Las ñoras, el caldero y los procesos irreversibles

Ayer, mientras comía caldero con unos compañeros abogados, la idea del paso del tiempo volvió a asediarme.

Para cualquier ser humano la existencia del tiempo es evidente y, si alguna vez dudamos de ella, las arrugas de nuestro rostro y las muertes de nuestros seres queridos se encargan de recordarnos que el paso del tiempo es real, muy real.

Sin embargo para los científicos la naturaleza del tiempo no es clara en absoluto.

Es muy famosa la carta que Einstein dirigió a la viuda de su gran amigo Michele Besso y en la que dejaba clara cuál era la concepción einsteiniana del tiempo. La carta, en su párrafo esencial, decía así:

Ahora resulta que se me ha adelantado un poco en despedirse de este mundo extraño. Esto no significa nada. Para nosotros, físicos creyentes, la distinción entre el pasado, el presente y el futuro no es más que una ilusión, aunque se trate de una ilusión tenaz.

Sí, el tiempo para Einstein era solo una ilusión. No mucho más real era el tiempo para Newton pues este no pasaba de ser una magnitud más en su universo determinista, un universo que podía moverse adelante o atrás como un mecanismo de relojería y donde, aparentemente, pasado, presente y futuro estaba escritos. Conociendo las leyes de gravitación podíamos fijar la posición de un planeta en el pasado y en el futuro, el tiempo era, pues, solo una variable.

De hecho el tiempo tampoco estuvo claro nunca para los viejos filósofos griegos. Para Aristóteles el tiempo era el estudio del movimiento pero desde la perspectiva del «antes» y el «después»; lo malo es que, Aristóteles, nunca supo explicar de dónde venía esa perspectiva llegando a especular que pudiera producirla el alma.

No existe «antes» ni «después» si no existen procesos irreversibles. Si, como en el universo de Newton, podemos hacer andar los procesos hacia adelante o hacia atrás, el tiempo, ciertamente, no será sino una ilusión. Sólo la existencia de procesos irreversibles, procesos que impidan la vuelta atrás, permitirá obtener una flecha del tiempo que señale la dirección de su avance inexorable, un avance que, siendo evidente e intuitivo para los seres humanos, no es en absoluto evidente para la ciencia ni para los mejores científicos como Einstein.

En este punto siempre me han interesado las inspiradoras tesis del premio nobel de química Ilya Prigogine (1917-2003) acerca de los procesos irreversibles (unos procesos fascinantes de los que les hablaré otro día) y su papel en esta «ilusión» del tiempo einsteiniano.

Para Ilya Prigogine el universo es una realidad en «evolución irreversible» y en eso andaba yo pensando cuando el cocinero del bar «El Palacio» en San Javier me invitó a pasar a la cocina para ver cómo marchaba la preparación del caldero que nos íbamos a comer.

La epifanía tuvo lugar cuando me enseñó unas ñoras, componente indispensable de la receta de un buen caldero y fue ahí donde se me juntaron las ideas del tiempo, Ilya Prigogine, mi amiga Claudia, Colombia, el Perú y el sursum corda.

Hoy, piensen ustedes lo que piensen que sea lo más españolísimo español de España, estarán pensando en un fenómeno mestizo y no sólo mestizo sino «ireversiblemente» mestizo.

Para un buen caldero es preciso el uso de una clase de pimientos secos llamados «ñoras», pimientos que —mal que pese en vecina provincia de Alicante— toman su nombre de un pueblo de la Diócesis de Cartagena llamado «La Ñora». Junto a este pueblo hay un monasterio construido por los frailes Jerónimos que fueron quienes introdujeron el cultivo del pimentón en La Ñora. A estos frailes, a su vez, les habían mandado las semillas los frailes Jerónimos de un monasterio de Extremadura quienes, por su parte, las habían recibido de América. Porque en América no había pimienta pero, oíganme, había unas plantas que picaban tanto o más que la pimienta y que por eso recibieron en España el nombre de «pimentón».

Así pues América está ínsita en el ADN del plato más característico de la costa de la Diócesis Cartaginense, del mismo modo que la fabada asturiana —santo y seña de las esencias asturianas— debe su existencia y nombre a las fabes que ¡oh casualidad! son también americanas. Hoy ya nada es pensable en España sin su ADN americano y ese es un proceso irreversible. Ya no es posible la fabada sin fabes, el caldero sin ñoras, el castellano sin Sor Juana Inés o el Inca Garcilaso ni México sin la Virgen de Guadalupe.

