Las causas de las guerras

Veo las imágenes de la inacabable guerra que asola las tierras del viejo Canaán y me pregunto sobre el por qué de todo esto.

Me pregunto, sobre todo, por qué los seres humanos no pueden vivir juntos y en paz sobre una misma tierra y siento que si señalo estos motivos estaré señalando a los auténticos culpables de estas masacres.

Han sido muchos los sistemas políticos que han permitido la convivencia pacífica de pueblos distintos dentro de sus ámbitos de poder, desde el imperio romano, donde multitud de etnias y credos convivían dentro de una misma entidad política, hasta la época de la muy católica monarquía hispana donde multitud de etnias compartieron un mismo espacio político durante tres siglos mezclándose hasta generar un maravilloso mundo mestizo. Por supuesto que fenómenos como el imperio Austro-Húngaro —un mosaico de países como Chequia, Eslovaquia, Hungría y otros— también acreditan que distintos pueblos pueden convivir pacíficamente en un mismo estado y siendo esto así, como lo es, uno se pregunta por qué israelíes y palestinos no pueden vivir juntos y en paz sobre una misma tierra.

Creo que todos tenemos la respuesta a la pregunta.

La imposibilidad de vivir juntos en una misma organización política no nace, por supuesto, de motivaciones raciales pues no ya es que el ADN de un judío y un palestino sean iguales, es que ambos, judíos y palestinos son pueblos semitas que hablan lenguas semitas. Cuando escucho a algún político acusar a quienes defienden las posturas palestinas de «antisemitas» me pregunto si no saben que el palestino es también un pueblo semita.

La imposibilidad de vivir juntos, pues, no nace de ninguna razón objetiva sino de la explosiva mezcla de dos razones de naturaleza ideológica que sólo existen dentro del cerebro de los contendientes y de quienes les jalean: la religión y el nacionalismo.

Antes de que el romanticismo introdujese dentro las cabezas de los seres humanos esa nefasta ideología llamada nacionalismo era la religión la primera causa de los enfrentamientos humanos. El poder tenía mayoritariamente una legitimación religiosa y esta era la coartada empleada habitualmente por los poderosos para que las pobres gentes se matasen. Cuando, con la revolución francesa y el romanticismo, el poder comenzó a apoyarse en esa entelequia a la que llamaron «nación», fue esta la excusa que sustituyó a la religión como coartada de ese salvajismo que llamamos guerra.

Y en el viejo Canaán se dan las dos causas: la religión, que anima a grupos integristas que creen legítimo morir y matar por un relato que les fue inculcado y el nacionalismo, esa teoría que dice que un «pueblo» (sea esto lo que sea) tiene derecho a tener su estado y su territorio con exclusión de otros.

Ambas causas son dos insensatas invenciones humanas que han costado a nuestra especie las mayores mortandades de la historia. Y lo perverso es que para evitar las muertes solo basta pensar un poco, una actividad que el ser humano realiza poco y mal.

Alemania y Francia mandaron a la muerte a millones de personas durante el siglo XX tan solo porque el honor de la patria les exigía controlar pequeños trozos de tierra como Alsacia o Lorena. Unos «pour la gloire» y otros porque Alemania estaba «über alles» mandaron a millones de jóvenes a dejar su sangre y pudrir su carne en lugares como Verdún, el Maine, el Somme, las Arenas y tantos otros.

Bastó que los gobernantes de Francia y Alemania dejasen de pensar en los criminales términos de las ideologías nacionalistas para que se reconociesen como aliados, para que cooperasen y acabasen con aquellos cíclicos baños de sangre. Así de sencillo, sólo necesitaron cambiar de idea, cambiar de actitud.

Pero cambiar de idea, de actitud, no fue fácil; si lo piensan para que tal cambio se produjese fueron necesarios todos los millones de muertos de que les he hablado antes y es que hacer cambiar de ideas a los seres humanos es una de las cosas más complicadas que existen: ¿hará usted cambiar de ideas a estas alturas a un integrista de Hamás? ¿convencerá usted a un judío ortodoxo de que no tiene derecho alguno sobre la «tierra prometida»?

Ahora aparecen una pléyade de políticos —la mayor parte analfabetos funcionales— a explicarnos la historia de esa tierra que unos llaman Palestina y otros Israel según el bando al que apoyan. Y ocurre que no sólo la explican mal, falseándola y arrimando el ascua a su sardina ideológica, sino que ese falseamiento lo llevan a cabo con intencionalidad política, tratando de aumentar el argumentario de quienes buscan alimentar el odio y la muerte.

