Las ñoras, el caldero y los procesos irreversibles

Ayer, mientras comía caldero con unos compañeros abogados, la idea del paso del tiempo volvió a asediarme.

Para cualquier ser humano la existencia del tiempo es evidente y, si alguna vez dudamos de ella, las arrugas de nuestro rostro y las muertes de nuestros seres queridos se encargan de recordarnos que el paso del tiempo es real, muy real.

Sin embargo para los científicos la naturaleza del tiempo no es clara en absoluto.

Es muy famosa la carta que Einstein dirigió a la viuda de su gran amigo Michele Besso y en la que dejaba clara cuál era la concepción einsteiniana del tiempo. La carta, en su párrafo esencial, decía así:

Ahora resulta que se me ha adelantado un poco en despedirse de este mundo extraño. Esto no significa nada. Para nosotros, físicos creyentes, la distinción entre el pasado, el presente y el futuro no es más que una ilusión, aunque se trate de una ilusión tenaz.

Sí, el tiempo para Einstein era solo una ilusión. No mucho más real era el tiempo para Newton pues este no pasaba de ser una magnitud más en su universo determinista, un universo que podía moverse adelante o atrás como un mecanismo de relojería y donde, aparentemente, pasado, presente y futuro estaba escritos. Conociendo las leyes de gravitación podíamos fijar la posición de un planeta en el pasado y en el futuro, el tiempo era, pues, solo una variable.

De hecho el tiempo tampoco estuvo claro nunca para los viejos filósofos griegos. Para Aristóteles el tiempo era el estudio del movimiento pero desde la perspectiva del «antes» y el «después»; lo malo es que, Aristóteles, nunca supo explicar de dónde venía esa perspectiva llegando a especular que pudiera producirla el alma.

No existe «antes» ni «después» si no existen procesos irreversibles. Si, como en el universo de Newton, podemos hacer andar los procesos hacia adelante o hacia atrás, el tiempo, ciertamente, no será sino una ilusión. Sólo la existencia de procesos irreversibles, procesos que impidan la vuelta atrás, permitirá obtener una flecha del tiempo que señale la dirección de su avance inexorable, un avance que, siendo evidente e intuitivo para los seres humanos, no es en absoluto evidente para la ciencia ni para los mejores científicos como Einstein.

En este punto siempre me han interesado las inspiradoras tesis del premio nobel de química Ilya Prigogine (1917-2003) acerca de los procesos irreversibles (unos procesos fascinantes de los que les hablaré otro día) y su papel en esta «ilusión» del tiempo einsteiniano.

Para Ilya Prigogine el universo es una realidad en «evolución irreversible» y en eso andaba yo pensando cuando el cocinero del bar «El Palacio» en San Javier me invitó a pasar a la cocina para ver cómo marchaba la preparación del caldero que nos íbamos a comer.

La epifanía tuvo lugar cuando me enseñó unas ñoras, componente indispensable de la receta de un buen caldero y fue ahí donde se me juntaron las ideas del tiempo, Ilya Prigogine, mi amiga Claudia, Colombia, el Perú y el sursum corda.

Hoy, piensen ustedes lo que piensen que sea lo más españolísimo español de España, estarán pensando en un fenómeno mestizo y no sólo mestizo sino «ireversiblemente» mestizo.

Para un buen caldero es preciso el uso de una clase de pimientos secos llamados «ñoras», pimientos que —mal que pese en vecina provincia de Alicante— toman su nombre de un pueblo de la Diócesis de Cartagena llamado «La Ñora». Junto a este pueblo hay un monasterio construido por los frailes Jerónimos que fueron quienes introdujeron el cultivo del pimentón en La Ñora. A estos frailes, a su vez, les habían mandado las semillas los frailes Jerónimos de un monasterio de Extremadura quienes, por su parte, las habían recibido de América. Porque en América no había pimienta pero, oíganme, había unas plantas que picaban tanto o más que la pimienta y que por eso recibieron en España el nombre de «pimentón».

Así pues América está ínsita en el ADN del plato más característico de la costa de la Diócesis Cartaginense, del mismo modo que la fabada asturiana —santo y seña de las esencias asturianas— debe su existencia y nombre a las fabes que ¡oh casualidad! son también americanas. Hoy ya nada es pensable en España sin su ADN americano y ese es un proceso irreversible. Ya no es posible la fabada sin fabes, el caldero sin ñoras, el castellano sin Sor Juana Inés o el Inca Garcilaso ni México sin la Virgen de Guadalupe.

Y le andaba yo dando vueltas a esto mientras pensaba en todos esos locos que desde hace un siglo andan buscando purezas de sangres, de extirpar la sangre semítica de la aria o de separar el producto de razas que se amaron a la busca de restaurar purezas indígenas o europeas. Hoy, racial, cultural, genética y hasta meméticamente, todos esos a los que los rubios gobernantes del norte del Río Grande llaman «hispanos» forman uno de esos «procesos irreversibles» de que hablaba Ilya Prigogine, uno de esos procesos que hacen que el tiempo no pueda volver atrás y que hacen de nosotros, como del universo, una realidad en «evolución irreversible».

Y andaba yo pensando en estas cosas mientras miraba las ñoras que me enseñaba el cocinero cuando mis compañeros me dieron unas voces diciendo que el vino ya estaba en la mesa.

Y tuve que irme hacia la mesa de forma irreversible.

El tiempo, la ñora y el caldero

Ensayo de derecho natural (VII): el juego del ultimátum

Supongo que, a estas alturas, el lector está legitimado para pedir a quien esto escribe alguna prueba de que lo que está contando funciona en la práctica.

—Usted verá, lleva seis capítulos dando la turra con microorganismos, estrategias evolutivas, teoría de juegos y competiciones de ordenador y aún no sabemos dónde quiere ir usted a parar.

—Quiero ir a parar al punto de demostrar que existe un derecho natural inscrito en nuestros genes y que es producto de muchos millones de años de procesos evolutivos.