Y le andaba yo dando vueltas a esto mientras pensaba en todos esos locos que desde hace un siglo andan buscando purezas de sangres, de extirpar la sangre semítica de la aria o de separar el producto de razas que se amaron a la busca de restaurar purezas indígenas o europeas. Hoy, racial, cultural, genética y hasta meméticamente, todos esos a los que los rubios gobernantes del norte del Río Grande llaman «hispanos» forman uno de esos «procesos irreversibles» de que hablaba Ilya Prigogine, uno de esos procesos que hacen que el tiempo no pueda volver atrás y que hacen de nosotros, como del universo, una realidad en «evolución irreversible».

Y andaba yo pensando en estas cosas mientras miraba las ñoras que me enseñaba el cocinero cuando mis compañeros me dieron unas voces diciendo que el vino ya estaba en la mesa.

Y tuve que irme hacia la mesa de forma irreversible.

El tiempo, la ñora y el caldero

Agradecer es necesario

Agradecer es una acción fundamental para poder disfrutar de una psique equilibrada. Son muchas las cosas buenas que nos ocurren a lo largo del día y en las que preferimos no reparar para concentrarnos en aquellas que nos salen mal, el camino a la infelicidad o la depresión queda entonces abierto.

Sin embargo, si cada mañana al despertarnos tomamos conciencia de que aún estamos vivos —cosa que nadie nos garantiza— sentiremos que somos unos tipos con suerte y acumularemos una razón para estar contentos.

Las religiones, todas, dentro de su caja de herramientas de tecnologías espirituales, siempre han incluído la obligación de agradecer (cada una a su Dios naturalmente) por este tipo de cosas y hasta han establecido oraciones específicas a la hora de levantarnos o acostarnos que fuercen al creyente a tomar conciencia de que tienen cosas que agradecer.

A mí, ese pequeño milagro, me sucede todos los días a la hora de la comida cuando veo que, nuevamente, tengo un plato frente a mí con qué alimentarme.

Hoy no es de esos días en que los garbanzos me han quedado bien pero comeré y me alimentaré y eso no es poco, de forma que, aunque no pueda agradecer a ningún dios en concreto este milagro, sí que tengo una sólida razón más para estar alegre y sentir que, en el fondo, aún no me ha abandonado la suerte.

Y sí, cuando te despiertes por las mañanas, o a la hora de comer, o al acostarte o cada vez que te suceda algo bueno que nunca debes dar por garantizado, agradécelo a tu dios —si lo tienes— o a la fortuna que te permite aún seguir aquí disfrutando de este juego al que llamamos vida.

Hoy no me ha quedado bien el guiso, pero no seré yo quien se queje, hay garbanzos, pan y vino y eso, créanme, en el fondo es una fiesta.

¡Ah! Y de postre melón.

Patatas fritas

Últimamente se me está haciendo difícil subir fotos de mi comida; algunas de mis followers son tan observadoras que, si bautizo el plato como «pollo con champiñones» y no lleva champiñones, se apresuran a desenmascararme y a denunciar la superchería.

Hoy se ve el pollo (se ve), se ven los champiñones (bajo él) y se ven… Patatas fritas, sí, patatas fritas.

Mi doctora me ha aconsejado que me guarde de los hidratos de carbono de inmediata disposición y que sea cicatero en el consumo de harinas, pastas y tubérculos como las patatas, lo que desconoce mi doctora es que las patatas fritas son como la misma vida.

Cuando te enfrentas a un plato de patatas fritas sabiendo que es una ocasión extraordinaria, atacas el plato con ansia y comes sin tasa hasta que ves que, como sin sentirlo, te has comido medio plato y las patatas que quedan comienzan a menguar. Es entonces cuando las empiezas a comer despacio, morosamente, disfrutando cada patata, masticando lento y saboreando profundo.

Sí: no hay nada como un buen plato de patatas fritas.

Con la vida pasa algo parecido, cuando ya te has comido medio plato y te quedan menos años por vivir que los ya vividos, también empiezas a masticar despacio y a saborear profundo. Ya no estás para que nadie te quite patatas dándote la tabarra con cosas que tienen importancia para ellos pero que no son importantes para ti; ya no pierdes tu tiempo compartiendo las pocas patatas que te quedan con gentes sin fondo. No, no estás para desperdiciar patatas, cada año que te queda quieres disfrutarlo —aunque venga malo, como este 2020— y vivirlo profundamente, tan profunda e intensamente como sea posible. Y no quieres que te distraigan pues a estas alturas ya solo quieres vivir cosas que te atraigan.

