Las ñoras, el caldero y los procesos irreversibles

Ayer, mientras comía caldero con unos compañeros abogados, la idea del paso del tiempo volvió a asediarme.

Para cualquier ser humano la existencia del tiempo es evidente y, si alguna vez dudamos de ella, las arrugas de nuestro rostro y las muertes de nuestros seres queridos se encargan de recordarnos que el paso del tiempo es real, muy real.

Sin embargo para los científicos la naturaleza del tiempo no es clara en absoluto.

Es muy famosa la carta que Einstein dirigió a la viuda de su gran amigo Michele Besso y en la que dejaba clara cuál era la concepción einsteiniana del tiempo. La carta, en su párrafo esencial, decía así:

Ahora resulta que se me ha adelantado un poco en despedirse de este mundo extraño. Esto no significa nada. Para nosotros, físicos creyentes, la distinción entre el pasado, el presente y el futuro no es más que una ilusión, aunque se trate de una ilusión tenaz.

Sí, el tiempo para Einstein era solo una ilusión. No mucho más real era el tiempo para Newton pues este no pasaba de ser una magnitud más en su universo determinista, un universo que podía moverse adelante o atrás como un mecanismo de relojería y donde, aparentemente, pasado, presente y futuro estaba escritos. Conociendo las leyes de gravitación podíamos fijar la posición de un planeta en el pasado y en el futuro, el tiempo era, pues, solo una variable.

De hecho el tiempo tampoco estuvo claro nunca para los viejos filósofos griegos. Para Aristóteles el tiempo era el estudio del movimiento pero desde la perspectiva del «antes» y el «después»; lo malo es que, Aristóteles, nunca supo explicar de dónde venía esa perspectiva llegando a especular que pudiera producirla el alma.

No existe «antes» ni «después» si no existen procesos irreversibles. Si, como en el universo de Newton, podemos hacer andar los procesos hacia adelante o hacia atrás, el tiempo, ciertamente, no será sino una ilusión. Sólo la existencia de procesos irreversibles, procesos que impidan la vuelta atrás, permitirá obtener una flecha del tiempo que señale la dirección de su avance inexorable, un avance que, siendo evidente e intuitivo para los seres humanos, no es en absoluto evidente para la ciencia ni para los mejores científicos como Einstein.

En este punto siempre me han interesado las inspiradoras tesis del premio nobel de química Ilya Prigogine (1917-2003) acerca de los procesos irreversibles (unos procesos fascinantes de los que les hablaré otro día) y su papel en esta «ilusión» del tiempo einsteiniano.

Para Ilya Prigogine el universo es una realidad en «evolución irreversible» y en eso andaba yo pensando cuando el cocinero del bar «El Palacio» en San Javier me invitó a pasar a la cocina para ver cómo marchaba la preparación del caldero que nos íbamos a comer.

La epifanía tuvo lugar cuando me enseñó unas ñoras, componente indispensable de la receta de un buen caldero y fue ahí donde se me juntaron las ideas del tiempo, Ilya Prigogine, mi amiga Claudia, Colombia, el Perú y el sursum corda.

Hoy, piensen ustedes lo que piensen que sea lo más españolísimo español de España, estarán pensando en un fenómeno mestizo y no sólo mestizo sino «ireversiblemente» mestizo.

Para un buen caldero es preciso el uso de una clase de pimientos secos llamados «ñoras», pimientos que —mal que pese en vecina provincia de Alicante— toman su nombre de un pueblo de la Diócesis de Cartagena llamado «La Ñora». Junto a este pueblo hay un monasterio construido por los frailes Jerónimos que fueron quienes introdujeron el cultivo del pimentón en La Ñora. A estos frailes, a su vez, les habían mandado las semillas los frailes Jerónimos de un monasterio de Extremadura quienes, por su parte, las habían recibido de América. Porque en América no había pimienta pero, oíganme, había unas plantas que picaban tanto o más que la pimienta y que por eso recibieron en España el nombre de «pimentón».

Así pues América está ínsita en el ADN del plato más característico de la costa de la Diócesis Cartaginense, del mismo modo que la fabada asturiana —santo y seña de las esencias asturianas— debe su existencia y nombre a las fabes que ¡oh casualidad! son también americanas. Hoy ya nada es pensable en España sin su ADN americano y ese es un proceso irreversible. Ya no es posible la fabada sin fabes, el caldero sin ñoras, el castellano sin Sor Juana Inés o el Inca Garcilaso ni México sin la Virgen de Guadalupe.

Y le andaba yo dando vueltas a esto mientras pensaba en todos esos locos que desde hace un siglo andan buscando purezas de sangres, de extirpar la sangre semítica de la aria o de separar el producto de razas que se amaron a la busca de restaurar purezas indígenas o europeas. Hoy, racial, cultural, genética y hasta meméticamente, todos esos a los que los rubios gobernantes del norte del Río Grande llaman «hispanos» forman uno de esos «procesos irreversibles» de que hablaba Ilya Prigogine, uno de esos procesos que hacen que el tiempo no pueda volver atrás y que hacen de nosotros, como del universo, una realidad en «evolución irreversible».

Y andaba yo pensando en estas cosas mientras miraba las ñoras que me enseñaba el cocinero cuando mis compañeros me dieron unas voces diciendo que el vino ya estaba en la mesa.

Y tuve que irme hacia la mesa de forma irreversible.

El tiempo, la ñora y el caldero

Darwin y los memes

Leo en el muro de una amiga de Facebook que hoy es el aniversario del nacimiento de Charles Darwin, probablemente el científico más inspirador de la última centuria para quienes se ocupan del estudio de los seres vivos.

Pero también de entidades no vivas, me explicaré.

Charles Darwin nos enseñó que allá donde hay herencia y mutación hay evolución y que se perpetúa aquella mutación que ofrece a quien la incorpora un mayor éxito reproductivo.

Pero eso no ocurre solo con los seres vivos.

Hay entidades que se replican no por sí mismas sino parasitando o invadiendo a otros seres vivos. Es el caso de los virus, seres difícilmente clasificables como vivos, que se reproducen no por sí mismos sino invadiendo células donde replicar su código genético; pero yo no hablo de ellos.

Yo hablo de otras entidades que se replican colonizando a otros seres vivos, concretamente los seres humanos.

