Una elección decisiva

Una batalla decisiva se está librando en el mundo de la abogacía, una batalla que ha de definir cómo será el mercado de los servicios jurídicos en el siglo XXI.

Esta batalla se libra, de un lado, por un activo bando de fondos de inversión, empresas multinacionales, grandes corporaciones, aseguradoras y bancos. Personas jurídicas todas estas cuyo objeto social, única razón de ser y primer mandamiento inscrito en sus estatutos, es el ánimo de lucro.

El otro bando de esta batalla lo componen un grupo desestructurado de abogados y abogadas que ejercen su profesión en despachos individuales o de pequeña dimensión cuyos objetivo vital es a día de hoy la supervivencia, pero que saben que la actividad que desarrollan no está sometida a la ley de la oferta y la demanda ni al principio de máximo beneficio, al menos, con carácter principal.

El ejercicio de la abogacía nunca ha tenido como primera finalidad el lucro del abogado; por encima de este lucro están los intereses del cliente y por eso, cuando entran en conflicto las instrucciones del cliente y el propio ánimo de lucro del letrado o letrada, una concepción antigua y honesta de la profesión dictaba a los profesionales con toda nitidez qué habían de hacer.

Estos profesionales, además, han sido quienes han defendido a las personas, a los comunes, al pueblo, frente a los abusos de bancos, compañías de seguros o inmobiliarias, principales protagonistas de los litigios en este país en cuanto que principales infractores de las normas. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que ha sido esta clase de letrados y letradas las que han salvaguardado hasta ahora los derechos y libertades de los ciudadanos pues, absolutamente independientes en sus intereses personales y profesionales de bancos, aseguradoras, inmobiliarias o poderes políticos, han litigado contra ellos hasta lograr tumbar algunos de sus más viles abusos.

Lo que ocurre en esta batalla es que, mientras el primero de los bandos —con las arcas llenas— maniobra coordinadamente utilizando sus innumerables contactos políticos y económicos; el segundo, el de la abogacía independiente, carece de unidad y coordinación y, es más, quienes deberían ser sus representantes carecen de conciencia de la existencia de la batalla o, directamente, se han pasado al enemigo porque lo de que de verdad desean es jugar en el otro bando.

Mientras, los fondos de inversión, presionan alrededor del gobierno para que se aprueben reformas legales que regulen las demandas colectivas en las formas que ellos desean para, así, poder montar negocios que dejan a Arriaga jibarizado. Al tiempo, otras empresas, se dedican a la mercadotecnia para captar clientes que luego ofrecer a los verdaderos letrados a cambio de un porcentaje de sus honorarios. Letrados y letradas trabajando a precios de administrativo para empresas de inversión o mercadotecnia y captación de clientes que, bajo la bandera pirata de la abogacía, no son más que mercaderes de carne.

Pero para poder hacer todo esto era preciso antes que toda una estructura deontológica, una forma de entender la profesión, se desmoronase. Que se desmembrasen las normas sobre publicidad para poner a los letrados y letradas en manos de los mercachifles que captan a la clientela, que se liberalizasen precios de forma que pudiesen ofrecerse servicios jurídicos a precios temerarios, que esta labor de intermediación para explotar a clientes y a letrados fuese, en suma, legal y hasta bien vista.

Y eso lo han conseguido.

Lo han conseguido porque quienes dirigen nuestro Consejo General —singularmente su presidenta— ha trabajado para ello. Por eso su foto de ayer en la inauguración de unas oficinas de la empresa Legalitas es tan ilustrativa.

Ella lo ha hecho y los 83 decanos que se sientan en el sótano del Paseo de Recoletos se lo han permitido; no sé si por ignorancia, o por falta de criterio, o por incapacidad para pelear contra un sistema enquistado, o por que la regulación de este Consejo se remonta a tiempos de la dictadura, o porque realmente les parece bien la dirección que llevan las cosas, o por cobardía —que también la ha habido— o por simple interés personal de unos pocos que se han apropiado de las instituciones de la abogacía cual si fuesen parte de su propio patrimonio.

Lo cierto es que, desde hace años, se libra esta batalla definitiva para la supervivencia de esta forma de ejercicio profesional al que he dedicado mi vida y el bando en el que peleo sólo ha sufrido derrotas, unas veces a manos del enemigo otras con la impagable colaboración de quienes dicen estar a nuestro lado.

La batalla está llegando al final, pronto los más nos convertiremos en asalariados de los menos y ya no habrá nada que hacer.

