A veces todo depende de cómo observemos las cosas y esto ya fatigó desde antiguo a pensadores y filósofos.
«Todos los caballos son iguales» es una frase que podemos juzgar verdadera si atendemos a que todos los caballos son animales cuadrúpedos, herbívoros y con unas determinadas formas comunes en su anatomía.
Pero también podemos afirmar que «todos los caballos son distintos» y no estaremos faltando a la verdad pues no hay dos caballos idénticos en el color de su pelo o en otras características incluso psicológicas y de temperamento.
La lógica nos dice que ambas frases («todos los caballos son iguales» y «todos los caballos son distintos») no pueden ser ciertas al mismo tiempo y el truco no es otro que el término o criterio de comparación que usa el que profiere la frase y es la verdad que el criterio que cada uno use tiene consecuencias notables.
Quienes afirman que «todos los caballos son iguales» atienden a las características comunes que hay en todos ellos, quienes afirman que «todos los caballos son distintos» fijan su atención en lo que los distingue a unos de otros y esta diferencia de criterio, atender a las características comunes o a las diferencias, tiene importantes consecuencias.
Quién centra su atención en lo que hace iguales a todos los caballos atiende a satisfacer antes que otra cosa estás necesidades comunes, quien valora la diferencia por encima de lo común centra su interés en preservar esas diferencias que a él le gustan, valora a los ejemplares que presentan esas características y minusvalora los que no las presentan.
Al final de todo esto la cuestión es de evaluación ¿qué características son más importantes? ¿las comunes o las diferenciales?
Esta cuestión que hemos formulado respecto de los caballos podemos formularla respecto de los seres humanos y, dependiendo de nuestro criterio como observadores, muchas consecuencias pueden derivarse, generalmente de carácter ideológico-político.
Si consideramos los aspectos comunes a todos los seres humanos (que viven, respiran, aman, mueren…) no alcanzaremos las mismas conclusiones que si atendemos a sus diferencias (lengua, religión, color de piel, sexo…). Si hemos de gobernar el mundo y atendemos a los elementos comunes habremos de cuidar que todos puedan vivir con seguridad, respirar, vivir o comer en suficiencia… etc.
Pero si hemos de gobernar el mundo atendiendo a sus diferencias nos resultará virtualmente imposible porque en función de su lengua, raza, religión, cultura o creencias políticas, cada grupo reclamará un autogobierno propio, el cielo, el aire, el mar o la tierra, se adscribirán a cada una de las comunidades que se hayan diferenciado en función de cada criterio y, en lugar de atender a que todos los seres humanos tengan oportunidades de vivir y ser felices, estaremos dispuestos a destruir la totalidad del mundo para mayor gloria de nuestro grupo diferenciado no importa por qué criterio.
Y al final todo es cuestión del punto de vista que sostengamos, de la forma en que observemos el mundo que nos rodea y de la forma en que ponderamos lo que de común o diferente tienen los seres vivos y en especial el género humano.
La diferencia es atractiva y encandila al ser humano ¿o no atrae más un caballito rampante en un coche que una S fabricada en Martorell? ¿o siendo iguales hombres y mujeres no suelen ser esas «pequeñas diferencias» que nos distinguen la fuente de una atracción irresistible?
Pero siendo atractiva la diferencia y siendo objeto de nuestra curiosidad y deleite la búsqueda de esas pequeñas diferencias (este grupo toca la gaita, aquel la guitarra, aquel otro la txalaparta y el de más allá el rabel…) elevar estas diferencias —por atractivas que sean— al nivel de importancia de lo que nos une es un error de evaluación trágico.
Las modas influyen en todo esto y así, al igual que la ilustración fijó su atención en lo común con relativo olvido del indivíduo, el romanticismo basculó hasta el extremo contrario ponderando antes que nada la individualidad con obsesiva atención en la diferencia y así aparecieron en política fenómenos como el nacionalismo y en arte movimientos que aún a día de hoy son, en su fondo ideológico, hegemónicos.
De 1800 acá la humanidad, gracias al método científico, ha avanzado a una velocidad tal que no tiene parangón en la historia. En 1700 una guerra no difería mucho de las que tenían lugar en el 2000 AEC; en 1955 EC, la humanidad ya podía autodestruirse a sí misma varias veces y, si no lo había hecho ya, fue por pura cuestión de suerte.
Así pues nuestras herramientas de gobierno en este mundo del siglo XXI siguen siendo las mismas que las que los románticos crearon en el siglo XIX, hace doscientos años y el desajuste entre nuestra tecnología, nuestras herramientas de gobierno y nuestras convicciones ideológicas son tales que han conducido a la humanidad varias veces al borde de la autodestrucción y en todo momento al filo del caos ecológico o climático.
Y todo por una cuestión de punto de vista, de no saber distinguir lo que tiene importancia de lo que es importante.
Tiene bemoles.