No creo que el autor de la tablilla de Kish llegase a imaginarlo nunca, tampoco creo que Rómulo Augústulo pensase en ello aquel 4 de septiembre del año 476; quizá Constantino Paleólogo sí tuvo más conciencia de la trascendencia de lo que iba a suceder aquel martes 29 de mayo de 1453 mientras caminaba hacia las murallas de Constantinopla con la firme determinación de morir luchando en ellas al lado de sus hombres. Pero estoy seguro que ninguno de ellos pensó jamás que los hechos que estaban viviendo se convertirían en los hitos con que la humanidad dividiría las edades de la historia en los milenios venideros.
Hoy, mientras leía un artículo de la agencia Univisión a propósito de una magnífica librería de Los Ángeles, me han venido a la cabeza aquellos hechos y he pensado que, tal vez, si hubiésemos de buscar un hito con que cerrar nuestra actual Edad Contemporánea este bien pudiera ser el del cierre de la última librería.
El nombre de la librería de la que trata el artículo es casi una broma macabra: “The last bookstore” y ha sido al conjuro de ese nombre ¿comercial? que se me han venido a la memoria el escriba de Kish escribiendo en su tablilla, Rómulo Augústulo entregando el cetro imperial al bárbaro Odoacro y Constantino XI Paleólogo, espada en mano en las murallas de Constantinopla, esperando la última y decisiva acometida de la infantería jenízara.
Desde que el escriba de Kish trazó sus primeros signos hasta nuestros días han transcurrido 5.500 años, 55 siglos fascinantes en los que el conocimiento humano encontró una nueva patria donde habitar y preservarse. Recluído en el cerebro de los homo sapiens durante 160.000 años, a partir de Kish el conocimiento pobló nuevos continentes en forma de tablillas de barro, papiros o lápidas. Gracias a la escritura el ser humano aumentó su memoria y sus capacidades intelectuales hasta límites insospechados; desde Kish en adelante las nuevas generaciones podrían disponer del conocimiento acumulado por sus ancestros y ya nada volvería a ser igual. Tras 160.000 años durante los cuales la inmensa mayoría de los homo sapiens apenas si habían hecho otra cosa que tallar herramientas en piedra; los 5.500 años que siguieron a aquel remoto día en Kish, vieron a ese mismo homo sapiens aprender los secretos de la naturaleza y dominar las energías naturales hasta, finalmente, lograr salir de la Tierra y alcanzar los confines del sistema solar.
Durante esos 5.500 años todo el saber humano ha estado adherido a un soporte material cuya copia y reproducción era el principal problema. Inventos como la imprenta (1455) cambiaron el mundo mucho más que la caída del último resto del imperio romano en Constantinopla (1453) pero el ser humano es así: necesita la perspectiva que da el tiempo para apreciar el valor de lo que nace y apenas unos instantes para percibir la importancia de lo que muere.
Una cierta melancolía invade al ser humano cuando piensa que, esos soportes que han sido la patria del conocimiento durante 5.500 años, están próximos a ser abandonados. Como Constantino XI Paleólogo al sentir que era el último día de un imperio que había sido patria de los romanos desde hacía 2.200 años, los seres humanos del siglo XXI se enfrentan con melancólica rebeldía a lo que saben inevitable: el conocimiento abandonará lo que ha sido su hogar durante 5.500 años para marchar a habitar unos espacios intangibles, ajenos a la tranquilizadora sensación que el tacto aporta a esta especie que se dedicó 160.000 años a tallar piedras con sus manos.
Y quizá el nombre de esta librería de Los Ángeles de la que les hablo, “The last bookstore”, no sea sino un augurio que, como los augurios que anunciaron la caída de Constantinopla, anuncie también el fin inevitable de una era gloriosa.
Quizá no haya otra opción y el día que cierre la última librería sea el día que los hombres hayan de tomar en cuenta para dar por cerrada la era más fascinante de la vida de la humanidad. Quizá ese destino esté ya escrito en uno de esos libros prontos a ser abandonados pero, si es así, espero que lo veamos… y que sea para bien.