Podrán ustedes decir que está posición mía de señalar a dos ideologías (el integrismo religioso y el nacionalismo) como responsables de esta y otras guerras es una postura ingenua pues, ambas, son inevitables.

Y yo le responderé que se equivoca, que el nacionalismo apenas si lleva doscientos años entre nosotros —antes no lo hubo— y que la diversidad de credos no tiene por qué llevar a ninguna situación de conflicto si no permitimos que integrismos supremacistas envenenen las mentes religiosas.

No todas las ideologías son respetables, hay ideologías criminales como hay ideas criminales y es imprescindible que no dejemos que estas se apoderen de las mentes de las generaciones futuras o, pronto, todo el mundo será Canaán si no lo es ya.

Es estúpido tener que esperar varios millones de muertes para descubrir, cómo hicieron Francia y Alemania, que era mejor cooperar que combatir.

Una cierta visión de España: romanticismo.

Ahora que sobre el Congreso planea la sombra de amnistías y otras cuestiones vinculadas con el ser de nuestro estado creo que puede ser este un buen momento para hablar de España, concretamente del turismo.

España, Hispania, Spania, Iberia, eran nombres con los que, hasta el siglo XIX, se designaba una localización geográfica, concretamente las tierras comprendidas dentro de nuestra península. Estos términos nunca tuvieron significación política y, desde luego, lo por ellos designado jamás coincidió con la realidad política que desde hace dos siglos, conocemos como España. Nunca Hispania fue una sola provincia o un solo reino y, desde luego, hasta el siglo XIX bajo esa denominación siempre se incluyó Portugal y por eso pudo escribir el poeta épico luso Luis de Camoens

«Falai de castelhanos e portugueses, porque espanhóis somos todos…»

Viajar a España en la antigüedad, dada su remota localización, no era tarea fácil aunque tampoco el turismo llegó a ser la religión que es hoy.

Todo cambió con llamada (mal llamada) «Guerra de la Independencia» de 1808.

Hasta ese mismo año, la monarquía gobernante en todos los reinos de la península a excepción de Portugal, seguía siendo la que tenía los territorios más extensos y ricos del mundo. De Palma de Mallorca a Manila uno podía recorrer el mundo sin salir de sus dominios y esa posición preeminente había generado contra ella una eficaz leyenda negra.

Para un europeo de finales del siglo XVIII las gentes que servían a la monarquía católica con corte en Madrid eran unos furiosos integristas católicos, con unos nobles vanidosos más preocupados en recitar sus ocho apellidos nobles que en hacer algo de provecho, gente violenta, intolerante y altiva que representaba todo lo que debía odiarse.

No nos conocían bien, sólo tenían la propaganda, pero la guerra de 1808 hizo que todas esas percepciones cambiaran.

En la guerra de 1808 más de quinientos mil soldados extranjeros pasaron por España y descubrieron un país que estaba muy lejos de lo por ellos imaginado. Con el ejército francés no sólo llegaron franceses sino gentes de muchas otras naciones como polacos (hasta 35 mil), portugueses e ingleses, por supuesto, y hasta mamelucos de obediencia turca (si miras los cuadros de Goya los reconocerás fácilmente por su turbante).

Estos quinientos mil soldados escribieron a sus casas y contaron lo que veían e, increíblemente, resultó que lo que contaban encajaba perfectamente con la recién estrenada mentalidad romántica.

España era tierra muy montañosa y de caminos difíciles, poblada de hombres indómitos que no se dejaban arrebatar la libertad fácilmente y que ejercían con violencia terrible la guerrilla o el bandolerismo. Las mujeres (¡ah las mujeres!), la mujer española era pura pasión pero ¡cuidado! siempre armadas y dispuestas a dejarte sin sangre de un navajazo en la femoral. España, además, era Oriente, cuando trascendieron fuera de nuestras fronteras espacios como la Alhambra o la Mezquita toda la fiebre del romanticismo se volcó en España. España era pura pasión y autenticidad ¿necesitaba algo más un romántico?

Los frutos de todo aquello y de aquella visión romántica de España aún perduran, Carmen de Bizet, los cuentos de Washington Irving, el Capricho Español de Rimsky Korsakov o la «Obertura sobre un tema de marcha española» son solo algunos de ellos.