—Pues bien fácil lo tiene usted, pónganos un ejemplo de un caso en que la percepción innata de justicia del ser humano choque frontalmente con sus criterios racionales.

—Usted lo ha querido ¿conoce el «juego del ultimátum»?

—No.

—Pues vamos a él.

En el juego del ultimátum compiten dos jugadores y es un juego que sólo se juega una vez. Insisto. Este juego sólo se juega una vez y no perder esto de vista es esencial.

A uno de los dos jugadores (le llamaremos oferente) se le ofrece una cantidad de dinero, pongamos por ejemplo mil euros, y se le pide que, de esa cantidad, ofrezca a su contrincante una parte.

El jugador oferente puede ofrecer a su contrincante (llamémosle Respondedor) la cantidad que desee, desde los mil euros a un solo euro, pero (aquí está el pero) los jugadores solo podrán quedarse con el dinero si el Respondedor acepta la cantidad que se le ofrece, si no la acepta ambos lo oerderán todo.

Ahora reflexione y piense si usted fuese el oferente qué cantidad ofrecería y si fuese el respondedor con qué cantidad estaría dispuesto a conformarse, mientras yo le voy contando algunas cosas.

Desde el punto de vista económico y dado que el juego sólo se juega una vez las matemáticas nos dicen que el respondedor debe aceptar cualquier oferta superior a cero que le haga el oferente. Rechazar cualquier oferta superior a cero supone perder dinero sin contraprestación alguna, de forma que la lógica, la racionalidad económica y las matemáticas nos indican que la conducta racional para el respondedor es aceptar cualquier cantidad.

Sin embargo usted y yo sabemos que los seres humanos no somos así de racionales.

He hecho esta prueba con varios alumnos en prácticas en mi despacho y recuerdo con especial cariño una ocasión en que un joven abogado particularmente ágil de mente ofreció de los mil euros tan solo cinco a otra compañera abogada.

Esta miró con cara de estupor al oferente y este, viendo que ella iba a rechazar la oferta se le adelantó y le dijo:

—Piénsalo, es mejor cinco euros que nada.

Ella respondió

—¿Y el gusto que me va a dar a mí verte perder 995€? ¿Tú sabes cuánto vale eso, pedazo de gomias?

La compañera quizá no actuase racionalmente pero es así como funciona el ser humano. Una pulsión (emoción) construida durante millones de años de historia evolutiva humana la impulsaba a decirle a su competidor que de ella no se iba a reír.

Podemos especular qué habría ocurrido si la oferta, en vez de cinco hubiese sido de 495€. ¿Habría rechazado en tal caso la oferta la compañera? También podríamos especular sobre otras circunstancias pero lo cierto es que el ser humano, dentro de determinados límites, prefiere satisfacer una cierta pulsión de justicia a un simple beneficio económico aunque ello le lleve a comportarse irracionalmente.

Y ahora yo debería extenderme sobre las causas de esta particular forma de conducta del ser humano, de esta intuitiva percepción de lo justo y de lo injusto y de cómo, dentro de ciertos límites, el ser humano prefiere seguir sus instintos que la racionalidad. Pero eso lo haré en los próximos capítulos, en este prefiero escucharles a ustedes por si tienen algo que decir.

Ensayo de derecho natural (VI): teoría de juegos

Para poder sostener que la justicia y el derecho surgen entre las sociedades de seres vivos como consecuencia de procesos naturales, es preciso antes exponer siquiera sea de forma somera qué son la teoría de la evolución y la teoría de juegos.

No me detendré ahora a explicar la teoría de la evolución —lo haré más adelante desde un enfoque «informacional»— pues, aunque sea superficialmente, es relativamente conocida. Sí lo haré, en cambio, respecto de la teoría de juegos ya que, en conversaciones con otros juristas, he detectado que es para ellos una absoluta desconocida. A explicar de forma somera qué es la teoría de juegos y un ejemplo clásico de la misma, va destinado éste post.

La teoría de juegos es un área de la matemática aplicada que utiliza modelos para estudiar interacciones en estructuras formalizadas de incentivos (los llamados juegos) y llevar a cabo procesos de decisión. Sus investigadores estudian las estrategias óptimas así como el comportamiento previsto y observado de individuos en juegos. Desarrollada en sus comienzos como una herramienta para entender el comportamiento de la economía, la teoría de juegos se usa actualmente en muchos campos, desde la biología a la filosofía y también (¿por qué no?) el derecho. Experimentó un crecimiento sustancial y se formalizó por primera vez a partir de los trabajos de John von Neumann y Oskar Morgenstern, antes y durante la Guerra Fría, debido sobre todo a su aplicación a la estrategia militar. En otras palabras, estudia la elección de la conducta óptima cuando los costes y los beneficios de cada opción no están fijados de antemano, sino que dependen de las elecciones de otros individuos.

El ejemplo que más a menudo suele usarse para ilustrar la teoría de juegos es el llamado “Dilema del prisionero” que, en su versión más clásica, es enunciado así (wikipedia):

La policía arresta a dos sospechosos. No hay pruebas suficientes para condenarlos y, tras haberlos separado, los visita a cada uno y les ofrece el mismo trato. Si uno confiesa y su cómplice no, el cómplice será condenado a la pena total, diez años, y el primero será liberado. Si uno calla y el cómplice confiesa, el primero recibirá esa pena y será el cómplice quien salga libre. Si ambos permanecen callados, todo lo que podrán hacer será encerrarlos durante seis meses por un cargo menor. Si ambos confiesan, ambos serán condenados a seis años.

Lo que puede expresarse como

Tabla de pagos 1

Tabla de pagos 1

Vamos a suponer que ambos prisioneros son completamente egoístas y su única meta es reducir su propia estancia en la cárcel. Como prisioneros tienen dos opciones: cooperar con su cómplice y permanecer callados o traicionar a su cómplice y confesar. El resultado de cada elección depende de la elección del cómplice. Desafortunadamente, uno no conoce qué ha elegido hacer el otro. Incluso si pudiesen hablar entre sí, no podrían estar seguros de confiar mutuamente.

