Supongo que, a estas alturas, el lector está legitimado para pedir a quien esto escribe alguna prueba de que lo que está contando funciona en la práctica.
—Usted verá, lleva seis capítulos dando la turra con microorganismos, estrategias evolutivas, teoría de juegos y competiciones de ordenador y aún no sabemos dónde quiere ir usted a parar.
—Quiero ir a parar al punto de demostrar que existe un derecho natural inscrito en nuestros genes y que es producto de muchos millones de años de procesos evolutivos.
—Pues bien fácil lo tiene usted, pónganos un ejemplo de un caso en que la percepción innata de justicia del ser humano choque frontalmente con sus criterios racionales.
—Usted lo ha querido ¿conoce el «juego del ultimátum»?
—No.
—Pues vamos a él.
En el juego del ultimátum compiten dos jugadores y es un juego que sólo se juega una vez. Insisto. Este juego sólo se juega una vez y no perder esto de vista es esencial.
A uno de los dos jugadores (le llamaremos oferente) se le ofrece una cantidad de dinero, pongamos por ejemplo mil euros, y se le pide que, de esa cantidad, ofrezca a su contrincante una parte.
El jugador oferente puede ofrecer a su contrincante (llamémosle Respondedor) la cantidad que desee, desde los mil euros a un solo euro, pero (aquí está el pero) los jugadores solo podrán quedarse con el dinero si el Respondedor acepta la cantidad que se le ofrece, si no la acepta ambos lo oerderán todo.
Ahora reflexione y piense si usted fuese el oferente qué cantidad ofrecería y si fuese el respondedor con qué cantidad estaría dispuesto a conformarse, mientras yo le voy contando algunas cosas.
Desde el punto de vista económico y dado que el juego sólo se juega una vez las matemáticas nos dicen que el respondedor debe aceptar cualquier oferta superior a cero que le haga el oferente. Rechazar cualquier oferta superior a cero supone perder dinero sin contraprestación alguna, de forma que la lógica, la racionalidad económica y las matemáticas nos indican que la conducta racional para el respondedor es aceptar cualquier cantidad.
Sin embargo usted y yo sabemos que los seres humanos no somos así de racionales.
He hecho esta prueba con varios alumnos en prácticas en mi despacho y recuerdo con especial cariño una ocasión en que un joven abogado particularmente ágil de mente ofreció de los mil euros tan solo cinco a otra compañera abogada.
Esta miró con cara de estupor al oferente y este, viendo que ella iba a rechazar la oferta se le adelantó y le dijo:
—Piénsalo, es mejor cinco euros que nada.
Ella respondió
—¿Y el gusto que me va a dar a mí verte perder 995€? ¿Tú sabes cuánto vale eso, pedazo de gomias?
La compañera quizá no actuase racionalmente pero es así como funciona el ser humano. Una pulsión (emoción) construida durante millones de años de historia evolutiva humana la impulsaba a decirle a su competidor que de ella no se iba a reír.
Podemos especular qué habría ocurrido si la oferta, en vez de cinco hubiese sido de 495€. ¿Habría rechazado en tal caso la oferta la compañera? También podríamos especular sobre otras circunstancias pero lo cierto es que el ser humano, dentro de determinados límites, prefiere satisfacer una cierta pulsión de justicia a un simple beneficio económico aunque ello le lleve a comportarse irracionalmente.
Y ahora yo debería extenderme sobre las causas de esta particular forma de conducta del ser humano, de esta intuitiva percepción de lo justo y de lo injusto y de cómo, dentro de ciertos límites, el ser humano prefiere seguir sus instintos que la racionalidad. Pero eso lo haré en los próximos capítulos, en este prefiero escucharles a ustedes por si tienen algo que decir.