Pruebe usted a cantar una canción pegadiza, instintivamente otras personas a su alrededor la cantarán, puede que hasta se obsesionen y canten la canción de forma maníaca. El hecho de que una canción salte de un cerebro a otro hace que la canción, una sucesión inerte de sonidos, se replique y perviva hospedada en el cerebro de quienes la cantan. La canción se replica merced a esa peculiar calidad de sus sonidos que provocan a quienes los escuchan a reproducirlos.

La canción se reproduce (se canta) se propaga entre quienes la oyen (están en contacto con ella) que se «contagian» de ella y la reproducen a su vez (la replican) con más o menos exactitud o afinación (mutaciones) las notas que la componen.

En general las mutaciones son perniciosas pero puede ocurrir que alguna de ellas tenga éxito y haga que quienes escuchen la canción con mutaciones sientan más ganas de cantar esa versión que la original, de modo que la canción mutada tenga más éxito replicativo que la versión origina que irá cayendo en el olvido hasta morir.

Ya lo dijo Darwin, si hay herencia y mutación acabará funcionando la evolución y triunfará aquella entidad que tenga mayor éxito reproductivo. Si quieres un buen ejemplo de esto puedes examinar la historia del archifamoso villancico «Jingle Bells» comparando su partitura original con la versión que, hoy, todos conocemos.

Pero eso no pasa solo con las canciones sino con cualquier idea, credo político o religioso, construcciones mentales (informacionales) que sólo existen en el cerebro humano y cuya existencia depende de su capacidad de replicarse en otros cerebros. Para las ideas, para los credos, para las ideologías, la muerte es el olvido. Las entidades informacionales mueren cuando dejan de replicarse por ello sólo llegan a nosotros aquellas mutaciones de cada ideología que encuentra en cada momento un mayor éxito replicativo.

No es de extrañar que las religiones cuiden especialmente a su idea generatriz («Amarás a Dios sobre todas las cosas») o los credos políticos sus dogmas fundacionales («Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…») y es normal, solo se replican las ideas que impulsan su replicación del mismo modo que la vida solo premia la vida.

Hoy se habla con naturalidad de «memes» y de «volverse viral» pero sospecho que la mayoría de los que lo hacen desconocen que «meme» es una expresión que inventó Richard Dawkins parodiando a «gene» (la forma inglesa de «gen») para referirse a esas entidades informacionales que se comportaban como si fuesen genes.

No un «meme» no es un chiste ni un dibujito, es un concepto mucho más complejo aunque, comi es difícil de explicar, la evolución ha hecho que haya proliferado un significado que no es sino una grosera mutación de su sentido originario pero que, como a nadie escapa, goza de un mayor éxito replicativo entre los cerebros a colonizar.

Entender la información (y por ende la sociedad de la información) es una tarea compleja y apasionante a la que no muchos —a salvo de unas élites no siempre bienintencionadas— parecen querer dedicar tiempo.

En todo caso tal tarea sería imposible sin Darwin.

Los reyes magos y la evolución

Se dice que la evolución tiene que ver con la supervivencia de los mas aptos pero eso es falso, la evolución no es una historia de lucha, colmillos y sangre, la evolución sólo tiene que ver con quién tiene mayor éxito reproductivo.

La vida es ese fenómeno mediante el cual entes materiales son capaces de reproducirse, la diferencia entre una entidad viva y una que no lo está es que la entidad viva es capaz de reproducirse por sí misma. Es esta peculiaridad la que condiciona toda la evolución: quién se reproduzca transmitirá sus características a la siguiente generación, quien no lo haga colocará sus características en vía muerta. Usted y yo somos descendientes y tenemos por ello las características de una larga serie de seres vivos que se reprodujeron, quienes no lo hicieron desaparecieron.

Es por eso que en la naturaleza no se perpetúan los que sobreviven sino los que se reproducen, es por eso que decenas de animales mueren inmediatamente después de reproducirse aunque sea, en casos tan extremos como el de la mantis, solo para alimentar a la hembra. Por extrañas que parezcan estas estrategias reproductivas, si tienen éxito, pasarán a la próxima generación de los de su especie y se perpetuarán.

Piénselo así: si usted tiene hijos algo de usted pasará a la próxima generación —aunque sea su mal humor— pero, si no los tiene, sus características biológicas habrán entrado, en lo que a usted respecta, en via muerta.

La vida celebra la vida sobre todas las cosas y por eso la noche de Reyes que se celebra hoy es, seguramente, la noche más feliz del año.

Ocurre sin embargo que nuestra población envejece, las cenas de Nochebuena cada vez se van llenando más de sillas vacías y los Reyes Magos, cada año, ven cómo disminuye el número de domicilios que han de visitar.

Cuando eres niño crees que la mesa de Nochebuena siempre estará llena y que los Reyes, la noche del cinco al seis de enero, se portarán bien contigo aunque tú no te hayas portado demasiado bien con el mundo. Con los años descubres que no es así, que las mesas se vacían hasta quedar desiertas y que los Reyes empiezan a no tener quien les escriba.

Y es entonces cuando te das cuenta de que la vida solo celebra a la vida y de que algunas cosas solo tienen sentido cuando pagamos a la vida su tributo y nos reproducimos.

Así que amigo, amiga, aplícate a la tarea, no podemos mandar a los Reyes al INEM; bastante tenemos con lo que tenemos.

Sin vergüenza

Cuando a Rafael Guerra le preguntaron cómo había podido llegar a ser gobernador civil un torero de la época, dicen que este respondió con una sola palabra: «degenerando».

Desconozco si la anécdota es cierta pero, de serlo, muy probablemente el torero al que alude la misma sería el diestro de Elgóibar «Don» Luís Mazantini, nombrado Gobernador Civil de Guadalajara y Ávila en el bienio 1919-20, adversario declarado de Rafael Guerra y al que este dedicó públicamente no pocas puyas.

Lo curioso es que el aludido Luís Mazantini seguramente estaría de acuerdo con lo dicho por Rafael el Guerra, pues se dice que, cuando se cortó la coleta, al preguntarle por qué lo hacía el diestro de Elgóibar respondió: «Porque para ser matador de toros hay que tener vergüenza y antes de perderla prefiero tomar otro camino». Y tomó el camino de la política.

Y es de este tema, de la vergüenza, del que yo quería hablarles hoy.

Ninguna emoción humana producía más intriga a Darwin que la de la vergüenza. Le sorprendía que el ser humano exteriorizase instintivamente su vergüenza, por ejemplo, ruborizándose, tartamudeando o azorándose ante los demás; veía en esta reacción panhumana una amenaza para su teoría de la evolución pues ¿qué ventaja puede aportar al ser humano el evidenciar ante el resto de la comunidad que sabe que ha obrado mal?