Si uno espera que el cómplice escoja cooperar con él y permanecer en silencio, la opción óptima para el primero sería confesar, lo que significaría que sería liberado inmediatamente, mientras el cómplice tendrá que cumplir una condena de 10 años. Si espera que su cómplice decida confesar, la mejor opción es confesar también, ya que al menos no recibirá la condena completa de 10 años, y sólo tendrá que esperar 6, al igual que el cómplice. Si, sin embargo, ambos decidiesen cooperar y permanecer en silencio, ambos serían liberados en sólo 6 meses.

Confesar es una estrategia dominante para ambos jugadores. Sea cual sea la elección del otro jugador, pueden reducir siempre su sentencia confesando. Por desgracia para los prisioneros, esto conduce a un resultado regular, en el que ambos confiesan y ambos reciben largas condenas. Aquí se encuentra el punto clave del dilema. El resultado de las interacciones individuales produce un resultado que no es óptimo -en el sentido de eficiencia de Pareto-; existe una situación tal que la utilidad de uno de los detenidos podría mejorar (incluso la de ambos) sin que esto implique un empeoramiento para el resto. En otras palabras, el resultado en el cual ambos detenidos no confiesan domina al resultado en el cual los dos eligen confesar.

Si se razona desde la perspectiva del interés óptimo del grupo (de los dos prisioneros), el resultado correcto sería que ambos cooperasen, ya que esto reduciría el tiempo total de condena del grupo a un total de un año. Cualquier otra decisión sería peor para ambos si se consideran conjuntamente. A pesar de ello, si siguen sus propios intereses egoístas, cada uno de los dos prisioneros recibirá una sentencia dura.

El científico cognitivo Douglas Hofstadter observó que la matriz de pagos del dilema del prisionero puede, de hecho, escribirse de múltiples formas, siempre que se adhiera al siguiente principio:

T > R > C > P

donde T es la tentación para traicionar (esto es, lo que obtienes cuando desertas y el otro jugador coopera); R es la recompensa por la cooperación mutua; C es el castigo por la deserción mutua; y P es la paga del primo (esto es, lo que obtienes cuando cooperas y el otro jugador deserta).

En el caso del dilema del prisionero, la fórmula se cumple: 0 > -0,5 > -6 > -10 (en negativo pues los números corresponden a años de carcel).

Las fórmulas anteriores aseguran que, independientemente de los números exactos en cada parte de la matriz de pagos, es siempre «mejor» para cada jugador desertar, haga lo que haga el otro.

Siguiendo este principio, y simplificando el dilema del prisionero obtendremos la siguiente matriz de pagos canónica para el dilema, esto es, la que se suele mostrar en la literatura sobre este tema:

Tabla de pagos 2

Tabla de pagos 2

En terminología «ganancia-ganancia» la tabla sería similar a esta:

Tabla de pagos 3

Tabla de pagos 3

Estos ejemplos en concreto en los que intervienen prisioneros, intercambio de bolsas y cosas parecidas pueden parecer rebuscados, pero existen, de hecho, muchos ejemplos de interacciones humanas y de interacciones naturales en las que se obtiene la misma matriz de pagos. El dilema del prisionero es por ello de interés para ciencias sociales como economía, ciencia política y sociología, además de ciencias biológicas como etología y biología evolutiva.

En ciencia política, dentro del campo de las relaciones internacionales, el escenario del dilema del prisionero se usa a menudo para ilustrar el problema de dos estados involucrados en una carrera armamentística. Ambos razonarán que tienen dos opciones: o incrementar el gasto militar, o llegar a un acuerdo para reducir su armamento. Ninguno de los dos estados puede estar seguro de que el otro acatará el acuerdo; de este modo, ambos se inclinarán hacia la expansión militar. La ironía está en que ambos estados parecen actuar racionalmente, pero el resultado es completamente irracional.

Otro interesante ejemplo tiene que ver con un concepto conocido de las carreras en ciclismo, por ejemplo el Tour de Francia. Considérense dos ciclistas a mitad de carrera, con el pelotón a gran distancia. Los dos ciclistas trabajan a menudo conjuntamente (cooperación mutua) compartiendo la pesada carga de la posición delantera, donde no se pueden refugiar del viento. Si ninguno de los ciclistas hace un esfuerzo para permanecer delante, el pelotón les alcanzará rápidamente (deserción mutua). Un ejemplo visto a menudo es que un sólo ciclista haga todo el trabajo (coopere), manteniendo a ambos lejos del pelotón. Al final, esto llevará probablemente a una victoria del segundo ciclista (desertor) que ha tenido una carrera fácil en la estela del primer corredor.

Un ejemplo adicional se puede observar en las intersecciones de dos vías por donde circulan autos y donde ninguna tiene una preferencia sobre la otra: si todos los conductores colaboran y hacen turnos para pasar, la pequeña espera se justifica por el beneficio de no generar una congestión en el medio. Si alguien no colabora y el resto sí, se beneficia el «no colaborador» generando un desorden en la secuencia de turnos que perjudica a los que estaban colaborando. Por último, cuando nadie quiere colaborar y tratan de pasar primero, se genera una gran congestión donde todos pierden mucho tiempo.

Una variante de éste juego especialmente útil para justificar la afirmación de que los principios de justicia se explican a través de la teoría de juegos y la evolución, es el juego llamado “Dilema del prisionero iterado”.

Esta variante del juego se produce cuando los prisioneros no juegan una sola vez el juego, sino que lo juegan varias veces, de forma sucesiva y con memoria. Ahora los participantes en el juego repiten el mismo varias veces, y lo que es mejor, se acuerdan de si en la partida anterior su contrincante les traicionó o cooperó.

Tal y como mostró el premio nobel Robert Aumann en 1959, si el juego del prisionero se juega repetidamente y con memoria un número indefinido de veces el resultado es que los jugadores acaban estableciendo una estrategia de cooperación.

