Una cierta visión de España: romanticismo.

Ahora que sobre el Congreso planea la sombra de amnistías y otras cuestiones vinculadas con el ser de nuestro estado creo que puede ser este un buen momento para hablar de España, concretamente del turismo.

España, Hispania, Spania, Iberia, eran nombres con los que, hasta el siglo XIX, se designaba una localización geográfica, concretamente las tierras comprendidas dentro de nuestra península. Estos términos nunca tuvieron significación política y, desde luego, lo por ellos designado jamás coincidió con la realidad política que desde hace dos siglos, conocemos como España. Nunca Hispania fue una sola provincia o un solo reino y, desde luego, hasta el siglo XIX bajo esa denominación siempre se incluyó Portugal y por eso pudo escribir el poeta épico luso Luis de Camoens

«Falai de castelhanos e portugueses, porque espanhóis somos todos…»

Viajar a España en la antigüedad, dada su remota localización, no era tarea fácil aunque tampoco el turismo llegó a ser la religión que es hoy.

Todo cambió con llamada (mal llamada) «Guerra de la Independencia» de 1808.

Hasta ese mismo año, la monarquía gobernante en todos los reinos de la península a excepción de Portugal, seguía siendo la que tenía los territorios más extensos y ricos del mundo. De Palma de Mallorca a Manila uno podía recorrer el mundo sin salir de sus dominios y esa posición preeminente había generado contra ella una eficaz leyenda negra.

Para un europeo de finales del siglo XVIII las gentes que servían a la monarquía católica con corte en Madrid eran unos furiosos integristas católicos, con unos nobles vanidosos más preocupados en recitar sus ocho apellidos nobles que en hacer algo de provecho, gente violenta, intolerante y altiva que representaba todo lo que debía odiarse.

No nos conocían bien, sólo tenían la propaganda, pero la guerra de 1808 hizo que todas esas percepciones cambiaran.

En la guerra de 1808 más de quinientos mil soldados extranjeros pasaron por España y descubrieron un país que estaba muy lejos de lo por ellos imaginado. Con el ejército francés no sólo llegaron franceses sino gentes de muchas otras naciones como polacos (hasta 35 mil), portugueses e ingleses, por supuesto, y hasta mamelucos de obediencia turca (si miras los cuadros de Goya los reconocerás fácilmente por su turbante).

Estos quinientos mil soldados escribieron a sus casas y contaron lo que veían e, increíblemente, resultó que lo que contaban encajaba perfectamente con la recién estrenada mentalidad romántica.

España era tierra muy montañosa y de caminos difíciles, poblada de hombres indómitos que no se dejaban arrebatar la libertad fácilmente y que ejercían con violencia terrible la guerrilla o el bandolerismo. Las mujeres (¡ah las mujeres!), la mujer española era pura pasión pero ¡cuidado! siempre armadas y dispuestas a dejarte sin sangre de un navajazo en la femoral. España, además, era Oriente, cuando trascendieron fuera de nuestras fronteras espacios como la Alhambra o la Mezquita toda la fiebre del romanticismo se volcó en España. España era pura pasión y autenticidad ¿necesitaba algo más un romántico?

Los frutos de todo aquello y de aquella visión romántica de España aún perduran, Carmen de Bizet, los cuentos de Washington Irving, el Capricho Español de Rimsky Korsakov o la «Obertura sobre un tema de marcha española» son solo algunos de ellos.

El saqueo de obras de arte, singularmente de Velázquez y Murillo, realizado por los franceses revelaron al mundo una producción artística maravillosa inesperada en ese país oscuro e inquisitorial que les habían contado antes. El regalo de las Cortes de Cádiz al Duque de Wellington de una abundante colección de obras de arte españolas produjo idéntica conmoción en Inglaterra, esa Inglaterra cuya aristocracia moría por conocer las obras que decoraban el Palacio del Duque de Wellington, el vencedor de Napoleón.

Todo esto hizo de España, esa ubicación geográfica de que antes les hablaba, un destino imprescindible para los nuevos románticos. Y sin embargo ¿cómo entendían los habitantes de la península ese territorio que ellos habitaban?

De forma muy diferente, claro, aunque esto es materia que da para muchos post. Hoy solamente quería hablar de turismo y del origen de una cierta imagen de España.

