A mí me gusta Andalucía

A mí me gusta Andalucía.

Dicho así suena a poco pero, si me deja explicárselo, igual le puedo transmitir el sentido exacto de lo que quiero decirle.

Los pueblos y las naciones, tradicionalmente, para construir eso que llaman «sus identidades nacionales» han venido usando de una serie de cuentos y pamplinas que, increíblemente, sus ciudadanos se han tragado hasta extremos que rayan la estupidez.

Entiéndaseme bien, la estupidez de que les hablo no es esa que identificamos con la falta de luces o de inteligencia en las personas, no; la estupidez de que yo les hablo no es endógena sino exógena, es esa estupidez de que hablaba Dietrich Bonhoeffer (un personaje cuya biografía le estímulo a leer) aquella en la que cae el ser humano cuando dimite de su facultad de pensar y de tener criterio propio y abraza acríticamente los pensamientos de la masa. Bonhoeffer se preguntó por el origen de esta estupidez cuando vio como su pueblo —el alemán— se entregaba a las delirantes ideas de un cabo austriaco, contra quién Dietrich Bonhoeffer peleó activamente hasta morir fusilado en el campo de concentración de Flossenbürg el día 9 de abril de 1945, apenas tres semanas antes de que el infame austríaco de quien les hablo se suicidase en su búnker dejando tras de sí una Europa en ruinas.

Las pamplinas y cuentos con los que los inventores de mitos suelen tratar de forjar eso que se llama «identidad nacional» tienen todos una estructura parecida. Suelen empezar describiendo una edad de oro donde, en un tiempo pasado, la comunidad vivía feliz. Cada comunidad tiene su propia mitológica edad de oro, los franceses en esa Galia previa a la conquista romana que tan bien nos contaron los cómic de Astérix, los ingleses en esas épocas brumosas anteriores a la invasión normanda, para Alemania, un país joven, el cabo austríaco fijó su edad de oro en aquel Reich victorioso en Sedán al cual él prometía superar con su III Reich…

Los liberales españoles, llegado el momento de buscar una edad de oro de la nación española, lo hicieron remitiéndose a aquellas épocas medievales —mayoritariamente inventadas— en las que las cortes de los diversos reinos limitaban el poder real y, así, citaban con unción aquel supuesto juramento de los reyes de Aragón (supuesto, pues no hay prueba alguna de qué ningún rey de Aragón jurase así) que se supone decía:

«Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no».

Y si esto valía para Aragón los liberales eligieron para Castilla la figura de los comuneros, castellanos en defensa de sus fueros frente a un rey extranjero (Carlos V). No es casual que tres calles de Madrid (un pueblo donde las calles suelen llevar nombres de políticos del XIX) lleven el nombre de los tres cabecillas comuneros: Padilla, Bravo y Maldonado.

Los liberales de Cádiz hicieron esto porque legitimar su acción constituyente a la luz de la racionalidad francesa habría podido ser malinterpretado por los «patriotas» que peleaban contra los franceses bajo su mando, de forma que se prefirió justificar el poder de las cortes frente al rey apelando a unas supuestas viejas costumbres de los reinos hispánicos. No es de extrañar que los héroes de la identidad española elegidos por los liberales siempre fuesen más bien rebeldes a la autoridad real, como los comuneros o como fue el caso de Rodrigo Díaz «El Cid», obviamente muy poco obediente a su rey y un perfecto representante de la imagen del buen pueblo frente al mal rey (¡dios qué buen vasallo si hubiese buen señor!).

Para la España falangista, más tarde, la edad de oro se situó en la época del imperio de la monarquía católica, una edad de oro que ahora parece vivir una nueva juventud en según qué sectores se la sociedad española.

Para Cataluña, la edad de oro, fue fijada también en aquella edad media previa a la guerra de sucesión que los mitógrafos del nacionalismo catalán han convertido en la expulsión del paraíso mientras que para los vascos… Los vascos han sido casi todo según sus mitógrafos, desde los genuinos descendientes de Tubal, nieto de Noé, a un pueblo especial con cláusula de hidalguía general. Los vizcaínos (así se decía en la época) que habían expulsado a los judíos apenas seis años antes que en el resto de la península, se las arreglaron para convencer a la corte de que, como ellos jamás habían sido musulmanes ni judíos, eran todos hidalgos, afirmación esta que, reinando Felipe II, se convirtió en una verdad oficial cuya puesta en tela de juicio estaba expresamente prohibida. La jugada fue perfecta para los vizcaínos, sobre todo si tenemos en cuenta que los hidalgos no pagaban impuestos. La mutación que produjo Sabino Arana y sus seguidores en esa concepción del pueblo vasco que pasa de ser hiperespañol a un pueblo no español es digna de todo un estudio.