Mediante competiciones reales y simulaciones por ordenador se ha determinado que en éste juego del prisionero iterado el egoísmo no es rentable, la mejor estrategia para ganar en el juego es la llamada de “venganza sin rencor” o “Tit for Tat with forgiveness.» (“Donde las dan las toman con capacidad de perdón”).

La estrategia ganadora es simple: En la primera jugada cooperaremos y, a partir de ahí, haremos lo que haya hecho el oponente en la jugada anterior; si nos traiciona le traicionaremos, si coopera entonces cooperaremos. Como la estrategia puede conducir a un bucle si nuestro adversario aplica la misma estrategia, en algunas pocas ocasiones, olvidaremos su traición y cooperaremos. Finalmente los estudios demuestran que ambos contendientes acaban cooperando y que la estrategia más egoísta es, precisamente, la altruista. Desde un punto de vista egoísta lo más aconsejable precisamente es, paradójicamente, establecer una conducta altruista.

Quedémonos, pues, con esta paradoja aparente pues en los capítulos siguientes volveremos sobre ella.

Ensayo de derecho natural (V): afinando la cooperación

Ya hemos visto que la reciprocidad es una estrategia exitosa en el mundo de la cooperación pero no podemos negar que la reciprocidad absoluta puede conducir a resultados poco deseables. Utilizando como ejemplo una variante del programa «tit for tat» podemos imaginar lo que ocurriría si se enfrentasen el «tit for tat» genuino (coopera en la primera interacción y luego replica las respuestas del adversario) con un «tit for tat» que no cooperase en la primera —más desconfiado— y luego replicase. Como pueden imaginar los dos programas jamás cooperarían o —como dicen que dijo Gandhi— «ojo por ojo y los dos ciegos».

Hay, pues, que dar oportunidades a la cooperación y el perdón es una herramienta esencial para romper la cadena infinita de venganzas.

Por eso no debería extrañarnos que, del mismo modo que el rencor o el deseo de venganza son un equipamiento emocional de serie del ser humano, la propensión a perdonar también aparezca si pasa el tiempo suficiente, ese tiempo que «todo lo cura» según la sabiduría popular.

Pero no solo el perdón es una herramienta que mejora las prestaciones de la reciprocidad pura, en la naturaleza podemos encontrar una amplia variedad de herramientas destinadas a idéntico fin. Hagamos aquí un repaso de algunas de ellas y comencemos por una vieja conocida, la de las etiquetas, estereotipos y símbolos de status.

Los seres humanos nos relacionamos unos con otros atendiendo a algunos signos externos que nos permiten suponer que el indivíduo con quien interactuamos pertenece a un grupo caracterizado por algún conjunto de conductas típico. Nuestro comportamiento con un individuo vestido de policía, por ejemplo, no es el mismo que si nos encontramos al mismo individuo vestido de paisano; tampoco es igual nuestra actitud hacia ese individuo si este viste como un delincuente marginal o si viste como un elegante hombre de negocios pues nuestros prejuicios nos hacen suponer, sólo por la forma de vestir, unos determinados patrones de conducta.

El juego de las apariencias no es infrecuente en la naturaleza siendo muy conocidos algunos casos como el de la serpiente coral, muy venenosa, y la falsa serpiente coral, absolutamente inocua, las cuales comparten una librea muy similar y difícil de distinguir. El parecido externo de la falsa coral con la verdadera coral la protege de las agresiones haciendo creer a los agresores que es una peligrosa serpiente venenosa.

Los seres humanos usamos intensivamente las etiquetas como distintivos de status (¡ay la afición de algunos juristas a la bisutería jurídica!) de pertenencia a un grupo o de asunción de unos determinados valores. Pero las etiquetas son peligrosas y a menudo son causa de estereotipos auto confirmados.

Imaginemos que en una comunidad determinada, por diversos motivos, se asignan etiquetas a una parte importante de la población. A esas etiquetas las llamaremos azules y verdes, como en el hipódromo de Bizancio, pero puede usted llamarlas independentismo o unionismo, izquierda o derecha, blanco o blanquiverde… Y una vez repartidas las etiquetas imaginemos que los miembros de cada grupo prefieren cooperar con los que llevan su misma etiqueta y se muestran renuentes a cooperar con los que portan la etiqueta contraria. Si ambas comunidades usan la reciprocidad («tit for tat») resultará que la mera asignación previa de etiquetas hará aparecer amables a quienes portan nuestra misma etiqueta y hostiles a quienes portan la etiqueta contraria. La mera asignación de etiquetas creará grupos progresivamente hostiles entre sí, destruyendo o haciendo sumamente difícil la cooperación intergrupal y lo peor es que estos estereotipos serán estables en la sociedad aunque no tengan fundamento real alguno.

Está estrategia de verdes-azules tiene dos lamentables consecuencias, una que el conjunto de la población coopera peor y por tanto todos pierden, la segunda consecuencia es aún peor y es que, cuando un grupo supera en población a otro, aparecen las minorías que, a menudo, se convierten en minorías oprimidas y poco importa si la etiqueta es una bandera en la solapa de la chaqueta, el color de la piel o un símbolo religioso.

Otras estrategias destinadas a afinar la cooperación son la reputación, generando en el resto de los individuos la creencia de que nunca dejarás pasar una ofensa para de esta forma disuadirlos de traicionar. Es quizá el caso de Gran Bretaña en Malvinas y es el caso, que seguro has visto, de quien enfadado grita:

—Yo por las buenas soy muy bueno pero ¡ay por las malas!

En el fondo no es más que una tan discutible como extendida campaña de creación de reputación.

Muchas otras herramientas existen pero cada una merecería un ensayo para sí misma y no es el objetivo de este ensayo profundizar en ellas. Si lo desean en otra ocasión las repasamos.

Ahora es ya momento de que pasemos a un ámbito capital en este ensayo de derecho natural: la teoría de juegos.