Una ventaja sería justamente lo contrario, no ruborizarse, mantener la cara de póker y ocultar que se ha obrado mal pero ¿qué ventaja puede haber en delatarnos a nosotros mismos?

La clase política española, sin duda, estaría de acuerdo con el inicial estupor de Darwin ante la vergüenza y su aparente inutilidad, pues, bien pensado, ¿para qué habría de servirle al político el que la comunidad supiese que ha obrado y obran mal? ¿Qué ganaría con ello?

Sin embargo la vergüenza es una emoción de capital importancia para la comunidad. La vergüenza hace que seamos fiables para los demás, les da una garantía de que no les engañamos, de que hacemos lo que se espera de nosotros, de que si no cumplimos con nuestro deber nos sentiremos mal.

Cuenta la mitología griega que, viendo Zeus al hombre un animal tan indefenso, le concedió el don de vivir en sociedad para que fuese más fuerte, pero que, como nos cuenta Platón en su diálogo Protágoras:

«Buscaron los hombres la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer el arte de la política, de modo que, al dispersarse de nuevo, perecían».

Y fue así como Zeus se dio cuenta de que para vivir en sociedad son precisos conocimientos y estrategias muy complejas de forma que, para solucionar el problema y que los seres humanos pudiesen vivir en sociedad Zeus decidió otorgarles dos virtudes: la justicia y la vergüenza. Zeus entonces encargó a Hermes que se ocupase de entregar justicia y vergüenza a los hombres y, entre los dioses, se produjo esta escena:

«Preguntó, entonces, Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y la vergüenza entre los hombres:

—¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes? Pues éstas fueron distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás profesionales. ¿Reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien las distribuyo entre todos?

—Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta ley: Que todo aquél que sea incapaz de participar de la vergüenza y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad.»

Zeus, como se ve, debía ser demócrata y ordenó repartir entre todos justicia y vergüenza por igual, añadiendo además una orden taxativa: Que todo aquél que sea incapaz de participar de la vergüenza y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad.

No sé si Darwin entendería a Zeus, lo que sí sé es que la sociedad, en su conjunto, entiende perfectamente el mito y cuando considera que un indivíduo es incapaz de vivir en sociedad le llama simplemente «sinvergüenza».

Es por eso que no deja de admirarme ver a políticos acusados de los más abyectos chanchullos, gente a la que se ha sorprendido con el carrito del helado, estirándose sin rubor ante los micrófonos de la radio o la televisión y exhibiendo su absoluta falta de vergüenza. Por eso no deja de resultarme curioso que, cuando alguien disfruta de dinero ajeno no dé cuenta del mismo. Y es por eso que, en fin, no deja de entristecerme que algunos de quienes dicen representarnos antes prefieran perder la vergüenza que un cargo.

Creo que ni el mismo Darwin podría entender todo esto.

Señales de deshonestidad

A Darwin le atormentaba la cola del pavo real pues aquella enorme cola multicolor representaba todo lo contrario de lo que él sostenía en su teoría de la evolución. La cola no ayudaba al pájaro a volar, no era una ventaja adaptativa sino todo lo contrario, entorpecía sus movimientos, lo hacía más lento y visible y lo convertía, por tanto, en una presa más fácilmente alcanzable para los depredadores.

Y sin embargo Darwin se resistía a admitir que pudiese estar equivocado, la naturaleza le había demostrado ya muchas veces estar muy por encima de la inteligencia humana, tenía que haber una razón.

Si ustedes son parte de la abogacía española y han leído las últimas noticias en relación con dietas y gastos que ha publicado la prensa estoy seguro que entenderán las razones de la naturaleza para penalizar ciertas conductas.

Entre los seres vivos abundan las razones para querer engañar a sus semejantes; entre las gacelas, por ejemplo, ser fuerte y vigoroso es una valiosa cualidad a la hora de aparearse. Las gacelas hembra prefieren las gacelas macho vigorosas y, si no eres fuerte, ágil y vigoroso, tu vida social entre las gacelas hembra va a ser sombría. Pero ¿cómo demuestras a las gacelas hembra de forma fiable que eres fuerte y vigoroso y no un cuentista farsante? pues… Mediante los saltos.

El ritual de apareamiento de las gacelas incluye una espectacular competición de saltos donde cada uno de los pretendientes trata de impresionar a sus pretendidas dando saltos y perigallos diversos, el estricto jurado decidirá entonces quien da los mejores saltos y le concederá el «nihil obstat».

Dar saltos es una prueba costosa, difícil, pero más costoso aún y por tanto incluso más fiable es penalizarse a uno mismo del mismo modo en que, en las carreras de caballos, se coloca peso encima de ciertos caballos para igualar la competición. Carreras con «handicap» se llama a ese tipo de competiciones y no se sorprenderán si les digo que la naturaleza lo inventó antes. Para confiar en la honestidad de una afirmación los seres vivos suelen exigir una señal costosa de honestidad y, en el caso de los pavos reales (luego lo veremos en la especie humana) esa costosa señal de honestidad es su cola.

Del mismo modo que una hermosa cola penaliza al pavo real pero manda a sus congéneres una señal cierta e indudable de vigor, en el género humano las señales costosas sirven para el mismo fin y han sido utilizadas extensivamente a lo largo de la historia para todo tipo de fines.

Las señales costosas han formado parte de los juegos de apareamiento humano desde la noche de los tiempos.

La pesca con antorcha es un método pesquero ritualizado entre las gentes que pueblan el atolón de Ifaluk. Para llevar a cabo este tipo de pesca los hombres utilizan antorchas hechas a partir cáscaras de coco secas para capturar grandes atunes. La preparación para la pesca con antorcha requiere considerables inversiones de tiempo e implica una gran cantidad de organización y debido al tiempo y los costos energéticos que conlleva su preparación, este tipo de pesca, lejos de resultar beneficiosa en térninos energéticos para quienes participan en ella, lo que resulta es en una pérdida calórica neta para los pescadores. Por tanto, la pesca con antorcha es un handicap que sirve para señalar la productividad de los hombres.