Esta edad dorada de las «naciones» suele concluir con una «expulsión del paraíso», expulsión que puede fijarse, por ejemplo, en la derrota de Villalar para Castilla, en la ejecución del justicia mayor de Aragón por Felipe II, en el triunfo borbónico en la Guerra de Sucesión para Cataluña (en el caso de la península ibérica) o en la derrota de Hastings para los ingleses, Alesia para los franceses (todavía no sabemos dónde está Alesia) y así en cada «nación» que queramos imaginar.

No es ocioso hacer constar que toda la iconografía que rodea a las naciones participa no sólo del mito propio de las religiones (las religiones, como las naciones, no son mucho más que relatos míticos en el fondo) sino también de su carácter sagrado, un carácter sagrado que, además, permiten que dioses y naciones puedan tener un sistema moral distinto del de los meros seres humanos.

Ni que decir tiene que las banderas propias (no tanto las ajenas) adquieren carácter sagrado del mismo modo que los monumentos, tumbas y cenotafios que nos recuerdan esas glorias (reales o no) que alimentan el mito nacional. Hasta la moral se transmuta en el caso de dioses y patrias pues, donde todo ciudadano sabe cuáles son sus límites y su deber, los dioses y las patrias no encuentran límite. Si un vecino altera la linde de nuestras fincas todos sabemos que no por ello podemos matar al vecino pero, si un país modifica una frontera, entonces todos debemos acudir allá a matar y a morir por la linde. En el caso de los fanáticos religiosos pueden ustedes buscar los ejemplos que les cuadren mejor.

Y es quizá a causa de todo esto que les cuento que a mí me gusta Andalucía.

Porque cuando el mundo parece haber caído en la estupidez de asumir como ciertas, normales e indiscutibles todas estas cosas que les he contado, (que existió una edad de oro, que las naciones son entes reales y no inventados recientemente, que siempre han estado ahí a lo largo de la historia, que himnos y banderas son sagrados…) Andalucía, que parece no haberse dejado arrastrar por todo este torrente de pamplinas, pone su punto de criterio propio y de personalidad diferente a todas las demás comunidades.

A ver cómo les explico yo esto. Miren, el himno andaluz, al principio de la segunda estrofa dice «Andaluces levantaos» y al principio de la tercera «los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos» (una referencia evidente a una pretérita «edad de oro») pero, llegado el caso, estos mismos andaluces que cantan con emoción su himno son capaces de no perder su capacidad crítica y componer un pasodoble como el que pueden escuchar en el vídeo que sigue a este post («Los Yesterday» 1999) y que a mí me parece impensable en ninguna otra comunidad autónoma de España que no sea Andalucía.

Su autor, el inolvidable Juan Carlos Aragón, no solo se lleva por delante toda la sacralidad del himno y del «andaluces levantaos» con el «perdón que no me levante, pero estoy mejor sentao» sino que, en una estrofa, se carga toda esa pamema de las edades de oro que yo he tardado un montón de párrafos en contarles:

«Los andaluces queremos
volver a ser lo que fuimos»

Añadiendo:

«Lo que fuimos antiguamente
pobrecitos y vasallos
siervos de terratenientes
y de chulos a caballo».

Es difícil encontrar una letra más filosóficamente destructora de todo un sistema irracional de pensamiento que esta.

Juan Carlos Aragón en esta letra, profundamente antinacionalista, sin embargo, no deja de ser andaluz, cultural y emocionalmente andaluz, y cierra con una denuncia del estereotipo lamentable que gentes sin cultura asignan a los andaluces y que entonces se ejemplificaba en un determinado programa de la tele.

Y dirán ustedes ¿Y a mí que me cuenta usted con que un autor escriba cosas que le gustan a usted?

Y yo le responderé que lo que me admira no es el autor ni la letra ni la música del pasodoble, le diré que a mí lo que me admira es la reacción del público que, lejos de sentir que está ante un acto blasfemo, es capaz de reaccionar con sabiduría y celebrar lo que se dice y la forma en que se dice. No me imagino a un teatro puesto en pie aplaudiendo este tipo de cosas en otras comunidades autónomas de España. ¡Ah! y una cosa más, el jurado que premiaba la mejor copla dedicada a Andalucía ¿adivinan qué copla premió? Exactamente, lo han adivinado, a esta.

Todo el pasodoble, la letra, la reacción del público, la decisión del jurado… Todo esto, cuando lo vi en 1999, me dejó anonadado porque me costaba creer que pudiese caber tanta cultura en un teatro y en apenas tres minutos.

«Hombres de luz que a los hombres
alma de hombres les dimos».

Yo no sé si he explicado bien por qué me gusta Andalucía.