Ensayo sobre el derecho natural (IV): la máquina de las emociones

Marvin Minsky, uno de los padres de la inteligencia artificial, fue un científico que dedicó mucho tiempo al estudio de la mente humana y llegó a llamar al ser humano «The Emotion Machine» (La Máquina de las Emociones) porque entebdió que, en la base de todo comportamiento humano y en la base de su proceso de toma de decisiones se encontraban estas aplicaciones de programación de comportamientos desarrolladas por la evolución a las que llamamos emociones. Incluso propugnó que, si habíamos de diseñar una máquina inteligente, habríamos de dotarla de emociones pues son un recurso absolutamente genial para economizar y administrar eficazmente los escasos recursos de que disponen los seres vivos. Si un león nos ataca nuestro organismo disparará la emoción llamada «miedo» y, a partir de ese momento, todos los recursos de nuestro organismo se destinarán a correr como alma que lleva el diablo; si lo piensan un gran invento de la evolución.

Es importante entender el papel que juegan las emociones en la toma de decisiones por parte de los seres humanos y antes de pasar a estudiar estrategias complementarias de la reciprocidad —según les prometí en el capítulo anterior— creo que es necesario dedicar un poco de tiempo a estudiar, aunque sea de forma somera, el papel que juegan las emociones en nuestra vida.

Si observamos el comportamiento de los seres humanos en la vida cotidiana no nos costará descubrir en cuántas ocasiones las emociones determinan sus conductas. No necesito contarles cómo la naturaleza se encarga de que los padres sientan por sus hijos un amor (una poderosa emoción ¿verdad?) tan acrítico e indisimulado —sobre todo en sus primeros años de vida— que los ven los seres más hermosos del universo; y no se empeñe usted en discutir eso con una madre o un padre porque, aunque le reconozcan en un conato de lucidez que todos los niños son iguales, sus hijos, en su mirada y su mente, son únicos y es una de esas causas por las que mujeres y hombres se trasmutan. El amor paternofilial es una de esas emociones que hacen que un ser humano dé la vida por otro y eso padres y madres lo saben muy bien.

Tampoco necesito contarle tampoco cómo ese afolescente feo, canijo y poco agraciado, del que su hija se ha enamorado es para ella el ser más adorable del mundo y cómo, aunque sea un majadero notable, ella juzgará cualquier idiotez suya como una gracia y hasta le parecerá artística la roña de sus tobillos, las espinillas grasientas de su cara o la pelusa mal afeitada de su barba adolescente. Es el amor otra vez, sí, las emociones como esta o como la de paternidad/maternidad cambian en las perdonas hasta la forma en que ven el mundo.

Los seres humanos (y en general todos los animales) venimos al mundo con un complejo equipamiento de emociones que dirigen nuestras vidas y muchas de estas emociones tienen trascendencia jurídica. Ya vimos que la reciprocidad está en la base de la cooperación y por eso no le extrañará que los seres humanos dispongamos de emociones como la gratitud y la venganza o el rencor que nos estimulan a tratar con reciprocidad a aquellos individuos con los que interactuamos. Pero dejemos eso para más adelante, por ahora bástenos con tomar conciencia de cómo los genes dirigen o condicionan nuestras conductas a través de las emociones y las pasiones.

Es por todo esto que les contaba que Marvin Minsky, un científico que dedicó mucho tiempo al estudio de la mente humana, llegó a llamar al ser humano «The Emotion Machine» (La Máquina de las Emociones) porque en la base de todo su comportamiento y en la base de su proceso de toma de decisiones se encontraban estas aplicaciones de programación de comportamientos desarrolladas por la evolución a las que llamamos emociones.

Ensayo sobre el derecho natural (III): cómo evoluciona la cooperación

Que un ser unicelular, como ya he contado, pueda ayudar a sus congéneres a metabolizar sacarosa no le hace ni más listo ni más tonto que los demás seres que le rodean —a fin de cuentas ni siquiera tiene sistema nervioso— solo le hace diferente; pero la naturaleza tiene estas cosas, de vez en cuando, en medio de la uniformidad general, hace aparecer un mutante, una levadura loca, como en este caso.

Sin embargo que una entidad coopere no significa que su conducta le vaya a ofrecer éxito alguno pues, si bien se examina, ¿qué puede ganar una entidad cooperante en medio de una comunidad que no coopera?

Ya se lo anticipo yo: nada.

Como veremos más adelante la estrategia de cooperación sirve de muy poco en medio de un entorno de férreos no-cooperantes.

Entonces ¿cuándo y bajo qué circunstancias puede la cooperación convertirse en una estrategia exitosa?

Esta pregunta atormentó a los científicos durante mucho tiempo, pero fue con la llegada de los ordenadores cuando pudieron empezar a realizarse simulaciones y experimentos que ofrecieron inspiradores resultados. Los más conocidos quizá sean los del científico norteamericano Robert Axelrod los cuales se recogen en su libro «The evolution of cooperation».

Robert Axelrod pidió a la comunidad científica internacional que remitiese programas de ordenador en los que se diseñasen estrategias de cooperación. Con todos los programas se organizaría una competición a fin de determinar cuál de todas las estrategias cooperativas era la más eficaz. Obviamente, en medio de todos aquellos programas, los había que cooperaban siempre y que no cooperaban nunca y —entre ambos extremos— todo tipo de estrategias intermedias.

Para sorpresa de muchos el programa ganador fue el más corto y más sencillo; presentado por el científico ruso afincado en Canadá Anatol Rappoport, el programa fue bautizado como «tit for tat» (algo así como «donde las dan las toman») y su estrategia era sencilla. En su relación con otros programas «tit for tat» cooperaba siempre en la primera ronda y en las siguientes replicaba la conducta de su antagonista.

Así, si «tit for tat» se enfrentaba a un programa que sistemáticamente no cooperaba, «tit for tat» se convertía en un no cooperador tan duro como su antagonista; si, por el contrario, se enfrentaba a un programa que cooperaba siempre «tit for tat» se tornaba tan cooperador como él y, en medio de ambas estrategias, «tit for tat» se reveló como el competidor más exitoso.

