Napoleón

El pasado es un país distinto donde las cosas se hacen de forma diferente. El pasado es un país en el que, incluso, cuando usan las mismas palabras que nosotros, están diciendo cosas distintas.

Recuerdo cuando de niños, enfrentados al conocido soneto de Francisco de Quevedo que comienza con un «Miré los muros de la patria mía…», el profesor nos advertía severamente que cuando Quevedo hablaba de patria no se refería a España —que es lo que en principio todos pensábamos— sino a Madrid. El pasado, como digo, es un país distinto donde hasta las palabras significan cosas distintas y esto, muy a menudo, se olvida; unas veces por imprudencia, otras deliberadamente para apuntalar posiciones políticas propias.

«Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo; vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;

vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.»

Hoy hemos convertido la «historia» en una herramienta de lucha política, sobre ella inventamos o negamos naciones para, a continuación, extraer de nuestra parcial visión de la historia toda una serie de consecuencias políticas que, como pueden imaginar, están escritas en el aire o edificadas sobre el barro, tanto como nuestra justificación «histórica» de nuestra postura.

Tratamos de decidir si los «culpables» de una determinada guerra son unos u otros escarbando en la historia y, casi siempre para apoyar nuestra preferencia, no dudamos en bucear al año 1000 AEC para remontarnos al Reino de David o al 1200 AEC para argüir a propósito del establecimiento de los filisteos en la franja de Gaza.

Estamos enfermos de historia. No entendemos nada, somos todos novelistas históricos sin ser historiadores. Incluso a veces dudo de si los historiadores son en la mayoría de los casos historiadores.

Del mismo modo que Quevedo hablaba de patria y se refería a su pueblo (a mí me gusta llamar a Cartagena «mi patria» sólo por provocar a que me pregunten y explicar luego que lo hago a la manera de Quevedo) también existía la palabra «nación» pero también quería decir algo muy distinto. Si tienes tiempo y ganas busca en los textos de Benito Jerónimo Feijoo, el paradigma de los ilustrados, cómo define las palabras «patria» y «nación», verás que no tienen sentido político alguno.

Sí, en el pasado también se hablaba de España, Cataluña, Castilla y Portugal, pero te aseguro que, aunque las palabras eran entonces las mismas que ahora, su significado era profundamente distinto.

Y, sin embargo, sobre una comprensión deficiente del pasado, sobre la incapacidad para entender cómo pensaban hombres y mujeres muy distintas de nosotros, fabricamos quimeras y patrañas con que enfrentar a los seres humanos y buscarles una identidad que, a lo que se ve, debido al cine americano, a las franquicias de ropa y comida y a la fluidez de la información de estos tiempos se ha disuelto como un azucarillo.

Y no crean que les cuento todo esto como consecuencia de mi aversión al nacionalismo político (el cultural me apasiona) sino porque gasté 160 minutos de mi vida soportando un truño infumable llamado «Napoleón». Hacía tiempo que no veía en la gran pantalla nada tan grosero, tan zafio, tan tosco y tan ajeno a la cultura como ese bodrio. Un personaje apasionante como Napoleón, a caballo entre la ilustración y el romanticismo, entre la República y el Imperio, entre la antigüedad y la modernidad, es presentado de forma tosca y sin profundidad psicológica alguna por un director que, además, dirige pésimamente la puesta en escena de todas las batallas que nos trata de contar.

Kubrick y su Barry Lyndon se revolverían en su tumba, Spielberg y Salvar al soldado Ryan tienen que estar descojonados de este torpón y, sin embargo, oigo a los espectadores que salen del cine conmigo y me preocupo porque muchos —que ni saben quién fue Napoleón— se llevarán de él y de su época una idea absolutamente falsa.

Y serán luego esos ciudadanos quienes sobre fabulaciones históricas querrán decirnos cómo debemos vivir.

No puedo con esto.

Presentado mi libro

El día 30 a las 20:00 está anunciada la presentación del libro «Historias increíbles de un abogado de oficio». Allí estaré, naturalmente, y a quienes sois de la zona espero poder veros también.

Construyendo recuerdos: «advocats fins a la mort».

No escribo por el gusto de escribir o de crear textos bellos -el cielo no me dio esa facultad- escribo para contar cosas y poco más. Creo que ya dije que nada me causa tanta satisfacción como saber que mis textos son leídos como si se tratase de piezas de la vieja literatura oral y es por eso que ayer. cerca de la media noche, me sentí inmensamente feliz al recibir el reenvío de la conversación de un chat de whatsapp en el que, una compañera abogada que había estado presenciando en las Cortes Valencianas el debate de la PNL para aprobar una pasarela al RETA de los mutualistas, contaba a sus compañeros que uno de los diputados que intervino en favor de la PNL, Jesús Plá, del grupo parlamentario Compromís, lo había hecho leyendo en su integridad y traducido al valenciano un post que yo escribí hace 7 años denunciando la situación en que se encontraba una mayoría de los mutualistas.

Es verdad que escribí ese post para denunciar una situación dramática, lo que no imaginé es que podría ser usado en el seno de un debate parlamentario para apoyar las justas reivindicaciones de mis compañeras y compañeros. Y para voy a engañarles, al reconocer mi post «Abogados hasta la muerte» leído en valenciano («Advocats fins a la mort») me emocioné porque no creo que pueda haber mejor premio para mí que ese: saber que he ayudado en algo.

Y ahora lo cuento aquí, claro, no tanto porque se sepa sino porque cada año, cada cinco años o cada diez años, desde facebook, instagram o cualquier otra red social, el algoritmo implacable me recordará mientras yo sea capaz de leerlo que una vez, una noche, me sentí feliz y emocionado.

Historias increíbles de un abogado de oficio

Hace unos tres meses la editorial «Esfera» (El Mundo) me pidió que escribiese un libro que tratase de esas cosas que componen el oficio de abogado y, quizá irreflexivamente, acepté.

Supongo que, cuando alguien lleva más de treinta y cinco años dedicado a una labor, es legítimo echar la vista atrás y preguntarse si ha merecido la pena. La pregunta es legítima pero difícil, treinta y cinco años son casi una vida y sería amargo que resultase, como en el poema, que después de todo, todo ha sido nada, a pesar de que un día lo fue todo. Después de nada —o después de todo— yo me he hecho la pregunta y no he encontrado en mí respuesta.

Apesadumbrado acudí a una buena amiga abogada a pedirle ayuda

—¿Tú crees que ha merecido la pena?
—No sé, Pepe, pregúntate a cuánta gente has ayudado, trata de recordarlo y quizá tengas la respuesta.

Y es por eso que hace tres meses comencé a recordar, no todos los casos, claro, sino sólo los de oficio.

Aquellos casos en que los clientes, bien o mal, pagaron mis servicios no me atrevo a computarlos como ayuda, pero aquellos casos en que mis servicios no fueron pagados o sólo recibieron del estado un precio vil, creo que legítimamente puedo contarlos como asuntos en los que, mejor o peor, he servido a un semejante y a la sociedad en la que vivo.

Y ahora que he estado tres meses recordando asuntos, permítanme que les cuente algunos de esos casos, les hable de algunas de esas cosas que nos interesan a los abogados de oficio y trate de ajustar cuentas con la vida.

El libro «Historias increíbles de un abogado de oficio» se encuentra ya en preventa y saldrá a la venta el próximo día 15. De momento la manera más sencilla de encontrarlo es en Amazon.

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