Las mujeres y el resto de los habitantes de la isla por lo general pasan el tiempo observando las canoas que navegan más allá del arrecife. Además, los rituales locales ayudan a difundir información acerca de los pescadores exitosos y mejorar la reputación de los pescadores durante la temporada de pesca con antorcha. Varias limitaciones conductuales y dietéticas distinguen claramente a los pescadores con antorcha de los demás hombres. La comunidad está bien informada en cuanto a quién participó en este día y puede identificar fácilmente a los pescadores con antorcha. En segundo lugar, los pescadores con antorcha reciben todos sus alimentos en la casa de canoas y se les prohíbe comer ciertos alimentos. La gente discute con frecuencia las cualidades de los pescadores con antorcha.

En Ifaluk, dada la división del trabajo existente, las mujeres afirman que buscan compañeros que trabajen duro y es por eso que la laboriosidad es una característica muy valorada en los hombres. En consecuencia, la pesca con antorcha ofrece a las mujeres información fiable sobre la ética de trabajo de sus posibles parejas, lo que hace a la pesca una señal costosa honesta.

Pero la teoría de las señales costosas honestas no sólo es aplicable al ámbito del apareamiento, para la vida humana en sociedad es también un poderoso indicativo de compromiso con la comunidad.

Determinados rituales religiosos costosos como la circuncisión masculina, los ayunos, las penitencias físicas como cilicios o flagelos, la entrega de la totalidad de los bienes a la comunidad o la renuncia al contacto con la vida exterior (eremitas, monacato) pueden parecer paradójicas en términos evolutivos y sin embargo, todos estos rituales, pudieran encontrar su explicación en la teoría de las señales costosas de honestidad. El compromiso con la comunidad religiosa de quien las practica resulta tanto más creíble cuanto más penoso es el sacrificio que se impone.

Creemos más en el patriotismo de un francés, un italiano o un español, cuando paga sus impuestos que cuando hace tremolar la bandera de su país; creemos más en la sinceridad solidaria de una persona cuando reparte sus bienes que cuando se manifiesta para que los repartan los demás, sabemos que un abogado o una abogada están comprometidos con solucionar los problemas de su profesión cuando pagan de su bolsillo la celebración y asistencia a un Congreso en Córdoba y estamos legitimados a dudar de idéntico grado de compromiso cuando el congreso y la asistencia son pagados con dinero de otros.

Es por eso que, para conocer la honestidad de las personas, es necesario saber cuándo realizan un esfuerzo costoso honesto o cuando simplemente se están lucrando y es por eso que, sin el conocimiento limpio y directo de esos datos, el engaño es una realidad muy posible.

En la naturaleza, para que la señal costosa de honestidad sea válida (Bliege Bird et al. 2001) es preciso que esta sea accesible al público (transparencia) de ahí que su ocultación, en la naturaleza, prive de toda validez a la misma y sea, por el contrario, un poderoso indicio de deshonestidad. Por tanto no te sorprendas si piensas que te pueden estar engañando, es una respuesta cuasi-biológica ante la comducta de quienes no facilitan información.

Darwin probablemente ya no se asombraría del tamaño de la cola del pavo real; lo que quizá le dejase perplejo es la conducta de ciertos responsables de corporaciones.

El contrato que nunca existió

Contra el concepto de razón de Estado argüido por Maquiavelo o Jean Bodin se alzaron las teorías contractualísticas de Althusius, según las cuales la soberanía descansaba en el pueblo,  teorías que, más adelante, usaría Hobbes en su tratado más famoso, Leviatán (1651) o Rousseau en su Contrato Social (1762). Incluso más modernamente  el filósofo John Rawls (1921-2002) también ha fundado sobre un espíritu contractualista su noción de justicia. Y pareciera que los juristas aún no hemos salido de ahí.

Lo malo es que en la historia de la humanidad jamás existió ningún contrato social.

Ningún ser vivo vive en sociedad gracias a ningún «contrato social»,  de hecho todos nuestros antepasados y todos los antepasados del ser humano en la larguísima cadena evolutiva de nuestra especie  fueron animales que vivieron en sociedad. Los Cro-Magnones eran animales sociales, como lo eran los Neanderthales y los Denisovanos; y animales sociales fueron también los homo  heidelbergensis, antecessor, erectus, habilis… y todos cuantos homínidos les precedieron.

Y si buscamos entre nuestros parientes más cercanos, los simios, veremos que gorilas, chimpancés y bonobos son también animales sociales y aún antes que ellos toda la larga cadena evolutiva de mamíferos que precedieron al hombre, todos fueron seres sociales. Incluso cuando Hobbes afirmó que «el hombre era un lobo para el hombre» cometió un error de bulto pues el lobo es un animal altamente social que vive en grupos organizados por complejas relaciones entre sus indivíduos.

Para poder vivir en sociedad —ya se trate de seres humanos o de animales— son precisas unas estrategias de convivencia que la evolución inscribe en los genes de las diversas especies sociales; es por eso que estudiar a los gorilas, a los chimpancés o a los bonobos resulta tan apasionante.

Fíjense, en una tribu de bonobos será siempre  jefe el hijo de la hembra líder. Las bonobas son expertas en el arte de llegar acuerdos y, una vez ellas deciden quién es la hembra que manda, su hijo es colocado como jefe de la manada. Naturalmente si la hembra líder cae en desgracia y las demás la destituyen, su hijo tiene que presentar la dimisión antes de que lo echen. Un curioso caso animal, como ven, de poder legislativo (las hembras) y  poder ejecutivo (el macho) siempre sometido a la suprema voluntad del parlamento.

¿Cuándo firmaron los bonobos su contrato social? ¿Cuándo redactaron su constitución?

La naturaleza inscribe en los genes  de los animales sociales normas de conducta y nos dota de instintos que nos impulsan a hacerlas cumplir. Puede parecer extraño, pero es así.

No les hablaré de estrategias evolutivamente estables ni de postulados de la sociobiología, simplemente permítanme señalarles un instinto humano: la aversión al sufrimiento cercano. Si ustedes ven, por ejemplo, que, a su lado, en el parque, un señor apalea a un perro, aunque a usted este asunto en realidad debiera darle igual —pues no va nada suyo en el envite— sin poder evitarlo sentirá una aversión profunda hacia el que provoca dolor, tanta que, si no se controla, puede ser usted quien acabe apaleando al señor. Los seres humanos sanos no soportamos el sufrimiento cercano, estamos programados para no soportarlo, instintivamente nos produce malestar. No le digo nada si el apaleado es un niño y no un perro. Sin embargo, miles de niños mueren al día de hambre, niños que usted podría salvar con un simple donativo… Y sin embargo…

Sin embargo usted no experimenta la misma angustia, de hecho no experimenta ninguna angustia, porque la moral humana es una moral de simio y está diseñada para operar a unos pocos centenares de metros, dentro de nuestro hábitat cercano y nuestro grupo, si las cosas están más lejos ya no nos afectan. Y, desde el punto de vista de la naturaleza, eso está bien.