Hace 2500 años, cuando pidieron a Confucio que manifestase el término que mejor caracterizaba una saludable vida en sociedad, dicen que Confucio contestó:

—Reciprocidad.

Lo que nunca imaginó Confucio es que el resultado de la competición informática de Axelrod confirmaría punto por punto la validez de su teoría de la reciprocidad.

Tras su aplastante victoria inicial en años sucesivos se trató de mejorar «tit for tat» implementando estrategias de perdón pues la reciprocidad absoluta tiene como problema que, si el antagonista de «tit for tat» tenía programado no cooperar en la primera ronda, «tit for tat» ya no daba oportunidad alguna a la posibilidad de cooperar.

En todo caso la reciprocidad se reveló durante estos experimentos como la estrategia más sólida y estable para generar un entorno cooperativo. Y esto fue solo el principio: se estudió cómo la cooperación «invadía» y triunfaba en diversos ecosistemas con variables diversas y, en fin, se alcanzaron iluminadoras conclusiones que, como pueden imaginar, no caben en el breve capítulo de un ensayo.

Lo que sí me parece importante señalar es que tanto el «do ut des», como la equivalencia de las prestaciones «sinalagmaticidad» ya funcionan a nivel de cooperación unicelular, que no son propios ni exclusivos de la especie humana y que antes responden a leyes naturales que humanas. Naturalmente, esas estrategias incorporadas a los genes de organismos simples se reproducen por vía de herencia en su progenie y por vía evolutiva en organismos superiores.

Y ahora dejemos aquí «The Evolution of Cooperation» de Robert Axelrod y estudiemos otras estrategias complementarias de la reciprocidad y veamos cómo se han asentado en los genes de diversas especies animales más evolucionadas y, por qué no, en el propio ser humano.

Y es aquí donde las cosas comienzan a ponerse interesantes.

Dios y el método científico

Leo en una red social una definición de lo que sea el «derecho natural» y veo que dice:


El «Derecho Natural» no es el Derecho del Medioambiente, sino otra cosa más intangible y difícil de concretar: las leyes no escritas, dictadas por la recta razón o por Dios, que son perennes y válidas universalmente.


La presencia de Dios en la definición me perturba ¿cómo puede aparecer el concepto «dios» en una definición? ¿elimina esta presencia todo carácter científico de la misma?

Para tratar de entender el carácter científico o acientífico del concepto «dios» creo que es importante conocer algunas características del llamado método científico.

A día de hoy, para que una hipótesis se considere científica, estareunir una serie de características (consistente, parsimoniosa, pertinente, reproducible, corregible, provisional…) pero, sobre todo, esa hipótesis debe ser susceptible de refutación empírica.

Para que podamos admitir como científica una afirmación es imprescindible que se puede diseñar un experimento dirigido a demostrar que esa afirmación es falsa.

Si afirmamos, por ejemplo, que un cuerpo total o parcialmente sumergido en un fluido en reposo experimenta un empuje vertical hacia arriba igual al peso del fluido desalojado (principio de Arquímedes) podemos diseñar experimentos tendentes a demostrar que el peso del fluido desalojado es mayor o menor que el empuje o que el empuje no es hacia arriba sino hacia cualquier otro lado.

Según vayamos fracasando con nuestros experimentos destinados a demostrar la falsedad del principio de Arquímedes iremos apuntalando nuestra confianza en él, confianza que siempre será provisional pues, como toda afirmación científica, siempre estará sujeta a la posibilidad de demostrar su falsedad.

Con dios la situación es muy distinta.

Afirmar tanto que dios existe como que no existe son acciones acientíficas, pues no puede diseñarse ningún experimento científico encaminado a demostrar la falsedad de ninguna de las dos: las características que atribuimos al concepto «dios» lo hacen imposible. La existencia o inexistencia de dios, pues, es un debate acientífico, que escapa al mundo de la ciencia y que pertenece a otros ámbitos como la teología.

Dado que mi intención al hablar del derecho natural es hacerlo de forma científica de la definición que ofrece mi compañero debo extraer el concepto de dios por acientífico y dedicarme al resto.

Y, aclarado esto, ya puedo ponerme a la tarea.

Ensayo sobre el derecho natural (II): la cooperación

Intuitivamente entendemos la cooperación como ese «obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin» con que la define la Real Academia Española de la Lengua (RAE) y no es mal punto de partida.

Conviene subrayar que, conforme a la definición ofrecida, la cooperación —como el derecho— exige siempre la existencia previa de una pluralidad de individuos; sin embargo, la definición de la RAE no aclara algunos puntos esenciales del fenómeno cooperativo siendo el primero de ellos cómo aparecen en la naturaleza los fenómenos cooperativos y, en especial, si este «obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin» exige un acuerdo previo por parte de individuos que luego cooperarán o si, por el contrario, la cooperación emerge de forma natural en la naturaleza cuando se dan determinadas condiciones en el entorno.

Los seres humanos, instintivamente, tendemos a pensar que, para que diversos individuos obren de forma conjunta, es preciso —primero que nada— que estos se pongan de acuerdo, lo que exige que los individuos estén dotados de un cierto nivel de racionalidad. Tal forma de pensar es errónea y está en la base de muchas teorías equivocadas de lo que pueda ser el derecho natural. Digámoslo claro desde el principio: la cooperación es una estrategia evolutivamente estable que aparece espontáneamente en la naturaleza dadas ciertas condiciones en el entorno. Pongamos un ejemplo.

El Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) publicó en 2009 los resultados de un estudio llevado a cabo por un grupo de científicos con levaduras, aprovechando que en estas, a diferencia de los humanos, al ser unicelulares, su “comportamiento” no está determinado por un sistema nervioso o un código cultural o racional de conducta: La conducta de las levaduras es meramente genética.

