Economía de mercado y abogacía

Cuando en tercero de derecho me tocó estudiar Economía Política me pareció un sinsentido pero, como yo venía de un bachiller de ciencias, aquello de las gráficas y las curvas representó una oportunidad para mí. A la edad en que se cursa la carrera los seres humanos no estamos para muchos estudios pues nos preocupan mucho más otros asuntos de forma que, a mí, aquella asignatura, sólo me gustaba porque me ofrecía la posibilidad de explicarle a alguna compañera —que en otras circunstancias ni me hubiese mirado— qué significaba eso de que «el coste marginal se calcula como la derivada de la función del coste total con respecto a la cantidad». En realidad yo creo que el profe, cuando soltaba esa retahíla, era plenamente consciente de que ni era necesaria ni nadie le entendía pero —como él también era joven— no dejaba pasar la oportunidad de darse tono y a mí, la verdad, no me venía mal aquello porque, el haber estudiado matemáticas hasta COU y haberme peleado con Rouché-Frobenius o con el Polinomio de Lagrange, ahora tenía para mí una utilidad práctica jamás pensada por Don Antonio, mi inolvidable profesor de matemáticas.

Sin embargo, a mí, las bases de toda aquella construcción económica me parecían una absoluta filfa.

Todavía guardo en la biblioteca de mi despacho los manuales de economía de Spencer y de Lipsey que, curiosamente, me compré después de acabada la asignatura, porque a mí las cosas por obligación no me salen pero perder el tiempo se me da genial, así que, años después de aprobada la asignatura, me compré dos de los tres manuales clásicos (Samuelson, Spencer y Lipsey) para tratar de ver si mis percepciones eran erróneas; pero no, de entonces a hoy sigo pensando que los principios sobre los que se construye esa teoría (casi una religión para muchos) no me convencen en absoluto sin perjuicio de reconocer que algo —o mucho— de razón pueden tener, sobre todo en economías primitivas.

Ahora, al cabo de los años, me encuentro con que el sanedrín de tal teoría económica ha encargado al Santo Oficio de su muy mercantil iglesia —la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia— pronunciarse sobre un aspecto económico de la profesión a la que he dedicado mi vida y, por lo que veo, esta lo ha hecho con inquisitorial fe en los dogmas de su secta, incapaz de comprender que su doctrina tiene límites. Y el Santo Oficio ha actuado convirtiendo todos los problemas que presenta la faceta económica de una profesión que no entienden en clavos aptos para ser machacados con su martillo ideológico.

Sí, me doy cuenta de que el párrafo anterior me ha quedado del todo barroco y que lo del martillo me la ha dejado botando para hacer un juego de palabras con la inquisitorial CNMC y el «Malleus Maleficarum» del Santo Oficio; pero me contendré, el Santo Oficio no sé si merece que le haga ahora este feo.

Y dicho todo lo anterior —que muy bien pudiera haberme ahorrado— vamos a hablar de lo que quiero hablar: de las costas de los abogados. Pero antes, vamos a repasar un poco esa doctrina económica que ha servido de base para poner en tela de juicio la forma en que actualmente se tasan las costas de los abogados.

En 1776 un profesor escocés, Adam Smith, publicó «The wealth of nations», un libro de capital importancia para la civilización occidental. Este libro consiguió para él el título de «fundador de la economía moderna» porque en él enunciaba claramente su principio de la «Mano Invisible»; es decir, la idea de que, si se permite a cada individuo que persiga su propio interés sin interferencia del gobierno, estos individuos se verían llevados, como dirigidos por una mano invisible, a conseguir lo que es mejor para la sociedad. Veamos cómo lo dice Adam Smith:

«Un individuo no intenta promover el interés público ni sabe que lo está promoviendo… Él pretende sólamente su propia ganancia y es conducido por una mano invisible a promover un fin que no formaba parte de su intención. No es de la benevolencia del carnicero, ni de la del vendedor de cervezas o del panadero, de la que esperamos nuestra comida, sino de su consideración de su interés propio. No apelamos a su filantropía sino a su egoísmo personal y no le hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas».

Este planteamiento, defendido con fe evangélica por muchos prohombres (vgr. Ronald Reagan) y muchas promujeres (vgr. Margaret Thatcher) ha caracterizado a la civilización occidental y, sin duda, alguna noche habrá sido objeto de debate para ti y tus amigos y amigas. ¿Por qué hacen las cosas los seres humanos? ¿Por interés propio o acaso existen el altruismo y otras motivaciones no monetarias? ¿Es el interés económico lo único que mueve al ser humano?