El saqueo de obras de arte, singularmente de Velázquez y Murillo, realizado por los franceses revelaron al mundo una producción artística maravillosa inesperada en ese país oscuro e inquisitorial que les habían contado antes. El regalo de las Cortes de Cádiz al Duque de Wellington de una abundante colección de obras de arte españolas produjo idéntica conmoción en Inglaterra, esa Inglaterra cuya aristocracia moría por conocer las obras que decoraban el Palacio del Duque de Wellington, el vencedor de Napoleón.

Todo esto hizo de España, esa ubicación geográfica de que antes les hablaba, un destino imprescindible para los nuevos románticos. Y sin embargo ¿cómo entendían los habitantes de la península ese territorio que ellos habitaban?

De forma muy diferente, claro, aunque esto es materia que da para muchos post. Hoy solamente quería hablar de turismo y del origen de una cierta imagen de España.

Una vieja forma de entender el mundo

Conversaba ayer con mi amigo Juan sobre el mito de Adán y Eva y sobre la posibilidad de que el mismo ilustrase la dolorosa metamorfosis sufrida por el género humano en el neolítico, período en el que pasó de ser cazador-recolector a ser agricultor.

Los cambios sociales y jurídicos de ese período histórico aún se dejan sentir en nuestros días.

Nuestros antepasados cazadores recolectores no tenían (no tienen pues aún quedan tribus no contactadas) un concepto establecido de la propiedad de la tierra. ¿Imagina usted a un nómada que, de pronto, se encuentre con que alguien ha vallado una parcela y le prohíbe pasar por ella con su tribu y su ganado?

La guerra entre pastores y agricultores ha perdurado hasta la actualidad con los primeros exigiendo libertad de paso por el campo y los segundos negándose violentamente a ella. La Mesta en España puede ilustrar cómo el conflicto no es tan lejano y aún hoy, simbólicamente, los pastores pasean sus ovejas una vez al año por la Puerta de Alcalá en el corazón de Madrid.

La agricultura hizo de la propiedad de la tierra la principal fuente de riqueza. La necesidad de conseguirla y defenderla de otros grupos que la deseaban fueron haciendo aparecer los primeros estados en el llamado «creciente fértil» (nótese lo de fértil) y todo este proceso fue cambiando la percepción y entendimiento del mundo de los seres humanos.

Así aparecieron los estados que garantizaban la propiedad de las tierras de quienes pertenecían a ellos y surgieron también los ejércitos organizados, las guerras y los imperios. Muy probablemente Sargón de Akkad tiene el dudoso honor de ser el primero de una larga lista de sedicentes «emperadores» dedicados a conquistar nuevas tierras para sembrar y sojuzgar seres humanos que las cultiven. Para conseguir que todos los seres humanos subyugados formasen parte del imperio y fuesen también «nosotros» se les dieron unos dioses, unas leyes y una lengua que les permitiesen reconocerse como miembros de un único grupo y diesen consistencia social a los recién creados estados.

La vida del agricultor era bastante peor que la del cazador-recolector que, como Adán y Eva, para alimentarse simplemente se limitaba a coger las frutas que le ofrecía la naturaleza o a cazar algún animal. Los esqueletos de los cazadores-recolectores de la época nos muestran que su talla y condición física eran mucho mejores que la de los agricultores que poblaban las incipientes ciudades estado mesopotámicas; pero era evidente que poco podían hacer estas tribus frente a las hordas de agricultores organizados en ejércitos que estaban determinados a apropiarse de la tierra por la que, con anterioridad, vagaban libremente los cazadores-recolectores.

La tierra era un jardín de dónde el ser humano cogía lo que necesitaba hasta que llegó la agricultura y el hombre hubo de ganarse el pan (precisamente el pan) con el «sudor de su frente»; es decir, trabajando.

También Cervantes evoca esta «Edad de Oro» en su famoso discurso a los cabreros cuando, por boca de Don Quijote, afirma que lo característico de esta feliz edad de oro es que no existían las palabras de «tuyo» y «mío» y el ser humano alcanzaba a obtener de la naturaleza todo lo necesario.

Sí, la agricultura nos trajo la extensión de las palabras de «tuyo» y «mío» y nos trajo la propiedad de la tierra, la división del trabajo, los estados con sus reyes, religiones, imperios y lenguas oficiales y nos trajo la hipertorfia del concepto del «ellos» y el «nosotros».

El primate humano había dado un salto de proporciones incalculables y de entonces a hoy los esquemas mentales adquiridos en ese momento han sido el más eficaz motor de las guerras.