Está bien porque ningún ser humano está capacitado para soportar todo el mal que hay en el mundo, y está mal porque, en cuanto nos damos cuenta de que hay niños que mueren sin que nosotros hayamos hecho nada, el vómito y la náusea acuden a nosotros. Las ONG saben esto y por eso colocan la foto de los que sufren cerca de usted, para que sus ojos vean y así su corazón sienta.

No, nuestra moral, nuestro sentido de lo justo y de lo injusto, no se determinó a través de ningún contrato social, ni tampoco lo fijó la voluntad de ningún dios dictando leyes a profetas judíos, árabes, indios, chinos o cristianos. Nuestro sentido de la moral y la justicia la ha escrito la naturaleza en nuestros genes. Luego, en el caso de los seres humanos, la hemos desarrollado a través de esa otra evolución —la cultural— que complementa a la genética, pero siempre esta estuvo antes desde el principio de los siglos.

Entender por qué la naturaleza ha  inscrito en nuestros genes estos instintos y no otros, comprender en profundidad el funcionamiento de los mismos es un trabajo del que los juristas —expertos teóricos en la ciencia de lo justo y de lo injusto— han  declinado ocuparse al menos en España.

Dedicamos nuestra vida al estudio del derecho, lo que sorprende es lo poco que parecen interesarnos los fundamentos científicos de la justicia.



El sueño del paramecio

Últimamente pienso mucho en el paramecio y en sus peripecias vitales.

Sí, como lo oyen, la vida de este animal unicelular, cazador sin cerebro ni sistema nervioso pero de intensa y compleja vida sexual, me resulta apasionante. Si usted no conoce al paramecio está usted perdiendose un capítulo esencial de la vida, la filosofía y hasta de la teología, así que, por su bien, siga leyendo.

Creo que, de principio, podemos estar todos de acuerdo en que el paramecio no es un animal que tenga conciencia de su individualidad; carente de nada parecido a un cerebro, cuesta trabajo imaginarlo realizando profundas reflexiones filosóficas sobre el yo, el ello, el ser y la nada. Si ya es difícil observar ese tipo de reflexiones en la mayoría de los seres humanos, creo que podemos estar de acuerdo en que el paramecio tampoco debe de gastar mucho tiempo en esto, aunque…

Si observamos cazar al paramecio podemos llegar a la conclusión de que tiene una clara percepción de sí mismo porque, cuando crea flujos de agua con sus cilios para atraer bacterias a su boca, cuida muy mucho de acercarlas precisamente a «su» boca y no a la de ningún otro paramecio, lo cual implica que, de alguna manera, se distingue a sí mismo de los demás. Del mismo modo, cuando decide reproducirse sexualmente y «conjugarse» con una paramecia, cuida de ser él y no otro el que conjugue el verbo en todos los tiempos y modos precisos, lo que debe llevarnos al convencimiento de que el paramecio prefiere conjugar en primera persona (yo) que ejercitarse de sujetavelas o carabina paramecial.

Llegados a este punto debo aclarar que usar el lenguaje con desdoblamiento o tripartición es tan erróneo como innecesario en este asunto: ni hay paramecios, ni paramecias, ni paramecies… Aquí todos son iguales y cuando se conjugan (así se llama técnicamente a la coyunda en el mundo paramécico) no existe eso que los científicos llaman el «dimorfismo sexual». Podemos pues, apartar nuestros obsesivos problemas político-sexuales de la vida del paramecio y centrarnos en lo que de verdad nos importa:

¿De dónde le vienen las ganas de coyunda al paramecio? ¿por qué el paramecio, cuando caza, lo hace según las enseñanzas de Juan Palomo y caza para él y no para otro? ¿tiene acaso el paramecio conciencia de su individualidad o solo lo parece?

Antes de profundizar en las costumbres gastronómico-sexuales del paramecio es importante que sepamos cómo la naturaleza y la vida resuelven los problemas que se le plantean,
pues, muy a menudo, interpretamos muy mal la forma en que lo hacen. Trataré de poner un ejemplo.

Cuando los seres humanos decimos «para» la naturaleza suele decir «porque» y en general ese «porque» tiene que ver con el asunto de la coyunda. Veamos. Cuando un ser humano ve el largo cuello de la jirafa suele pensar: «tiene largo el cuello para alcanzar las hojas altas de los árboles». La naturaleza, en cambio —y suponiendo que el cuello largo tenga algo que ver con las hojas altas— «pensaría» de otro modo: «tiene largo el cuello porque sus padres, al tener largo el cuello, comieron las hojas altas de los árboles y pudieron reproducirse mejor y sacar adelante a sus crías que, como eran descendientes de animales de cuello largo, heredaron esta característica».

La naturaleza, pues, no planea nada ni piensa nada, la naturaleza funciona a base de replicación, herencia y mutación; propone una multitud de soluciones y es el mayor o menor éxito replicativo de cada una de ellas la que determina el resultado final. A esto se le llama «algoritmo genético», una forma de resolver problemas cada vez más imitada por los algoritmos de computación. La coyunda como «deus ex machina» de la vida y la evolución.

Y ahora volvamos a estudiar la vida sexual del paramecio. Y no es que a mí me atraiga mucho la biología kamasutricoparamecial pero, del mismo modo que «Dios se oculta en los pucheros» según decía Santa Teresa, tengo para mí que igual pueden ocultarse en la vida y costumbres del paramecio respuestas teológicas o filosóficas de calado.

Porque vamos a lo que vamos: ¿por qué los paramecios cazan para sí?

Un ser humano respondería que porque es su instinto, la naturaleza seguramente nos diría que porque son descendientes de paramecios que también cazaban para sí.

—Oiga ¿Y por qué no pueden ser descedientes de paramecios que no cazaban para sí?