Seguro que este debate ha aparecido en algún momento de tu vida en tu círculo más cercano y estoy seguro también que ha dado lugar a intensas discusiones.

De ser cierto que un individuo «pretende solamente su propia ganancia» habremos de reconocer que todas las consecuencias extraídas de este principio por Adam Smith y los economistas que siguen sus postulados son más o menos acertadas pero, de ser falso, todas las consecuencias, filosóficas, lógicas y legales extraídas del mismo deben ser puestas en cuestión.

Adam Smith, para analizar algunos de sus postulados utilizó como ejemplo una fábrica de alfileres y con este ejemplo ilustró aspectos como la división del trabajo y otros. Ocurre sin embargo que el ejercicio de la abogacía no guarda demasiada relación con la fabricación de alfileres, ni con la manufactura de mercancias textiles o el cultivo de cucurbitáceas; el ejercicio de la abogacía está sometido a principios distintos. Vamos a echarles un vistazo.

Si eres abogado seguro que te ha pasado: la parte contraria te propone un acuerdo favorable para tu parte, tu cliente cobrará y tú cobrarás, pero tu cliente te ordena proseguir el pleito pues, movido por el odio o la simple avidez, él quiere más aunque, tú, sabes que la victoria es dudosa e incluso corres el riesgo de perder y ser condenado en costas.

Tu cliente te ordena que prosigas y entonces tú… ¿qué haces? ¿seguir tu interés económico u obedecer sus instrucciones? ¿Qué haría Adam Smith en ese caso?

No, muy a menudo los seres humanos no buscan solo «su propia ganancia», impulsos morales, deberes deontológicos e incluso legales les imponen tomar decisiones contrarias a ese interés egoista de la búsqueda de la propia ganancia. Pregunten a los sanitarios que arriesgaron su salud en la epidemia del Covid-19; pregunten a un bombero que, cuando todos huyen, tiene el deber de dirigirse al fuego; pregunten al policía, al guardia civil o al soldado que, en situación de riesgo vital, deben hacer frente a la situación aumentando su propio riesgo. No, no en todos los casos el «propio interés» es el criterio a perseguir —aunque ciertamente se desee— sino que, en muchas actividades, el interés económico debe ceder, en virtud de un mandato moral o legal, ante un valor superior y distinto. ¿Es este el caso de la abogacía?

Y no pensemos que el principio de «seguir su propia ganancia» se quiebra solo en el caso de los servidores públicos que he citado, pensemos también —¿por qué no?— en activistas que anteponen la defensa de determinados derechos y principios no sólo a su propio interés económico sino incluso a su interés vital y es que, de ese tipo de personas, también encontramos muchos y muy buenos ejemplos entre los abogados y abogadas del mundo; por no ir más lejos déjenme mencionar aquí el caso de un abogado que, en defensa de la igualdad de todos los seres humanos, permaneció 27 años de su vida encarcelado; se llamaba Nelson Mandela y sí, era abogado… como tú.

No, no en todas las ocasiones los seres humanos anteponen «su propia ganancia» a cualquier otra consideración y en el caso del ejercicio de la abogacía esta es una situación que se produce mucho más a menudo de lo que puede pensar cualquier inquisidor de la CNMC y es precisamente por eso por lo que la ley sanciona determinadas conductas de los letrados, para que tal no ocurra y letrados y letradas hayamos de defender siempre la justicia o el interés del cliente con preferencia al interés propio.

Y es precisamente porque no es el interés o la propia ganancia el principio que gobierna la labor de un abogado o abogada por lo que no pueden aplicarse sin matización las reglas básicas de la economía clásica, pues hay un interés superior al del propio interés de las partes que defender.

En un proceso hay principios que se deben respetar siempre y eso es así porque el proceso debe ser, antes que nada, justo; se trata de defender el primer valor de nuestro ordenamiento jurídico: la justicia.  Es algo parecido a lo que pasa con una intervención médica, no es el interés del cirujano el primer valor en juego sino la salud del paciente y es por eso que si un cirujano ofreciese operaciones de apendicitis a 150€ todos sabríamos que el paciente que aceptase ese presupuesto no tendría derecho ni a ser anestesiado. En el caso de los procesos judiciales pasa lo mismo ¿le parece a usted que defender un homicidio por 150€ es razonable? ¿y un divorcio? ¿Y si la ley de la oferta y la demanda así lo determinan, lo aceptaremos?