Contra los nacionalismos: Jesús Bienvenido

Ayer escribí en mi muro de Facebook un post contra el nacionalismo y su disparatada visión del género humano. Pensando en lo escrito acabé recalando en Youtube y este, con su algoritmo implacable, volvió a ofrecerme a un genial representante de la música que a mí me gusta: la música que hacen en Cádiz.

Me quedé admirado pues este pasodoble de Jesús Bienvenido (mil veces oído por mí) dice muchas de las cosas que pienso a propósito del nacionalismo y es por eso que se lo dejo aquí abajo por si lo quieren oír. Para entenderlo permítanme que les ofrezca una pocas claves.

Los cuatro primeros versos

«Cuando se entra por Cádiz
por la Bahía,
se entra en el paraíso
de la alegría»

son una letra popular de un palo flamenco gaditano y marinero: las alegrías. Comenzar así ya produce unos efectos muy concretos a quienes están en el secreto y Jesús Bienvenido lo va a aprovechar luego, cuando llegue a la estrofa que dice

«Como dijo Pericón
con toita la razón
a Cádiz llegó un barquito…»

Aquí el autor rescata uno de los más famosos embustes del prolífico embustero y cantaor flamenco Juan Martín Vílchez (aka «Pericón de Cádiz»). Según esta trola el origen de los palos del flamenco estaría en cierto barco que, cargado de partituras musicales, naufragó en Cádiz. Los gaditanos, según Pericón, se quedaron con las partituras de los cantes más bonitos (alegrías, cantinas, bulerías de Cádiz…) y las que sobraron fueron mandándolas río arriba hasta Sevilla, puerto último de destino al que, obviamente, llegaron las que nadie quiso coger antes.

Pues bien, Jesús utiliza esta historia tan ranciamente gaditana y a este personaje tan inequívocamente gadita, para afirmar que, tras ese barco que tanto definió la cultura gaditana, fueron llegando otros muchos barcos que añadieron nuevas esencias a aquella antigua esencia.

A mí, todo el argumento de Jesús me lleva a un momento glorioso de la historia de la humanidad que hoy conocemos como el período helenístico y antes de diputarme por loco déjenme que les explique.

Unos trescientos años antes del nacimiento de Cristo un chaval que había sido educado nada menos que por Aristóteles ascendió al trono del reino griego de Macedonia. En poquísimos años el chaval conquistó el mayor imperio que conoció la historia: desde Grecia hasta las riberas del río Indo, incluyendo Egipto, Mesopotamia, Persia, Canaán… y con esas conquistas Alejandro difundió la cultura griega por el mundo.

En poquísimos años las poblaciones se helenizaron, se representaron tragedias griegas en lugares tan remotos como Persia y la lengua y cultura griegas fueron la base de la humanidad conocida.

En Judea, la tierra de Jesucristo, por ejemplo, la población se helenizó tan rápidamente que gimnasios, teatros y todo tipo de edificios y elementos que representaban la cultura griega proliferaron a toda velocidad.

Al tiempo que nació Jesús de Nazaret Palestina era una comunidad helenizada. Es cierto que existían núcleos de judíos renuentes a la helenización pero, para que se hagan una idea, la patria de Jesús (Nazaret) apenas si era un villorrio de menos de un centenar de personas mientras que, a cinco kilómetros de ella, la vecina ciudad de Séforis contaba con más de 63.000 helenizadísimos vecinos.

Para la antigüedad «ser griego» no significaba haber nacido en Grecia sino haber adoptado la cultura griega, haberse helenizado.

Pues bien, en Cádiz pasa lo mismo que pasaba en tiempos de Jesús con los griegos porque los gaditanos no necesitan nacer en Cádiz para ser gaditanos, los gaditanos, como los griegos, nacen donde les da la gana y es esta una de las declaraciones de principios más cosmopolitas que conozco.

En fin, que derrapó, que me disperso, que me pongo a hablar de naciones y acabo hablándoles de Alejandro Magno, de Macedonia, de Palestina y de Jesús de Nazaret.

Permítanme que les deje con otro Jesús menos beatífico que el de Nazaret y con esta grabación casera con forillo de trapo descuadrado y sonido deleznable aunque con toito el arte del mundo.

De la chirigota de Cádiz «¡Qué caló!» el pasodoble «Cuando se entra por Cádiz».