Ayer la fotografía de la presidenta nos dejó claro de qué lado está y con quien juega, ahora falta saber si la abogacía independiente es capaz de hacer algo para detener la catástrofe.

Tú decides: o peleas o te rindes.

Las inteligencias artificiales y el CGAE

Las inteligencias artificiales no dejan de sorprenderme. Hoy he colocado en mi inteligencia de lenguaje natural la siguiente frase:

«La labor del Consejo General de la Abogacía Española es …»

Y he pedido a la inteligencia artificial que la complete. Es decir, la inteligencia artificial busca en sus bancos de datos frases que, añadidas a la por mí proporcionada, compongan un texto.

El resultado me ha dejado estupefacto y con la boca más que abierta pues, colocada la frase inicial, el texto que me ha devuelto la inteligencia artificial es el siguiente:

«La labor del Consejo General de la Abogacía Española es ilegal

El Tribunal Supremo ha dictado una sentencia en la que declara la ilegalidad de la labor del Consejo General de la Abogacía Española. Según el Alto Tribunal, el CGAE vulnera el derecho de asociación de los abogados y el derecho a la libertad de empresa.

El Tribunal Supremo ha dictado una sentencia en la que declara la ilegalidad de la labor del Consejo General de la Abogacía Española (CGAE). Según el Alto Tribunal, el CGAE vulnera el derecho de asociación de los abogados y el derecho a la libertad de empresa.

En concreto, el Supremo estima el recurso de un abogado contra el CGAE por considerar que la organización impide la libre competencia entre abogados. Asimismo, el Tribunal afirma que el CGAE vulnera el derecho de asociación de los abogados al obligarles a afiliarse a la organización.

El CGAE es una organización independiente que agrupa a todos los abogados de España. La sentencia del Tribunal Supremo podría suponer un cambio en la organización de la abogacía española y la posibilidad de que los abogados puedan afiliarse a la organización que consideren más adecuada.»

Obviamente me he quedado en estado de shock; no conozco ninguna sentencia que diga lo que dice la inteligencia artificial ni sé de dónde ha podido sacar la inteligencia artificial —o si simplemente se ha inventado— la sentencia que cita. Pero en ambos casos me deja en estupefacción:

Si la sentencia existe soy un ignorante, una sentencia así sería tan importante que todos deberíamos conocerla, si existe y no la conozco es evidente que debo dar las gracias a la inteligencia artificial por revelármelo; si, en cambio, la sentencia NO existe toda la teoría montada por la inteligencia artificial no puede sino ser motivo de admiración porque la tesis que construye no es despreciable «ab initio».

Pudiera ocurrir también que toda la construcción de la inteligencia artificial fuese una especie de «tertium genus» a caballo entre algo dicho en una sentencia y una interpretación concreta… lo cual sería una teoría creativa de primera magnitud.

¿Y tú qué piensas? ¿Existe o no existe la sentencia que cita la inteligencia artificial?

La unidad como coartada

Cuando oigo hablar de «unidad» y dependiendo de la identidad de quien la invoque, tengo con frecuencia la sensación instintiva de que pretenden engañarme.

¿Unidad en torno a qué?

Permítanme que les cuente una historia y me explique. Cuando yo era niño formaba parte de nuestro programa educativo la asignatura llamada de «Formación del Espíritu Nacional» (FEN). A través de esa asignatura el régimen nos adoctrinaba en lo que ellos llamaban «democracia orgánica», una forma de «democracia» en la cual la representación popular no se ejercía a través del sufragio universal sino a través de las relaciones sociales que la dictadura consideraba «naturales»: familia, municipio, sindicato y movimiento; grupos (“tercios” los llamaba el régimen) de entre los que resultaba particularmente curiosa aquella organización a la que el régimen llamaba «sindicato».

Los sindicatos del franquismo a mí, aunque era un niño, me resultaban sorprendentes, pues, lejos de ser sindicatos de trabajadores eran sindicatos donde estaban juntos los obreros, los «técnicos» (obreros cualificados) y los empresarios. Yo no entendía bien como iban a reclamar los obreros de un sindicato vertical de esos un aumento de sueldo, no veía yo a trabajadores y empresarios compartiendo objetivos y sentados en el mismo bando en esa negociación.

El régimen cantaba las virtudes de la «unidad» de estos sindicatos verticales (recuerdo algún discurso delirante del ministro José Solís Ruíz sobre la «fraternal» unión de empresarios, técnicos y obreros) pero la realidad es que esta organización sindical no servía para canalizar los intereses de los trabajadores sino solo para silenciar la protesta y domesticar cualquier intento de reforma. Anualmente en el Bernabeu se celebraba una «Demostración Sindical» donde unos atléticos y domesticados obreros ilustraban las virtudes de la «unidad» realizando tablas de gimnasia.