Los estados han establecido sistemas públicos de sanidad (algo contrario a los principios extremos de la pura economía de mercado) porque hay principios superiores al de «la propia ganancia» y, del mismo modo, los estados, para asegurar la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos independientemente de su capacidad económica, ofrecen un sistema de asistencia jurídica gratuita que… que… que…

Que es una vergüenza y una ofensa para cualquier gobierno que haya puesto sus posaderas en el banco azul de la Carrera de San Jerónimo o para cualquier ministro de justicia que haya contaminado con su presencia el palacete de la Calle San Bernardo 21 de Madrid.

Ese derecho constitucional a la asistencia jurídica gratuita se ha construido sobre la explotación infame y desvergonzada de los miembros de una profesión estableciendo como obligatorio un servicio que se retribuye según le da la gana —y siempre le da muy poca gana— al gobernante. En tiempos pasados les llamaban esclavos, ahora les llaman «profesionales que prestan el servicio de asistencia jurídica gratuita». ¿Eso no contraviene los dogmas de la economía de mercado? ¿eso no infringe las más elementales exigencias de la vergüenza?

¿Cómo puede pretenderse que en España exista igualdad de armas en un proceso donde se pagan al letrado cantidades que ni permiten dedicar al caso el tiempo necesario ni acercase siquiera a ver al cliente a prisión? ¿Igualdad de armas dice usted? Si existe la igualdad de armas es porque esa doctrina de Adam Smith que asume como dogma la CNMC no rige en el caso de la abogacía de oficio porque, esta, al «principio del propio interés» antepone la vieja virtud de la vergüenza, ese valor —la vergüenza— que es ajeno a los ministros y consejeros de justicia de España cuando de justicia gratuita se trata.

En la justicia gratuita y en la no gratuita, sépase y no se olvide, el principio del «propio interés» cede siempre a las exigencias de principios y valores que no se encuentran en la fábrica de alfileres de Adam Smith pero que aún existen en el alma y en la mente de una abogacía que se resiste a desaparecer, que se resiste a ser absorbida por empresas que, camuflándose bajo el manto ilustre de la abogacía, no son sino traficantes de carne.

Hay un plan bien trazado para acabar con nuestra profesión por quienes quieren hacer de ella un negocio y que deje de ser el «oficio» (officium) del que les hablaba en el post anterior. Quienes impulsan este plan, obviamente, no son abogados sino estos sedicentes «grandes» bufetes manejados por los titiriteros habituales, los bancos y compañías de seguros que financian los partidos de quienes luego hacen las leyes. Ellos tienen acceso e interlocución con los gobiernos y tienen bien establecidos sus lobbies y grupos de presión.

Es por eso por lo que los sucesivos gobiernos quieren reducir la planta judicial, porque esos «grandes» bufetes pueden tener sedes en las 50 grandes ciudades pero no en los 433 partidos judiciales donde todas las mañanas pelea la abogacía que amo: la abogacía de verdad. Para estos mercaderes hay que hacer que los ciudadanos, los consumidores, sean los que se desplacen en busca de justicia para que ellos puedan hacer un mejor negocio abriendo pocas tiendas y esperan que el estado les ayude —y de hecho les ayuda— en tal tarea.

Es por eso que se redujo a poco más de 50 los juzgados hipotecarios, no para acercar las justicia a la parte débil, los consumidores, sino para alejarla en beneficio de los bancos.

Es por eso también que no se arregla la conciliación laboral y familiar en el mundo de la abogacía, porque para los «grandes» despachos los abogados son elementos fungibles y no es problema alguno, mientras que para la abogacía de verdad la relación cliente-letrado es personalísima y por ello la conciliación es un problema vital.

Es por eso también que se prepara la legislación reguladora de grandes litigios colectivos de forma que los fondos de inversión —que hace años que presionan en este sentido— puedan financiar grandes procedimientos con los que hacer grandes negocios manejando grandes masas de consumidores.

Es por eso también que quisieron introducir las tasas judiciales mientras el ministro mentía como un bellaco soltando los infundios de que los españoles eran querulantes o que el dinero se destinaría a la justicia gratuita. Ese infame nunca pagó su vesania.