—Hombre, no me fastidie, los paramecios que no cazaban para sí no comían y a los muertos de hambre la cosa de reproducirse se les pone muy cuesta arriba. Cazar para otro era una estrategia incorrecta en el entorno paramecial de forma que los paramecios que sobrevivieron y se reprodujeron fueron los que cazaban para sí… Sus descendientes heredaron este rasgo y ahora todos los paramecios cazan para sí. ¿Significa eso que los paramecios diferencian el yo del tú? Aparentemente pueden parecer tener conciencia del «yo» pero no se equivoque usted, es un rasgo heredado, el paramecio no es que caza para él porque tiene conciencia del yo, es que el paramecio es así, no le dé vueltas.

—Oiga ¿Y la coyunda sexual?

—Pues le diré, en primer lugar, que los animales que no se dan a la coyunda se extinguen, de forma que puede usted dar por seguro que todas cuantas formas de vida pueblan el planeta son hijas de eso que llamamos «reproducción» de forma que, siendo hijos suyos como somos, habremos heredado de ellos la afición a la coyunda… Y, si no la hemos heredado, no pasa nada, como no nos reproduciremos la próxima generación está garantizado que sentirá una irrefrenable inclinación por el asunto reproductivo.  En segundo lugar debo aclararle que el paramecio no solo se reproduce mezclando sus cromosomas con otro paramecio, también puede reproducirse asexualmente por fisión binaria o mitosis, como muchos otros organismos unicelulares, pero esto hace que la descendencia presente menor variabilidad cromosomática que la derivada de la «conjugación» (reproducción sexual) donde se mezclan en la coctelera cromosomas de dos orígenes distintos…

—¿Y qué ventaja tiene esto?

—Pues que las posibilidades de generar nuevas propuestas de solución a través de la reproducción sexual son mayores ya que las combinaciones cromosomáticas posibles aumentan, de forma que las posibilidades de encontrar soluciones para adaptarse a entornos cambiantes aumentan también… Pero, escúcheme, que tampoco es que la naturaleza haya «pensado» eso, simplemente la reproducción sexual tuvo en determinados entornos un éxito reproductivo notable. Nosotros, los seres humanos, descendemos de seres que, como el paramecio, tuvieron éxito mezclando sus cargamentos genéticos y por eso hemos heredado esta afición a las «conjugaciones».

—Vale, vale, pero ¿a dónde quiere usted llegar con todo esto?

—Pues, me crea o no, yo con todo esto quiero llegar a la creencia humana en el alma.

—Está usted como una chota.

—No le diré yo que no.

Idéntica percepción del «yo» como individuo diferenciado de otros que el paramecio van teniendo otros animales, digamos, más complejos como peces, reptiles, mamíferos e incluso… el ser humano.

Mire, desde aquel primer organismo vivo del que descienden todos los seres vivos y al que los científicos llaman «LUCA» (Last Universal Common Ancestor) hasta el ser humano más inteligente y aerodinámico de la actualidad, todos, absolutamente todos los seres vivos habidos entre él y nosotros, han sido seres vivos que se han reproducido, lo que hace que en los genes de todos los seres vivos del mundo esté escrita esa instrucción de replicarse. Si algún ser vivo carece de ella simplemente no se reproduce y esa inclinación, ese rasgo, no es transmitido a la siguiente generación. Del mismo modo y dado que para reproducirse hay que estar vivo somos descendientes de seres que procuraron sobrevivir al menos hasta el momento de reproducirse de forma que esa percepción del yo, primitiva en el paramecio, está también inscrita en el pez que huye del depredador o el ciervo que compite con otro ciervo por reproducirse.

¿Somos pues algo distinto de lo que la evolución ha hecho de nosotros?

Seguramente es duro de creer pero sospecho que nuestra conciencia de ser un individuo y no un mero conjunto ordenado de moléculas autorreplicantes no es más que una ficción creada en nosotros por la propia naturaleza; una ficción útil para preservar nuestra vida y para tener éxito reproductivo pero, con mucha probabilidad, esa percepción autoevidente a la que llamamos «yo» no sea más que una ilusión. Es verdad que las ilusiones existen y no son irreales, pero sospecho que se acaban cuando despertamos del sueño de la vida.

Desde antiguo muchos filósofos griegos, teólogos orientales, sacerdotes egipcios, gurús hindúes o monjes budistas han predicado un dualismo materia-espíritu que choca con esta visión unitaria de los seres vivos que ahora traigo ante ustedes para su consideración.

Pero ¿qué pasaría si esa dualidad tan asentada no existiese y los seres vivos, incluidos los seres humanos, fuesen una realidad sólo comprensible de forma unitaria?

La vida, la muerte, el alma y el cuerpo tendrían entonces sentidos muy distintos de los generalmente admitidos y nuestra actitud ante las grandes preguntas cambiaría radicalmente.

Y todo por culpa de la actividad sexual del paramecio.

Hay que joderse.

La ilusión de la identidad

En 1942 Isaac Asimov escribió sus llamadas «tres leyes de la robótica» que decían, en primer lugar, que un robot no hará daño a un ser humano ni, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño. En segundo lugar que un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley; y, en tercer lugar, que un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o con la segunda ley.

Las leyes están bien y son ingeniosas pero, para que puedan cumplirse, es preciso antes que nada que cada robot tenga conciencia de su propia identidad, que sepa distinguirse él, como entidad, del resto.

En la naturaleza, para que opere la selección es necesario otro tanto. La madre guepardo corre y mata para alimentar a su descendencia —a la cual debe reconocer— y, para no dejarse herir por otros animales, ha de tener una idea más que clara de su identidad diferenciada respecto de todo el ecosistema.

Casi desde la vida unicelular todos los seres vivos tienden a defender su existencia y su reproducción frente a la de los demás y ese proceso de distinguir el yo de los demás sólo puede descansar sobre una premisa: la consciencia de la propia identidad.

Para fabricar un robot compatible con las normas de Asimov lo primero que hemos de crearle es una identidad pero, si hacemos eso ¿en qué será diferente de nosotros? y afirmar que nuestra identidad la ha fabricado la naturaleza ello no la dota de ningún factor trascendente que la distinga de la del robot.

Creo que fue Leibniz quien se preguntó porque hay algo en lugar de no haber nada. Yo, menos profundo, me pregunto por qué somos en lugar de no ser y sobre todo, por qué imaginamos ser nosotros cuando todo apunta a que somos sólo una ficción de la naturaleza no distinta del androide de Blade Runner que también tenía conciencia de su individualidad.

Qué es la vida, por qué y para qué la vivimos. En el fondo quizá todo sea no más que una ilusión.

Disfrutemos la borrachera mientras nos dure.

