corrupto.

Y no, no me salga con la cancamusa de que por qué escribo ahora de esto y no lo hice antes; no me salga con eso, por favor, porque antes también lo hice y con la misma o mayor vehemencia que ahora. El argumento de que «antes también se hizo» no es más que un eslogan de hooligan o fanático. Los errores no corrigen errores y los errores de ayer no convalidan los de hoy, de forma que, si va a decir eso, mejor ahorrese el esfuerzo y no meta más ruido en el ambiente.

Ni a los de antes ni a los de ahora les gusta que en este país la justicia funcione, seguramente porque si funcionase no habrían podido hacer tan fácilmente ni durante tanto tiempo las tropelías que han hecho y es por eso que les encanta convertir en «trending topic» y en considerar negativo que un asunto se «judicialice», sobre todo si tiene que ver con asuntos de dinero público manejado por ellos o sus amigos reales o de conveniencia.

Ni a los de antes ni a los de ahora les gusta que nadie meta su nariz en sus manejos financieros y mucho menos si es un juez de instrucción tiñalpa y piojoso que escapa a su órbita de influencia.

Es por eso que todos los gobiernos habidos, los de antes y los de ahora, adoran hablar de «desjudicialización», sobre todo de las causas que afectan a sus amigos y conmilitones.

Dime cuánto inviertes en justicia y te diré cuánto odias la corrupción, dime cuánto hablas de desjudicialización y te diré cuánto sospecho que quieres hacer o has hecho algo ilegal o delictivo.

El pueblo sólo dispone de una herramienta para que los ricos, los poderosos, los gobernantes, se sujeten al imperio de la ley y esta es la justicia.

Por eso cuando miro los presupuestos y veo lo que invierten en justicia o cuando les escucho hablar de desjudicialización me formo de ellos una imagen, creo, que bastante exacta.

Y es deprimente.

Los engendros engendrados

Cuando el dictador murió no había un clamor de partidos políticos en España reclamando democracia; en realidad apenas si había un partido bien organizado que lo hiciese y este era «el Partido», el PCE. Los demás carecían de una mínima infraestructura y su apoyo social era puramente testimonial.

Hoy pueden contártelo de otra forma, pero créeme, era así.

Entre los recuerdos que me acompañan está el de una tarde en un autobús vacío donde viajábamos apenas cuatro personas: Adolfo Suárez González, Manuel Alonso, un escolta y quien esto escribe. Estábamos en plena campaña electoral vasca y mi sensación aquella tarde mientras el autobús atravesaba Euskadi era la del viaje a ninguna parte.

Había tenido ocasión de compartir tiempo con Adolfo Suárez otras veces pero nunca en un ámbito tan reducido de forma que aproveché una ocasión que ya no se repetiría:

—Presidente ¿cómo y por qué se puso en marcha la transición?

La respuesta de cualquier político de hoy, de los que nacieron a la vida consciente con la constitución ya aprobada, probablemente sería que el viejo régimen, acosado por las tensiones internas y las demandas de los partidos políticos entonces ilegalizados, no tuvo más remedio que ceder e iniciar un proceso democratizador que finalmente «se cerraría en falso» según ahora han dado en afirmar.

La respuesta que me dio entonces Adolfo Suárez fue muy diferente.

—Mira, todo el mundo sabía que las cosas no podían seguir así, pero había miedo, la guerra civil estaba aún muy viva en el recuerdo de los españoles y cualquier cambio era muy difícil. La mayoría de la gente básicamente lo que quería era un cambio en paz.

Es difícil entender cada momento histórico si lo aislamos de su ambiente social y parte del ambiente de aquellos años recuerdo que era una canción de «Jarcha», un grupo de folk andaluz, que decía

…pero yo solo he visto gente
que sufre y pasa dolor y miedo
gente que tan solo pide
vivir su vida, sin más mentiras
y en paz.
(Armenteros, Herrero y Baladés. 1976. «Libertad sin ira».)

Y seguramente esa canción cuenta bien cuál era el estado anímico de este país al iniciarse la transición y cuáles eran las ideas compartidas por la mayor parte de la población.

«Dicen los viejos que en este país
Hubo una guerra
Que hay dos Españas que guardan aún
El rencor de viejas deudas

Dicen los viejos
Que este país necesita
Palo largo y mano dura
Para evitar lo peor

Pero yo solo he visto gente
Que sufre y calla, dolor y miedo
Gente que solo desea
Su pan, su hembra y la fiesta en paz…

Libertad, libertad
Sin ira, libertad
Guárdate tu miedo y tu ira

Porque hay libertad
Sin ira, libertad
Y si no la hay, sin duda, la habrá».

Y es verdad que, en mi recuerdo, eran esos los temores y los deseos en aquellos años. Deseos de cambio, de libertad, pero también miedo al recuerdo de las dos Españas y a que la situación, en algún punto, se tornase incontrolable y volviésemos a lo que había sido la historia de España desde la muerte de Fernando VII en 1833: una sucesión interminable de golpes de estado, pronunciamientos y guerras civiles.

Como dije al principio, salvo el PCE, al momento de la muerte del dictador, ningún otro partido tenía una organización y una infraestructura seria en España. Había grupos terroristas bien organizados como ETA pero, en general, la amplísima mayoría de la población española era ajena a cualquier participación política distinta de la organizada por el propio régimen, cada vez más triste y macilenta.

Y seguramente fue por eso que en la Constitución de 1978 se fortaleció el papel protagonista de los partidos otorgándoles casi todo el protagonismo en la canalización de la representación política, un fortalecimiento que, si entonces parecía necesario, hoy en muchos aspectos parece estar en el origen de algunos de los problemas que enfrentamos.

Porque en España vivimos en una democracia en la que elegimos a quienes nos representan, pero elegimos sólo entre aquellos a quienes los partidos políticos nos permiten elegir. Todo esto no sería ningún problema si los partidos fueran agrupaciones sinceramente democráticas pero eso, lamentablemente, no es así.

Hoy en los partidos al que discrepa se le aparta, hoy en los partidos solo cabe adhesión al líder y así el pensamiento independiente es laminado. Hoy, si alguien tiene algún tipo de aspiración política, lo primero que ha de hacer es dimitir de su facultad de pensar y adherirse a lo que piense el líder o la cúpula gobernante. Y, como el número de afiliados a los partidos en España es bajísimo, resulta que la nómina de candidatos entre los cuáles debemos elegir es seleccionada por unas pocas personas, de entre el círculo de otras pocas personas adictas a las anteriores y, todas ellas, caracterizadas por una increíble facilidad para absorber como propias las ideas del líder o la cúpula manteniendo siempre lejos la funesta manía de pensar.

No es de extrañar que estos partidos engendro engendren listas de candidatos con sus mismas o mayores carencias, candidatos que, más adelante, constituirán unas Cámaras, Cortes y Asambleas, de la misma naturaleza y características que los engendros que las engendraron.

Y así engendradas las Cámaras de representación política no es de extrañar que asistamos a espectáculos como los que ahora presenciamos y a los que, desde hace tiempo, nos tienen habituados.

Perdónenme si me amustio con todo esto pero cuando veo el futuro de tanta buena gente en sus manos me angustio.