La fortuna, por el momento, me es favorable y aún me quedan años y patatas en la despensa, así que, con su permiso, voy a concentrarme.

Va por ustedes.

Yo tengo un cuenco

Yo tengo un cuenco, quizá a ustedes eso no les parezca nada del otro mundo, pero a mí me da que pensar. Déjenme que les cuente.

Diógenes de Sinope fue una especie de hippie del siglo V antes de Cristo. Cuando era niño (Diógenes, no yo) él y su padre hubieron de huir de Sinope porque, al parecer, este último se dedicó al muy poco noble arte de acuñar moneda falsa. La acusación no parece que se la hiciesen a humo de pajas pues, excavaciones arqueológicas hechas recientemente en Sinope, han sacado a la luz una buena cantidad de monedas falsas.

Diógenes vivió como un vagabundo en las calles de Atenas, donde fue discípulo de Antístenes, filósofo discípulo a su vez del gran Sócrates. Diógenes, como hombre sabio, hizo de la necesidad virtud y de la pobreza material extrema una virtud extrema. Se dice que vivía en una tinaja o barril en lugar de en una casa, y que, cierto día que se acercó a ella Alejandro Magno atraído por la fama del filósofo pobre y le dijo al mísero que le pidiese cualquier favor, este le pidió simplemente que se apartase porque le estaba haciendo sombra y él, al solecico, estaba tan ricamente.

Hoy, mientras me disponía a servirme unas sopas de ajo que me he preparado siguiendo la receta de un monje franciscano que se ha hecho «youtuber», me he acordado de Diógenes porque, no se si lo he dicho ya, el cuenco que se ve en la fotografía es mío y resulta que, el pobre Diógenes, no tenía más propiedades que un manto para cubrirse, un zurrón, un bastón para apoyarse y un cuenco, como el mío, para comer y beber.

Ocurrió que Diógenes, un día, viendo a un niño beber con las manos o comer lentejas dentro de la corteza de un pan (que en esto difieren los autores), sintió que su cuenco no le era necesario en absoluto y se deshizo de él.

A mí siempre me ha resultado simpático Diógenes de Sinope. Sus denuncias de la falsa moralidad social (parecer bueno y no serlo, aparentar ser justo y no serlo) son tan actuales ahora como hace 25 siglos y es verdad que, para no ser objeto de falaces argumentaciones «ad hominem», no te queda otra opción que vivir pobre y sin más aspiración que la virtud.

Así y todo sus contemporáneos se las arreglaron para denostarle y, por su forma de vida, le llamaron «perro», nombre con el que él mismo y su escuela filosófica han pasado a la historia: los «cínicos» (del griego κύων kyon: ‘perro’, denominación atribuida debido a su frugal modo de vivir). Hoy «cínico» es poco menos que un insulto, así que de poco le sirvió su virtuosa pobreza al desdichado Diógenes.

Visto que no hay forma de salvarse de la maledicencia humana, yo, al revés que Diógenes, no me voy a deshacer de mi cuenco; y no solo eso: pienso llenarlo de sopa de ajo y zampármelo a la salud de ustedes, de la memoria de Diógenes el Cínico y de todos los que no entendieron mi post de ayer.

Con esto, para cuando usted lea estas líneas, yo ya habré comido hoy (mañana ya veremos) y no solo eso: cuando acabe mi siesta, quizá, tomaré un poquito el sol en la Plaza de la Serreta de donde no me moverá ni Alejandro Magno redivivo.

Y seré rico, como Diógenes.

Distinguiendo calderos

Si ve usted anunciado en un restaurante caldero murciano tema usted lo peor: el caldero “murciano”, simplemente, no existe. Y no, no me lo discuta: NO existe.

Pero si ve usted anunciado Caldero de Cartagena puede usted temerse, igualmente, lo peor; pues, si el caldero “murciano” no existe, el «cartagenero» tampoco (aunque sí existe el caldero de “Santa Lucía”, un barrio de Cartagena).

Vamos a llamar a las cosas por su nombre y a los calderos por el suyo, limpiemos de mixtificadores y pseudo gastrónomos el mundo y vayamos a lo que importa: la manduca.