Aquella democracia «orgánica» (tan elocuentemente cantada en el preámbulo de la Ley de Colegios que aún regula nuestros colegios y consejos generales) y aquellos sindicatos «verticales» que el régimen se empeñaba en mantener cantando las virtudes de la «unidad» estaban fuera de lo que el mundo libre consideraba como sindicatos o democracia de verdad, pero con ellos se fue tirando hasta que la Constitución de 1978 los borró de un plumazo.

Hija de aquel régimen político orgánico de familia, municipio, sindicato y movimiento, es nuestra Ley 2/1974 de 13 de febrero que regula los Colegios Profesionales (sí, ha leído usted bien, 13 de febrero de 1974) y, si bien muchos de sus artículos han sido derogados por inconstitucionales, hay modos y maneras en las personas que ocupan los cargos dirigentes de esas agrupaciones que parecen haberse perpetuado hasta nuestros días.

De hecho son tan parecidos que, cuando reciben alguna crítica, reaccionan exactamente igual que aquellos sindicatos verticales: llamando a la «unidad».

Usar la «unidad» como coartada es precisamente lo que hacía aquel viejo sindicato vertical del que les hablo; si el trabajador exigía mejores condiciones, ser hartaba de no ser escuchado y se manifestaba, el sindicato vertical le acusaba de romper la «unidad», como si la unidad, por si sola, fuese algún tipo de valor sagrado.

Es por eso que, cuando alguien me habla de unidad, no me queda más remedio que preguntarle:

¿Unidad en torno a qué?

Porque puede ocurrir que la unidad que usted me pide esté más cerca de omertá mafiosa que de la real y genuina cooperación en torno a ideas y principios.

Hay formas de conducta (responder a la crítica pidiendo «unidad», considerar las peticiones de transparencia como una afrenta, reputar malintencionada cualquier opinión discrepante…) que tienen mejor encaje en la España de 1974 que en la de 2022.

En la república de las abogadas y abogados, todos son iguales a todos y nadie es más que nadie y es por eso  por lo que criticar la discrepancia es una repugnante forma de defender la posición o la prebenda propia.

La principal obligación de cualquier miembro de un grupo social es ser honesto consigo mismo y manifestar lo que piensa, porque es de este modo y no de otro es como mejor sirve a los intereses del grupo, diciendo en cada momento lo que cree más conveniente y mejor para todos.

Si alguien cree que quien así procede atenta contra la «unidad» es que aún no ha entendido los principios básicos de la vida en democracia; o peor aún: pretende mantener un status quo del que se beneficia personalmente.

Por eso en la igualitaria república de las abogadas y abogados todas las opiniones caben y son tan valiosas la opiniones discrepantes porque, cuando lo que se persigue es el interés del grupo, no importa que existan caminos distintos para alcanzar el destino compartido.

Levántate y anda


Los griegos llamaron al ser humano anthropos literalmente «el que mira hacia arriba». Es un nombre apropiado pues es verdad que el ser humano nunca es tan ser humano como cuando se orienta hacia arriba, se yergue sobre sus piernas, se pone en pie y mira a lo alto. Sólo los enfermos y los muertos permanecen postrados en un sillón o en una cama.

No es casual, por tanto, que las palabras que el Evangelio nos dice que se emplearon para resucitar a Lázaro y devolverlo a su condición de hombre vivo fuesen precisamente esas: «levántate y anda».

Levantarse y andar son dos tareas absolutamente simples para una persona viva pero virtualmente imposibles para un ser humano que agoniza o para un muerto. Los organismos enfermos o en descomposición son incapaces de tareas tan sencillas.

Cuando ponerse en pie y caminar es una actividad inesperada, inusitada o llamativa en el seno de una organización, es que esta está cercana a la muerte o en franca descomposición. Si a alguien le llama la atención que otro se levante y ande es porque el sorprendido es un ser que agoniza o está muerto, física, psíquica o moralmente.

Sin embargo a veces uno detecta señales de vida que, por pequeñas que sean, son más interesantes que toda la postración dominante y piensa que es posible que, como dijo el poeta, todavía seamos capaces de levantarnos y andar, de dejar la cama donde nos dormimos con la multitud y de salir a caminar por nosotros mismos.

Hay días bonitos, ayer fue uno.