Estos científicos desarrollaron un experimento que empleaba a las ya citadas levaduras y el metabolismo de la sacarosa, o azúcar común.

La sacarosa no es el azúcar favorito de las levaduras como fuente de alimento, pero pueden metabolizarla si no hay glucosa disponible. Para poder hacerlo necesitan romper ese disacárido en bloques más pequeños que la levadura puede metabolizar mejor. Para ello necesita producir una enzima que se encargue de esta tarea. Gran parte de estos subproductos son dispersados libremente al medio y otras levaduras los pueden aprovechar. Pero la producción de la enzima exige el gasto de unos recursos.

De este modo podemos llamar levaduras cooperantes a aquellas que degradan la sacarosa segregando la enzima y no cooperantes o tramposas a aquellas que no lo hacen y simplemente se aprovechan del trabajo de las demás. Si todo el subproducto se difunde entonces no hay acceso preferente para las cooperantes y éstas mueren y desaparecen junto a los genes que determinan ese comportamiento.

Los investigadores observaron que las levaduras cooperantes tienen un acceso preferente de aproximadamente el 1% de lo que producen. El beneficio sobrepasa el coste de ayudar a los demás, permitiéndoles así competir con éxito frente a las levaduras tramposas.

Además, no importa las proporciones de un tipo u otro de levaduras en la población inicial. Al final siempre se llega a un equilibrio estable en el que tanto cooperantes como tramposas están presentes en una proporción dada.

Como vemos la aparición de la cooperación es independiente de la racionalidad o irracionalidad de los individuos que cooperan lo cual, por otra parte, es obvio pues basta contemplar la naturaleza para tomar conciencia de que la cooperación es un fenómeno que aparece por doquier, desde las colonias de microbios más simples a la más sofisticadas sociedades de simios superiores pasando por todas las especies de seres vivos, animales o vegetales. Las hormigas, créame, jamás se reunieron a escribir una constitución que determinase el rol de las abejas obreras, los soldados, los zánganos o las reinas; su papel dentro de la sociedad mirmecológica está escrito en sus genes sin que haya mediado acuerdo ni pacto social previo.

Y verificado el hecho de que la cooperación es una estrategia evolutivamente estable que aparece dadas determinadas condiciones en el entorno, lo que procede ahora es que tratemos de averiguar cuales son esas condiciones y por qué la cooperación es una estrategia tan exitosa que podemos observarla por doquier en la naturaleza.

Ensayo sobre el derecho natural (I): introducción

Leí hace unos días en la red social «X» (antes tuíter) un micropost de un compañero abogado que decía textualmente:

El «Derecho Natural» no es el Derecho del Medioambiente, sino otra cosa más intangible y difícil de concretar: las leyes no escritas, dictadas por la recta razón o por Dios, que son perennes y válidas universalmente.

El micro post volvió a traerme a la mente uno de esos demonios que llevo a cuestas desde los tiempos de la universidad: el de la existencia o inexistencia de un conjunto de derechos universales —anteriores, superiores e independientes al derecho escrito, al derecho positivo y al derecho consuetudinario—, que llega a dar el fundamento a la obligatoriedad de la norma y que sirve de criterio para determinar la justicia o injusticia de una acción.

El micro post de mi compañero a la existencia de esas leyes no escritas les añadía un origen perturbador, al menos para mí, y es que estas leyes estarían dictadas por «la recta razón o por Dios».

Yo le respondí de forma más o menos velada que no estaba de acuerdo con tal origen y desde entonces me ronda la cabeza la idea de explicar en detalle cuál es mi visión de este asunto de forma que, ahora que dispongo de un rato libre, comenzaré y ya veremos luego cómo, cuándo y si termino.

Vamos al tajo.

Ni que decir tiene que, en un trabajo con pretensiones científicas, la hipótesis de un origen divino de estas normas debe ser descartada y la de que estas normas sean producto de la «recta razón» y no de procesos naturales es una hipótesis que, permítanme adelantárselo ya, por más que se encuentre extendida, carece a mi juicio de todo fundamento científico.

Y dicho lo anterior permítanme explicarme y justificar por qué entiendo que estas normas a las que llamamos «derecho natural» son un producto de procesos naturales que han determinado muchos de nuestros instintos y han conformado el criterio que permite a los seres humanos distinguir un hecho justo o moral de uno injusto o inmoral sin necesidad de haber cursado estudios jurídicos o de ética.

Y una vez dicho esto comencemos por el principio.

Avenida de «La Raza»

Debo confesar que no lo sabía, que soy un ignorante, que había fundado mi juicio sobre premisas erróneas, que estaba equivocado, en suma.

Déjenme que les explique.

Verán, yo siento una especial aversión hacia la palabra «raza» aplicada a la especie humana. Es una aversión liminal, casi apriorística, si aparece la palabra «raza» en algún discurso mi ánimo cambia inmediatamente y me pongo en guardia frente a quien esgrime tal concepto. Es casi irracional pero, en general, no suele fallar: quienes manejan el concepto de «raza» (sea esto lo que sea) en sus reflexiones sobre los asuntos humanos, suelen acabar derivando siempre hacia las tenebrosas costas de un cierto tipo de pensamiento sustentado por un oscuro cabo austríaco de la primera guerra mundial.

Con lo dicho no se extrañarán de que, de todas las calles y avenidas de Sevilla, ninguna me resultara tan desagradable y tan impropia de una ciudad tan humana como esa vía llamada «Avenida de la Raza».

Recuerdo ir conduciendo y preguntarme ¿Qué coño me estarán queriendo decir con ese nombrecito? ¿Avenida de la Raza? ¿De qué raza? ¿Pero es que en España no sabemos todos que somos como los perros callejeros, unos mil leches producto de los cien pueblos y pueblas que han pasado por la península ibérica a lo largo de la historia?