#life #humanbeings #tolive #indentity #identidad

El Covid-19 y la información viral

Han pasado ya 37 días bajo el estado de alarma y las noticias sobre el coronavirus comienzan a ser cada vez más deflectadas por una población que es cada vez un blanco más difícil para ellas. Por no citar a España citaré a los países anglosajones.

Cito a «Wired»:

«A lo largo de marzo la población británica surfeó incansablemente a la busca de noticias sobre el coronavirus; el periódico inglés The Guardian recibió 2.17 mil millones de visitas, un aumento de más de 750 millones con respecto al récord anterior establecido en octubre de 2019. El discurso de Boris Johnson a la nación el 23 de marzo fue una de las transmisiones más vistas en la historia de la televisión del Reino Unido, con más de 27 millones de espectadores en vivo, rivalizando con la final de la Copa del Mundo de 1966 y el funeral de la princesa Diana.

Pero ahora, cuando el Reino Unido entra en la cuarta semana de aislamiento, han surgido nuevas cifras que parecen mostrar que su interés en el contenido del coronavirus está disminuyendo. La investigación realizada por NiemanLab, la principal institución de periodismo en la Universidad de Harvard, muestra que para el 9 de marzo, una de cada cuatro páginas vistas en los sitios de noticias estadounidenses estaba en una historia de coronavirus, y el tema era «generar el tipo de atención en una semana que la acusación de Donald Trump lo hizo en un mes «. El tráfico alcanzó su punto máximo el 12 y 13 de marzo con la dirección de la Oficina Oval de Donald Trump, el diagnóstico de Tom Hanks y la suspensión de la NBA.

A finales de marzo, esta atención había disminuido, continuando su pendiente descendente en la primera semana de abril, antes de caer a niveles bastante normales esta semana. Parece que hemos desarrollado fatiga por las noticias sobre coronavirus. ¿Pero por qué ha sucedido esto? ¿Podría la gente realmente estar perdiendo interés en un evento tan catastrófico? ¿Y qué significa esta caída para la estrategia del gobierno?»

Leo este tipo de noticias y no puedo evitar volver a caer en mi particular visión informacional del mundo, una visión donde la información ocupa un lugar central. Si quieren no sigan leyendo, este es el momento porque, como este es mi espacio, yo sí seguiré escribiendo para aquellos pocos que quieran leerme.

Las noticias y los virus son dos manifestaciones de la misma realidad: la información. Y por eso, porque son la misma cosa, es por lo que, los seres humanos, nos comportamos frente a noticias y virus siguiendo un patrón idéntico: la curva del modelo SIR cuyo «aplanamiento» ocupa todos nuestros telediarios.

La noticias y los virus, como información que son, dependen para su propagación de una serie de factores que son los contemplados para los virus en el famoso modelo SIR; es decir, la propagación de un virus y una noticia depende de cuánta población sea «susceptible» (S) de ser infectada/alcanzada por la noticia/virus propagados.

Una vez el virus/noticia alcanza a una persona susceptible y la infecta (I) esta propagará la información/virus con arreglo a un determinado factor de contagio (Ro); es decir, si yo caigo infectado pasaré el virus a una, dos o más personas de media o pasaré la noticia a una, dos o más personas de media.

¿Por qué los seres vivos transmitimos los virus y la información?

Porque la información ES ASÍ. Toda información/virus se propagará mientras no encuentre barreras o no falte la energía. La información/virus mutará hasta alcanzar la forma que la dote de un mayor éxito replicativo.

La información/virus funciona así y no puede funcionar de otra manera: un virus/información con poco éxito replicativo se extingue, por eso solo «sobreviven» (ni la información ni los virus son seres vivos) aquellas informaciones/virus con éxito replicativo. La ley de la evolución hace el resto: donde hay réplica y mutaciones esta ley predice —y acierta— que las entidades mutarán hasta alcanzar su mayor éxito replicativo.

Los virus nos hacen estornudar porque supone para ellos una ventaja replicativa; las noticias nos provocan un deseo irrefrenable de compartirlas porque de esta forma aseguran su replicación.

Ocurre con los virus lo mismo que con las noticias: cuando sube el número de infectados por los virus/informaciones la población susceptible de ser alcanzada por esos mismos virus/informaciones disminuye de forma que la tasa de contagios empieza a bajar. Una vez superada la fiebre y la tos o el deseo vehemente y febril de contar la noticia, comenzamos a reaccionar contra el virus/información y nos inmunizamos contra él, somos ya la «R» del modelo SIR. El virus, una vez superada la etapa de infección, nos es conocido y ya no nos afecta, nuestro organismo lo rechaza; la información, una vez conocida, ya no nos vuelve a infectar, ya no nos produce el febril deseo de contarla y transmitirla, al igual que un chiste conocido no nos hace gracia una información sabida de hace tiempo nos produce rechazo y no la atendemos. Llegados a este punto la información/virus comienza a marchar camino del olvido.

Hace tiempo que sostengo la tesis de que la información (y los virus como una especie de ella que son) comparten idénticos modelos matemáticos de propagación aunque, a lo que parece, esto que yo pienso no interesa a nadie. Sin embargo, a pesar de lo anterior, a mí este criterio informacional que mantengo me parece determinante para entender el mundo.

Sé —lo tengo comprobado durante estos 22 años de escribir posts en internet— que esto no interesa a nadie y lo comprendo; parece aburrido.

Sin embargo, a mí, al menos, me permite tener un criterio para entender la realidad, desde las religiones a la economía o el derecho y, en estos tiempos, para vivir apasionadamente esta pandemia de una muy particular forma de información a la que hemos llamado Covid-19.

Mediación

Hoy es el día internacional de la mediación y la Asociación de Mediadores de la Región de Murcia me ha pedido que intervenga en el acto conmemorativo que se celebrará esta tarde a las 18:00 en los salones del Ayuntamiento de Torre-Pacheco, de forma que, esta mañana, ando pensando lo que les contaré. Suelo improvisar mis intervenciones pero, para hacerlo, antes debo acopiar una buena colección de ideas que luego usaré o no, discrecionalmente, porque, como dicen que dijo Mark Twain: lleva varias semanas preparar un buen discurso improvisado.