Es por eso que las costas son rebajadas o puestas en cuestión cuando han de cobrarlas los particulares, pero ni a una voz se le ha oído decir que es un abuso intolerable que los bancos, por una demanda a multicopista, presupuesten y embarguen desde el primer momento en sus ejecutivos un 30% para intereses, gastos y costas.

Es por eso que las aseguradoras y su lobby limitaron la libre valoración del daño corporal mediante un baremo que valoraba todos los casos igual e impedía a la judicatura juzgar el caso concreto. En 1995 la indemnización por día de baja era de unas 8000-10000 pesetas, hoy, casi 30 años después sigue siendo siendo lo mismo.

Es por eso que bancos y compañías de seguros establecen baremos leoninos para pagar a sus abogados teóricamente externos, quienes, debido al volumen de trabajo que reciben quedan convertidos virtualmente en trabajadores fijos del banco o la compañía pues, con todos los huevos en esa cesta, su capacidad de negociación es inexistente.

Es por eso que todas las compañías de seguros rebajaron la cobertura del seguro de defensa jurídica a límites ridículos y combaten un día sí y otro también el derecho de los consumidores a la libre elección de letrado.

Y es también por eso que no se cuestiona que bancos y aseguradoras usen de la lentitud de la justicia como parapeto frente a los consumidores, provocando un uso intensivo de la administración de justicia, mientras ellos, a través de sus rápidos juicios ejecutivos, la utilizan como un barato cobrador del frac.

Y podría seguir «ad infinitum»… aunque quizá no sea nada de esto lo peor, porque lo peor quizá sea que, quien debiera defender a la abogacía de verdad, a la auténtica, sigue de fiesta en fiesta y de medalla en medalla, cobrando dietas por comer canapés y sin querer decir a quienes le pagan las dietas cuanto se lleva de lo que todos ponen.

La abogacía de verdad se acaba y mientras muere de hambre y de abandono, a su alrededor, todo son festejos y mascaradas de quienes, por acción u omisión, la están matando.

Pero afortunadamente aún no ha muerto ese espíritu por el que merece la pena vivir y por el que, muchos y muchas, decidimos dedicar nuestras vidas a esa abogacía que, aunque herida, sigue viva y aún no ha dicho su última palabra.

(Continuará).

La economía de los abogados

Mi vida ha sido ser abogado y no economista y es seguramente por eso que mi vida no la han gobernado principios económicos sino los principios éticos que, al menos hasta hace unos años, yo daba por sentado que regían nuestra profesión.

En estos más de 35 años de ejercicio profesional y debido a mi ignorancia de los principios que rigen la ciencia económica, he tratado de ajustar mi comportamiento antes a los principios que yo entendía que gobernaban desde antiguo mi profesión que a otras consideraciones de naturaleza mercantil. Seguramente me he estado equivocando toda mi vida y es ahora, al cabo de los años, cuando la CNMC (Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia), algunos muy concretos LAJ (Letrados de la Administración de Justicia) y alguna que otra sentencia de nuestro Tribunal Supremo, han venido a sacarme de este error vital que, sin duda, he padecido y aún padezco.

Durante la carrera la fijación y cobro de honorarios es una ciencia que no se estudia y seguramente por eso cobrar ha sido siempre la asignatura más difícil para los abogados y abogadas en ejercicio; pocos de ellos dominan este arte y lo optimizan de forma que les permita vivir y ejercer dignamente y no desnaturalice por ello su profesión. Analizar el por qué de esta dificultad nos retrotrae miles de años atrás; pero no desesperes y sigue leyendo porque, aunque triste, la historia es interesante.

La antigüedad romana

Ayudar a quien te llama para ello era para los antiguos romanos una obligación cívica de naturaleza cuasi sacral, de ahí que el llamado en auxilio de alguien (el ad auxilium vocatus) no pudiese cobrar por su trabajo. Si recuerdas tus estudios de derecho canónico (aunque no se bien si todavía se estudia) recordarás que entre los delitos más execrables que podía cometer un hombre de iglesia se encontraba el de la simonía; es decir, la venta de bienes espirituales (sacramentos) a cambio de dinero. Dicho en corto y por derecho: comete delito de simonía quien vende los sacramentos: quien otorga el perdón de los pecados, la comunión, el viático, etc. a cambio de dinero es reo de dicho delito.

