Nunca aspiré a defender a un delincuente para que este resultase absuelto y sus delitos quedaran impunes. Jamás pensé que ganar un juicio fuese algo diferente de hacer justicia; en ningún caso pensé que me alegrase ver justificado a un culpable ni juzgué que fuese un éxito profesional hacer descarrilar la pesada máquina de la administración de justicia en favor de un malvado.
Si aún así esto ha pasado y en tantos años de ejercicio es normal que haya pasado muchas veces (a la administración de justicia le prescriben los delitos, se le pasan los plazos y se le olvida cumplir requisitos esenciales) jamás lo he celebrado, porque el error que te favorece hoy te perjudicará mañana.
Soy abogado hace mucho tiempo y he visto a la administración de justicia errar de muchas formas aunque, de entre todas ellas, la que más me hiere es esa en la que se condena a un inocente que no puede delatar a su hijo, a su mujer o a su hermano; en la que se mandan a prisión a quien se come un marrón porque un amigo es un amigo o a quien ha de confesarse culpable amenazado por aquellos a quienes beneficia una conformidad inicuamente planteada por la fiscalía. Puedo contar una buena colección de ejemplos de todo esto.
Y no es que sea yo tan simple como para pensar que la administración de justicia es un mundo celestial donde nada falla; sé que falla, que falla mucho, que seguirá fallando con desesperante regularidad y que volverá a cometer errores ya cometidos una y otra vez, pues en España nadie parece querer arreglar esto.
Lo que en verdad me irrita es la suficiencia de quienes juzgan y están convencidos de conocer una verdad que se les escapa por completo y mandan complacidos a prisión a un inocente con la satisfacción pintada en el rostro y sin que en su cerebro pueda caber duda alguna.
Porque quienes ejercen la evangélicamente execrada profesión de juzgar —«no juzguen y no serán juzgados; no condenen, y no serán condenados; perdonen, y serán perdonados» dice el evangelio de Lucas— debieran recordar que tienen no solo la obligación de juzgar sino también el derecho a equivocarse, pero que, lo que no tienen jamás, es el derecho a ser soberbios, a creerse infalibles ni a actuar como si lo fueran.
No es una cuestión de juicio es algo más simple, es humildad.
Y alguno de ustedes pensará «eso es que a Pepe le han condenado hoy a un inocente» y no, no es eso, es que esta tarde, echando la vista atrás, he recordado a un maravilloso malvado que hace ya eones nos engañó a la fiscalía, a la audiencia y a mí —que era su defensor— para ser condenado y salvar así a alguien a quien quería.
Y lo logró.