Hay tres clases solamente de caldero en el universo mundo y su denominación responde a los productos del mar con que está confeccionado. Se llama “Caldero del Mar Menor” al que está hecho con los peces de ese —hoy— agonizante mar (singularmente mújoles), se llama “Caldero de Cabo de Palos” al que está confeccionado con peces del Mar Mayor (que es la forma en que por aquí se llama al Mediterráneo) y existe (o existía) el “Caldero de Santa Lucía”, plato de tres vuelcos —esto incluye la patata— de los pescadores del barrio cartagenero de Santa Lucía.

Read my lips: there is no “caldero murciano”. Ni hay atunes en Hellín ni existe caldero de Murcia. Grábeselo a fuego: non, niet, no, nein. Ni el de Cartagena tampoco. Deje usted de hacer el turista o el cateto y aténgase a lo que le digo. Le irá mejor.

Y dicho esto déjenme que les cuente algo que me viene reconcomiendo el paladar los últimos 50 años.

Es fama que, cuando no había pescado, el caldero podía cocinarse con piedras del fondo del mar que diesen sabor al caldo. Esta costumbre sólo ha perdurado en Águilas y, a día de hoy, sólo hay un restaurante donde sirven “arroz a la piedra”, aunque lo acompañan de tanto marisco y zarandaja que le hacen perder todo su sentido y sabor.

Dejen ya de engañar turistas con “Caldero de Murcia” y recuperen el caldero de Santa Lucía o el Arroz a la Piedra de Águilas en su expresión primigenia.

Yo les quedaré agradecido y espero que el mundo también.
#caldero #rice #spanishrice #arroz #food #realfood

Ni cartageneros ni murcianos: egipcios

A fin de sacar de su error a quienes aún reclaman un origen murcianocarthaginense del michirón, hoy me he determinado a preparar estas legumbres en la forma más difundida por el mundo, llamada universalmente Ful Medammes.

Los ingredientes a prevenir son:

-Michirones cocidos según el método bíblico de cocción. (O eso o los compras ya cocidos).

-Tomate finamente picado

-Perejil ad libitum

-Limón escurrido con toda la generosidad posible

-Comino en polvo usado sin miedo

-Pimentón dulce de La Ñora (si es de otro sitio sirve igual).

-Sal.

-Aceite de oliva del Huerto de Getsemaní. (Si es de Cafarnaún, de Andújar o de Baena, te saldrá más barato y hasta te sabrá mejor).

El michirón a usar en esta preparación conviene que sea un poco más pequeño de lo normal —aunque ello no tenga demasiada importancia— y es imprescindible que sea cocido siguiendo un escrupulosísimo método, probablemente fijado durante el reinado del rey asirio Senaquerib, abuelo de Asurbanipal, aunque no falten autores que, con poco fundamento, lo atribuyan al bestia de Asurnasirpal. El proceso de cocción tiene la particularidad de que ha de llevarse a cabo necesariamente en ollas de cobre pues otros metales no le dan el sabor exacto al michirón y ha de hacerse lentísimamente. El Talmud recoge (y esto no es coña) que estas ollas solían «enterrarse» en las cenizas y brasas del fuego de la noche donde se dejaban hirviendo hasta el día siguiente, de ahí que el plato, en su nombre más común, sea conocido como «Ful Medammes», un compuesto de la palabra egipcia «Ful» (haba) y la voz copta «Medammes» (enterrado).

Esta preparación (Full Medammes) es la comida nacional de los egipcios y es a los habitantes de El Cairo lo que el arroz a los de Pekin. Gracias a los michirones y al Full Medammes los egipcios no sólo construyeron un imperio hace 5000 años sino que incluso en la actualidad promueven disputas entre murcianos y cartageneros.

Pero que el Ful Medammes sea popular en Egipto no significa que sea una comida egipcia; su consumo en las riberas del Tigris y el Eúfrates o incluso en Canaán, está acreditado desde la noche de los tiempos.

Hoy me he decidido a prepararme un plato de Ful Medammes y, para ello, he consultado al mejor consejero aúlico que podía tener, mi amigo el sirio Nasán que, además de regentar una tienda de comestibles debajo de mi casa, es hombre que todos los días, incluso en Ramadán, se desayuna un plato de Full Medammes de forma que, como ven, está el hombre sano y rozagante cual si de un Nemrod o un Hammurabbi se tratase.

Por lo demás el método de preparación del plato es sencillo: se calientan levemente los michirones una vez cocidos y se le añaden el resto de los ingredientes en preparación mezclada, no agitada.

Y créanme, están cojonudos.