Hoy, sin embargo, la humanidad se enfrenta a un cambio tan decisivo como el sufrido en el neolítico, un cambio que hace que nos replanteemos toda esa civilización y su tramoya de estados, religiones y patrias que nos legó el neolítico, del mismo modo que hará que repensemos los conceptos del «ellos» y el «nosotros» y el sentido de las palabras «tuyo» y «mío» para satisfacción del espíritu de Cervantes.

Hoy la propiedad de la tierra ya no es la principal fuente de riqueza. Multitud de españoles truenan por la devolución de Gibraltar y agitan todo el universo ideológico consustancial a tal reclamación territorial: leyes, derecho, honor, patrias, banderas, ellos y nosotros, nuestro o suyo. Sin embargo, esos españoles que truenan por recuperar unas pocas hectáreas de tierra rocosa, contemplan con indiferencia cómo las dos Castillas se despueblan y hablan con toda naturalidad de la «España vacía» como si las hectáreas de buena tierra de Castilla fuesen despreciables comparadas con la roca del peñón.

Hoy la tierra ya no es la principal fuente de riqueza, ahora es la tecnología y, en eso, el mundo ha cambiado; lo que no ha cambiado es la forma de entender el mundo del viejo primate humano: por un palmo de tierra se debe matar y morir; es ellos o nosotros.

A día de hoy la riqueza de las naciones ya no se centra en la agricultura ni en la extensión de tierras cultivables que se tengan y es por eso que la percepción del mundo y del cosmos de los seres humanos ha iniciado un lento proceso de cambio que, desgraciadamente, por lento es incapaz de seguir al acelerado proceso de cambio tecnológico que vivimos y si en un punto es posible apreciar este desajuste es en el campo de las armas, la guerra y las organizaciones humanas.

Hemos construido armas capaces de destruir todo vestigio de vida sobre la tierra, en cambio hemos sido incapaces de descubrir la forma en que todos los seres humanos puedan cooperar.

Disponemos de armas nucleares capaces de destruir el planeta pero aún no disponemos del equipamiento mental que nos haga comprender que ya no existe un «ellos» y un «nosotros», que si declaramos la guerra a alguien nos la estamos declarando a nosotros y que cualquier guerra no es homicida sino suicida.

El mono que llevamos dentro ha cambiado poco desde hace diez mil años y aún se mueve por instintos que, si tuvieron razón de ser hace cien siglos, hoy son suicidas.

La sensación estos días es de impotencia. Todos (con las terraplánicas excepciones de siempre) estamos contra la guerra, el problema es que no sabemos cómo enfrentarla porque los viejos sistemas ya no sirven. Si decidimos hacer frente con todas las consecuencias al chimpancé matón el riesgo de que destruyamos el planeta y todos acabemos muertos es muy alto. El problema es que sabemos cómo hacer la guerra pero no sabemos cómo evitarla, estamos equipados para pelear pero no disponemos de herramientas para la paz.

Enfrentamos el fracaso como especie si no abandonamos nuestra vieja visión del mundo, si no asumimos que en lo que a la humanidad se refiere ya no existe el «ellos» y que todos pertenecemos al mismo bando, que cuando entramos en guerra entramos en guerra contra nosotros y que cuando matamos a alguien estamos matando siempre a uno de los nuestros.

Hay toda una concepción del mundo que, tras diez mil años, ya no se sostiene y es nuestra urgente obligación cambiarla y sustituirla por otra que permita la continuidad del ser humano como especie.

Y yo ahora debería explicar cuál es esa nueva concepción pero, sobre resultar petulante si lo hiciera, alargaría este ya demasiado largo post.

Si a alguien le apetece leerla que me lo diga, las noches de insomnio dan tiempo a muchas cosas.

Once del once a las once

Hoy es 11 de noviembre, «once del once» y, por tanto, se cumplen 99 años del final de la Primera Guerra Mundial. Fue un macabro pasatiempo de los generales de los ejércitos el fijar como fecha y hora del armisticio el once de noviembre a las once horas (11 del 11 a las 11) fecha y hora que les parecieron «memorables» a esos carniceros. Incluso durante la mañana de ese 11 de noviembre último día de la guerra, hubo mandos que ordenaron ataques de última hora tan inútiles como infames a la busca de eso que algunos criminales llaman «la gloria».

Por increíble que parezca, incluso a día de hoy, quedan todavía estúpidos que creen que hay algún tipo de gloria en la tarea de asesinar personas. Dios nos libre de esos imbéciles.