Dándole algunas vueltas al asunto me ha venido a la cabeza esta mañana que hace unos 4.300 años que las leyes regulan la vida de las personas (si tomamos como fecha inicial la del gobierno de Urukagina de Lagash en Sumeria) pero que esos 4.300 años no representan más que un pequeñísimo fragmento (apenas el 1,4%) de los 300.000 años de historia de la especie humana1, una historia exitosa de convivencia, cooperación, vida en común y trabajo en equipo. Homo sapiens —el zoon politikon de Aristóteles— si es algo, es, antes que nada, un animal social que comparte y coopera y, quizá hoy, en el día mundial de la mediación, debiéramos preguntarnos cómo este animal político ha conseguido resolver sus conflictos durante esos 300.000 años de historia en que vivió sin leyes ni jueces.

Conviene que descartemos en primer lugar la violencia pura y simple como método de resolución de conflictos —no infravaloren a nuestra especie— pues la violencia, tendremos ocasión de verlo, no es el sistema que emplea la naturaleza para promover la cooperación. De hecho, la especie humana, tiene una curiosa aversión a los machos alfa: a diferencia de otras especie de simios la especie humana ha desterrado de su ADN la predisposición a tal jerarquía social, no hay «machos alfa» en la espacie humana, a sapiens nunca le han gustado los abusones y sus conflictos siempre ha procurado resolverlos por medios distintos de la violencia.

En segundo lugar, en esta larga biografía de 300.000 años debemos descartar también a la administración de justicia como el método de resolución de conflictos usado por sapiens. No fue sino hasta la revolución neolítica, con la aparición de la agricultura, que aparecieron también las primeras civilizaciones y, con ellas, las organizaciones sociales necesarias para instaurar un sistema de leyes que regularan la vida de las personas junto con un cuerpo de jueces que distinguiesen lo justo de lo injusto.

¿Cómo resolvió sapiens sus conflictos durante esos 296.000 años que vivió sin jueces? ¿Resolvía sus conflictos peor que ahora o la armonía en que vivían tribus y clanes era de una calidad similar a la de la sociedad actual? ¿Qué herramientas, mecanismos o sistemas, ha usado sapiens estos 296.000 años para conseguir armonía y eficacia cooperativa en sus grupos?

Todas esas preguntas, que deberían ser objeto de estudio si existiesen unos verdaderos estudios sobre «Derecho Natural» en España, han tratado de ser respondidas desde las más diversas ramas de la ciencia; desde la antropología, a la biología pero, si algunas ciencias han rendido especiales servicios a esta investigación, estas son, en mi sentir, las matemáticas —singularmente la teoría de juegos— junto con las ciencias que estudian los procesos evolutivos.

Llama mi atención que, mientras que en el resto del mundo se hace un esfuerzo importantísimo para conocer los fundamentos biológicos o evolutivos de lo que llamamos «justicia», en España sigamos repitiendo la misma cancamusa de siempre.

Para entender la justicia prefiero unas líneas de Robert Axelrod o Frans de Waal que sesudos volúmenes de los filósofos de siempre —espero que se me disculpe esta afirmación «performática»— y, por lo mismo, prefiero aproximarme a la justicia y a la resolución de conflictos usando del método científico antes que de la especulación.

Hemos dicho que la historia de convivencia y cooperación de sapiens se ciñe a los últimos trescientos mil años; pero no podemos olvidar que sapiens no es más que una especie del género homo, un género también caracterizado por la vida en sociedad y la cooperación (piensen si no en homo neanderthalensis y en su humana forma de vida) que remonta nuestro pasado hasta más allá de dos millones y medio de años hacia el pasado; dos millones y medio de años en los que homo vivió en sociedad y usó de mecanismos de resolución de conflictos que, siendo exitosos tal y como la propia historia acredita, no parecen atraer a día de hoy la atención de los científicos patrios.

En realidad, tanto sapiens como homo, no son más que una especie y un género de la gran familia de los hominidos, una ingente colección de formas vivientes todas ellas expertas en la cooperación y en la solución de conflictos grupales. Es sobre los hombros de todos estos antepasados sobre los que se levanta nuestra justicia y nuestros métodos, no tan alternativos, de resolución de conflictos y entre ellos, singularmente, la mediación.

No debo extenderme más en este punto ni creo que sea preciso insistir sobre la particular forma de ceguera que se deriva de considerar a la administración de justicia como la única herramienta válida para solucionar los conflictos humanos, pero no debo dejar de advertir sobre la particular sordera que muestran, sobre todo los poderes públicos, cuando se niegan a dotar de medios a la forma más moderna, refinada y eficaz que sapiens ha descubierto para resolver sus problemas: la administración de justicia.

Viendo el proyecto de presupuestos generales de este año observo cómo la Justicia sigue padeciendo de una absoluta falta de medios y de dotaciones presupuestarias mientras se trata de presentar a la mediación a guisa de cimbel como la solución a estas carencias. Por otro lado, observamos cómo la mediación tampoco cuenta con dotaciones presupuestarias y se la usa, más como un expediente útil para no destinar medios a justicia que con una sincera confianza de los poderes públicos en sus posibilidades.

La política presupuestaria del gobierno parece que nos quiera llevar de las «diligencias para mejor proveer» de la vieja Ley de Enjuiciamiento Civil a una «mediación para mejor dilatar» que disimule la lentitud y falta de medios en que vive y trabaja la Administración de Justicia Española; política presupuestaria esta que aniquila no sólo las capacidades de nuestra Justicia, sino que hace saltar por los aires cualquier esperanza de que la mediación pueda instaurarse como una herramienta útil en la resolución de conflictos.

Estas ideas rondan mi cabeza esta mañana, esta tarde ya veremos qué cuento a los mediadores, aunque sé que algunas de estas ideas estarán en mi intervención junto con otras sobre las que he escrito antes y los apuntes de algunas otras más sobre las que siento que debo investigar más. La forma en la que los seres humanos y los animales sociales resuelven los conflictos que nacen de la cooperación es un campo extremadamente fértil en el que, por desgracia, en España no parecemos estar interesados en sembrar y, mientras esto sea así, no hace falta ser profeta para saber lo que se cosechará: nada.


  1. Los restos más antiguos de Homo sapiens se encuentran en Marruecos, con 315 000 años. Las evidencias más antiguas de comportamiento moderno son las de Pinnacle Point (Sudáfrica), con 165 000 años. Nuestra especie homo sapiens pertenece al género homo, que fue más diversificado y, durante el último millón y medio de años, incluía otras especies ya extintas. Desde la extinción del homo neanderthalensis, hace 28 000 años, y del homo floresiensis hace 12 000 años (debatible), el homo sapiens es la única especie conocida del género Homo que aún perdura. ↩︎