Gazpachos de historia

El gazpacho es comida misteriosa y de orígenes oscuros para los gourmands poco avisados. Siempre que un gazpacho está bien hecho y se disfruta en común surge la misma pregunta:

—¿Cómo harían el gazpacho antes de que trajesen de América el tomate? ¿Habría siquiera gazpacho?

Usualmente siempre aparece algún comensal que recuerda a los demás que el ajoblanco es gazpacho y está hecho con almendras. No falta tampoco quien recuerda que existe el gazpacho manchego a base de carne y torta cenceña y ahí languidece la conversación porque nadie acierta a encontrar el denominador común entre preparaciones culinarias tan dispares como lo son el gazpacho manchego y el ordinariamente adjetivado de andaluz.

Para resolver este dilema no hay más remedio que acudir a la etimología que nos enseña que la palabra «gazpacho» se atestigua ya en el castellano del s. XII como «gaspacho», y después en muchas fuentes, incluido el Quijote. Existe también la forma antigua «caspacho» y, según el docto magisterio de Corominas, es lo más probable que deriven de la antigua voz «caspa», en el sentido de escamas o láminas de pan sobrantes a la que se añadió el sufijo mozárabe «-acho». Originariamente se empleaba en plural (se decía comer gazpachos, y no comer gazpacho), porque gazpacho, en origen, no es el nombre del plato, sino de los fragmentos de pan o corteza de pan, o los fragmentos de torta reutilizados y guisados. Si consideramos este dato del pan troceado podemos entender perfectamente porqué gazpachos andaluces y manchegos se llaman igual pues, ya desde antiguo, se elaboraba también una especie de pan ácimo sin levadura, en forma de tortas finas, cocido en el monte a la piedra, especial para gazpachos, que luego se troceaba para ser guisado, y que hoy se llaman tortas cenceñas, los «gazpachos» del gazpacho manchego.

Esto de trocear pan seco y humedecerlo en un líquido es mucho más antiguo que el propio Jesucristo.

Si deconstruimos el gazpacho andaluz y le quitamos los trozos (gazpachos) de cualquier cosa que lleve nos quedará apenas una mezcla de agua, vinagre, sal y quizá aceite. Pues bien, esa mezcla básica de agua y vinagre no es sino la bebida reglamentaria de los legionarios romanos: la «posca». La Historia Augusta nos cuenta como Trajano o su hijo Adriano bebían la «Posca» como cualquier legionario e incluso, en los Evangelios, la «posca» ocupa un lugar destacado cuando un legionario, apiadado de la sed que padece el Crucificado, le acerca con su lanza una esponja rebosante de «posca» para aliviar su sed.

Ocurre que como en griego (el idioma en que se escriben los evangelios) no existía la palabra «posca» usaron la palabra οξος (oxos, «vinagre») para llamar a la «posca» y, cuando estos fueron traducidos al latín en la Vulgata, la palabra «posca» fue definitivamente traducida por «acetum» (vinagre) a pesar de que, por entonces, los soldados del imperio romano de oriente todavía consumían reglamentariamente esta bebida con el nombre de phouska.

El caritativo gesto del legionario romano dando de beber a Cristo para aplacar su sed, merced a esta serie de errores de traducción, acabó injustamente convertido en un episodio más de maltrato.

¿Y por qué bebían agua y vinagre los legionarios romanos?

Por muchos y muy fundados motivos. En primer lugar porque el agua que consumían no siempre era de buena calidad y el vinagre con su ácido acético les ofrecía propiedades bactericidas que hacían más segura la ingesta de agua además de aumentar sus virtudes refrescantes.

¿Invento romano? No. Ya en la propia Biblia, en el Antiguo Testamento, se lee en el libro de Rut que los segadores bebían agua y vinagre como bebida isotónica avant la lettre para recuperarse del esfuerzo realizado bajo el sol y antes, mucho antes, ya desde el 3000 antes de Cristo, está acreditada la producción y consumo de vinagre en Mesopotamia.

Sí, la sopa primigenia del gazpacho ya existía hace cinco mil años en Mesopotamia y, quizá, les guste a ustedes saber que a los acadios (uno de los pueblos que dominó Mesopotamia en los albores de la civilización humana) les gustaba también trocear sus panes y sus alimentos y que a esa acción le llamaban… «kasapu». (¿Les suena parecido a algo?)

Y mientras me como mi kasapu, hecho de hortalizas y 5000 años de historia, pienso en las «esferificaciones», en las «espumas» y demás creaciones de la cocina moderna y me digo que no, que ninguna de esas creaciones me podrá contar nunca tantas historias como me cuenta un plato de kaspasu como este.