Falacia «ad hominem»: el rebuzno humano

La libertad de expresión no es la libertad de decir lo primero que se te ocurra; decir majaderías, emitir rebuznos o lanzar ladridos es algo para lo que, muy probablemente, la libertad de expresión no fue pensada.

Los rebuznos más habituales del discurso humano son las falacias de entre las cuales destaca, antes que ninguna otra, la falacia «ad hominem», esa que se caracteriza por intentar desacreditar a la persona que defiende una postura, señalando una característica o creencia impopular de esa persona, en vez de analizar el contenido del argumento que defiende la postura contraria.

La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero, decían los antiguos sabios, la falacia «ad hominem» trata de desacreditar al porquero por su trabajo, no por la veracidad o inveracidad de sus afirmaciones; la falacia «ad hominem» es esa que cuando te acusan de corrupto te hace ladrar ¡fascista! o ¡perroflauta! a tu interlocutor… es la falacia del «¡y tú más!». Es esa que cuando se analizan las acciones del Tito Berni responde Rato o cuando se juzga Gürtel responde ERE.

La falacia «ad hominem» jamás conduce a la verdad sino sólo a la bronca; es una falacia tabernaria, grosera, faltona e incapaz de generar nada bueno para la convivencia. La falacia «ad hominem» es propia de mala gente y es por eso lamentable que no se enseñe en el colegio desde las edades más tiernas a despreciar a quien la usa, sería una enorme contribución a la mejora de este país.

Hay muchos más tipos de rebuznos habituales en el entendimiento humano, desde el «ad hoc ergo propter hoc» al casi siempre mal utilizado argumento de autoridad, pero, seguramente, ninguno tan disolvente y despreciable como este de la falacia «ad hominem».

Toda libertad lleva aparejada una responsabilidad y cuando la libertad es grande la responsabilidad es grande también. Si la libertad de expresión es grande tu responsabilidad antes de usarla es pensar y trabajar tu pensamiento con la misma grandeza con que te es permitido expresarlo para que, aquello que expreses, sirva para generar una sociedad mejor y no sirva solo para envenenarla.

Lo que nos enseñó Cicerón

Objetivos de un discurso: docere, delectare, movere...
Objetivos de un discurso según Cicerón.

Veo publicitarse a menudo cursos sobre cómo «hablar en público» —incluso específicamente dirigidos a abogados para mejorar sus técnicas de informe oral en sala— y debo decir que, cuando leo sus contenidos, me decepcionan profundamente y me invade la sensación de que casi todos estudian lo accesorio y olvidan lo principal.

La retórica es una disciplina transversal a distintos campos de conocimiento (ciencia de la literatura, ciencia política, publicidad, periodismo, ciencias de la educación, ciencias sociales, derecho, etc.) que se ocupa de estudiar y de sistematizar procedimientos y técnicas de utilización del lenguaje puestos al servicio de una finalidad persuasiva o estética, añadida —naturalmente— a su finalidad comunicativa y, esta ciencia, es algo mucho más serio que una serie de consejos pueriles más propios de la literatura de autoayuda que de la literatura científica que es lo que suelo ver en los programas de estos cursos que les he mencionado.

Hoy, mientras leía un artículo sobre cómo Aristóteles podía ayudar a las «Startups» a generar contenidos de calidad, me he acordado de mi disgusto con estos sedicentes «cursos de oratoria» y me he preguntado si podría resumir en una o varias infografías algunas de aquellas enseñanzas de la antigüedad clásica que, dos mil años después, siguen siendo el «state of the art» de la ciencia retórica y, cómo no, he recordado a Cicerón y su obra «Orator«, pues en dicha obra el maestro nos resume cuáles han de ser los objetivos de todo orador forense. Los tres objetivos del orador, según Cicerón, son «docere, delectare, et movere». Es decir, el orador forense debe perseguir tres metas: probar su tesis a la audiencia (el juez o el jurado), deleitarla y moverla emocionalmente a llevar a cabo una acción (en nuestro caso a que dicten una sentencia favorable).

No me extenderé mucho, los argumentos del objetivo ciceroniano del «docere» podemos encontrarlos en la esfera del «Logos» de que nos hablaba Aristóteles en su «Retórica» y que, en el caso de los abogados, son nuestras primeras herramientas: la ley, la jurisprudencia, la doctrina, pero también las evidencias, las analogías, etc y por eso los he colocado contiguos en la infografía. Los argumentos que corresponden al «delectare» y al «movere» los he colocado respectivamente vecinos a los campos del «ethos» y del «pathos»; no es correcto, lo sé, pero, comoquiera que de estos tres campos ha de nutrirse nuestro trabajo en sala, ahí los dejo para que vayan sonando.

Determinar cómo y con qué herramientas hemos de conseguir esos tres objetivos que Cicerón nos señala es un trabajo que excede con mucho a los límites de un post pero, al menos, conociendo los objetivos seremos capaces de darle un sentido a nuestro trabajo pues si no conocemos nuestro destino ningún camino es bueno.

En todo caso: gracias Cicerón.