No te extrañará saber que el oficio del abogado (del ad auxilium vocatus) era, en la antigua Roma, como el de los sacerdotes o pontífices de los cultos, un «oficio». Porque con la palabra oficio (officium) no se designaba en latín ningún tipo de trabajo sino que con ella se hacía referencia a un deber moral para con el resto de los ciudadanos, un deber que se ejercía con liberalidad (gratuitamente) y de buena fe. Similar en su naturaleza a los servicios religiosos (que todavía se llaman oficios hoy día) los servicios jurídicos se prestaban ex officio a impulsos de ese deber cívico y sin salario alguno a cambio. Cobrar salario (merces) era para los juristas algo tan reprobable (mercennaria vox) como vender los sacramentos para los sacerdotes (delito de simonía).

Parece que en pleno siglo XXI los clientes de los abogados aún siguen teniendo presente esa naturaleza eminentemente gratuita de los oficios de los letrados pues en ningún otro lugar distinto de los despachos de abogados se echa más de menos la expresión «¿se debe algo?» en boca de los clientes. Al parecer los consumidores españoles estudian derecho romano antes de acudir a la consulta de un letrado.

Y ¿de qué vivía un abogado? Bueno, pues de las donaciones que el cliente quisiera hacerle «en honor» a sus servicios. De ahí que, aquello que reciben los letrados de sus clientes en honor a los servicios prestados no se denomine salario, indemnización, estipendio, suma, unto, gato, guita, pasta ni parné; sino que recibe un nombre bien distinto.

La vieja virtud romana llevó al tribuno de la plebe Cincio Alimento (el nombrecito del tribuno tiene su guasa) a someter a plebiscito en el 204 a.C. una ley que prohibía a los abogados cobrar por sus oficios y así promulgó una «lex muneralis» que convirtió a la abogacía en la profesión «liberal» que ahora es. Porque liberal viene tanto de libre como de liberalidad (donación); es decir, que los ingresos del abogado provenían en exclusiva de las «liberalidades» (las donaciones) que el cliente satisfecho le hacía en «honor» a sus servicios. Por eso los abogados llamamos a nuestros ingresos «honorarios» y por eso nos decimos profesionales liberales. Y así quedó nuestra profesión en aquel año 204 a.C., llena de gloria y virtud pero famélica y ayuna de numerario.

El pago de los abogados, como constató Cicerón, consistía apenas en tres cosas, todas ellas muy virtuosas pero poco nutritivas: la admiración de los oyentes, la esperanza de los necesitados y el agradecimiento de los favorecidos.

No es poca cosa esto que señaló Cicerón, luego volveremos sobre ello.

Sin embargo los dirigentes romanos pronto descubrieron que de la admiración, la gratitud y la esperanza no se vive por lo que, años después, Alejandro Severo, hombre sin duda piadoso y práctico a la vez, acordó asignar víveres a los abogados, fijándolos siglo y medio más tarde Ulpino Marisciano en 15 modii de harina por todo asunto in urgenti que finendo sit. Las penas, ya se sabe, con pan son menos y con 15 modii de harina las fatigas se conllevan mejor que pasando hambre; al fin y al cabo once arrobas de harina por un pleito, viendo lo que pagan ahora en el turno, oiga, no está nada mal. Sin duda Ulpino Marisciano tenía fondos de LAJ avant la lettre.

Quizá comprendas ahora cuan exacto es el término «de oficio» aplicado a los letrados y letradas de España; Cicerón se reconocería en ellos. En medio de una inacabable procesión de bellos discursos agradeciendo su labor, admirándose de su ejecutoria y constituyéndolos en la única esperanza de los desfavorecidos, las administraciones de España no les entregan ni los miserables 15 modii de harina que hace dos mil años ya les entregaba Ulpino Marisciano.

Obligados a trabajar por lo que se les quiera pagar ¿conoces un diseño de sistema más parecido a la esclavitud que este?

Sin embargo el mundo fue cambiando y con el advenimiento de la ilustración llegaron las teorías clásicas y hasta marxistas de la economía, cualquiera de las cuales, sobre ser absolutamente inaplicables a nuestro oficio —y escribo «oficio» con toda la intención— dieron pie a que Comisiones Nacionales de la Competencia y al resto de los «operadores» que enumeré arriba demostrasen más allá de toda duda su incapacidad para entender la esencia de una profesión que, quizá por ser demasiado grande, no les cabe en la cabeza.

Pero de eso escribiré otro día.

(Continuará)