La raza… ¡menuda raza! desde que neandertales y cro magnones habitaban la península hace más de 30.000 años por aquí han pasado todos: los de los campos de urnas, los indoeuropeos, los iberos, los celtas, los fenicios, los griegos, los carthagineses, los romanos, los suevos, los vándalos, los visigodos, los árabes, los gitanos, los judíos, los alemanes de Mallorca, los ingleses de Magaluf y hasta magyares como Kubala y Puskas.

¿Raza dice usted? ¿Avenida de «La Raza»? Deje que me descojone, caballero.

No podía evitarlo, créame, si viajaba con algún amigo que no conocía Sevilla procuraba evitar por todos los medios que reparase en tan odioso nombre de forma que, si era preciso, daba un rodeo para evitar meterle por esa avenida.

A mi lo de «Avenida de La Raza» me traía a la memoria lo del «Día de La Raza», nombre que en mi infancia algún «falangista valeroso» aplicaba al la festividad del 12 de octubre, día que, por aquellos tiempos, se conocía como el «Día de la Hispanidad», un nombre que a mí me caía bien y que no entendía que nadie quisiera sustituir por el, a mi juicio repulsivo, nombre de «Día de la Raza».

Pero ya se lo dije al principio, me equivoqué, porque soy un ignorante, porque desconozco muchas cosas y porque a menudo juzgo demasiado rápidamente.

No digo que quienes utilizaban entonces e incluso ahora la expresión de «La Raza» no lo hiciesen con una intencionalidad ideológica digna de un cráneo fraguado con hormigón de búnker berlinés, lo que digo es que, cuando le pusieron el nombre a esa avenida, por la mente de quienes lo hicieron no pululaba ninguna de las ideas que yo, prejuiciosa mente, les atribuía.

La existencia en Sevilla, junto al Parque de María Luísa, de un «Monumento a La Raza» inaugurado en 1929 debió hacerme sospechar. El monumento, una especie de mural, luce unos versos del poeta nicaragüense Rubén Darío que dicen textualmente:

«Ínclitas razas ubérrimas,
sangre de Hispania fecunda,
espíritus fraternos,
luminosas almas, ¡salve!»

Total ná, «razas ubérrimas», «Hispania fecunda», «espíritus fraternos», «luminosas almas»… Rubén Darío no podemos decir que se quedase corto, no… Pero ¿qué significa todo esté galimatías?

Mi desconcierto alcanzó niveles máximos cuando descubrí que, en países americanos como Honduras, aún se celebra el «Día de la Raza» así, con este nombre. Al conocer ese dato me quedé petrificado de piedra basáltica del volcán Popocatéptl.

Y fue bueno que me quedase de piedra de este volcán mexicano porque de México llega la explicación más plausible de todo esté galimatías de la mano —o mejor dicho de la pluma— del principal intelectual de la Revolución Mexicana, es decir, de Don José Vasconcelos y Calderón.

Resulta que esté prolífico autor, verdadero apóstol de la educación de su estado, hombre que había ocupado relevantes puestos públicos en el gobierno mexicano y que fue incluso aspirante a la presidencia de la república, es el principal responsable de este asunto de «La Raza» que, como verán, es justamente todo lo contrario de lo que parece.

En el pensamiento de Vasconcelos los conceptos exclusivos de raza y nacionalidad debían ser trascendidos en nombre del destino común de la humanidad. Este pensamiento tuvo su origen en un movimiento de intelectuales mexicanos de la década de 1920, que apuntaron que los latinoamericanos tienen sangre de las cuatro razas primigenias del mundo: roja (amerindios), blanca (europeos), negra (africanos) y amarilla (asiáticos): la mezcla entre todas ellas da como resultado la aparición de una quinta y última, la más perfecta y sublime. Resulta, pues, que «La Raza» a la que se refería el cartelito de la calle y el poema de Rubén Darío es justo a la nuestra, a la de los perros callejeros, a la de los «mil leches». La Raza de la que habla Vasconcelos es la raza de los antirracistas, de la de los mestizos, de la de todos en realidad porque, en el fondo, todos los seres humanos somos eso, mestizos (¡Coño, si hasta tenemos un 2% neandertal!).

Según Vasconcelos la América hispana es la suma de toda la humanidad, el punto culminante de su historia: América es donde se combina la hispanidad europea (síntesis de celtas, iberos, romanos, germanos) con «el espíritu contemplativo» del indio americano, «la sensualidad» del africano y «el sentido de unidad colectiva» del asiático. ¡Toma candela, Manuela!

Y a esta raza que no es raza, a esta raza antirracista, Vasconcelos (a quien ciertamente no le faltaban palabras) la bautizó nada menos que como «La Raza Cósmica» y se tiró el folio de publicar en Madrid, en 1925, un ensayo titulado así: «La Raza Cósmica».

Es así como se entiende que Rubén Darío, en el monumento a la raza de Sevilla, hablase de «Ínclitas razas ubérrimas» (en plural) y de «espíritus fraternos». Mientras que cualquier filósofo centroeuropeo con cráneo de hormigón y acero hubiese hablado del «Volkgeist» y de otras ideas de bigotito recortado, aquí, el Darío y el Vasconcelos, se tiraron un pegote verdaderamente cósmico:

—¿A nosotros nos váis a hablar de razas? ¡Tirad pal búnker, esjraciaos!

No creo necesario aclarar que este post no pretende ser del todo científico y que algo de ironía hay en él, tampoco pretendo saberlo todo sobre el pensamiento del recién descubierto por mí Vasconcelos y sobre su delirante idea de la «Raza Cósmica», de hecho, ya lo dije al principio, debo confesar que todo esto hace poco no lo sabía, que soy un ignorante, que había fundado mi juicio sobre premisas erróneas y que quizá también lo esté haciendo ahora.

Quiero decirles que siempre puedo estar equivocado, en suma.

En la foto del post Don José Vasconcelos, un tipo tan «racial» que consiguió en su tiempo que todos los ingresos del petróleo obtenidos por México se dedicasen a educación y creó escuelas en aquel país a un ritmo de mil al año. Eso sí es raza de la buena.