El nacimiento de la nación

Desde antes del 3000 antes de Cristo —y así nos lo cuentan documentos sumerios y egipcios— los seres humanos se habían organizado de una curiosa forma: a su frente, se situaba un líder o rey cuya legitimidad para ejercer el mando provenía sistemáticamente de un designio o derecho divino; es decir, de algún dios, normalmente el Dios de la religión oficial de cada uno de esas organizaciones. Este dios, de alguna forma, generalmente mítico-simbólica designaba al rey quién solía transmitir su legitimidad hereditaria o discrecionalmente. Y así siguió ocurriendo hasta prácticamente 5.000 años después, en torno al siglo XIX de la era común.

Incluso las leyes se dictaban en nombre del Dios y así podemos ver, en el caso del Código de Hammurabi, como es el dios, Samash, quien en lo alto de una montaña, le entrega las normas legales a Hammurabi para que este las publique y haga cumplir y, del misma modo, en la Biblia la historia de Moisés sigue reproduciendo esa inspiración divina de la legislación pues es, como en el caso de Hammurabi, es el propio Dios quien también en la cima de un monte entrega a Moisés lo que él considera que son las leyes justas. Y así, con un mandato humano legitimado por un poder divino, la humanidad se organizó durante prácticamente cinco mil años.

Sin embargo todo esto acabaría en 1793 cuando los revolucionarios franceses decidieron guillotinar al monarca y se dieron cuenta de que, al parecer, ese crimen a Dios no parecía haberle importado mucho. Naturalmente, una vez que el rey estaba decapitado, los revolucionarios debieron preguntarse qué legitimidad tenían ellos para ejercer el poder —ya que no era el derecho divino— y encontraron el expediente legitimador de su capacidad de para el ejercicio del poder en una idea tan indefinible como la del propio dios, uno de los conceptos más peligrosos y que más desgracias ha traído a la historia de la humanidad, cuál es el concepto de nación, un concepto sin el cual, increíblemente, ahora parecemos no poder entender el mundo (incluso la organización mundial más importante se llama de las Naciones Unidas) y este concepto nación, desconocido hasta el siglo XIX, por lo menos desconocido efectos políticos, se ha incrustado tanto en nuestras mentes que es el que se ha convertido en nuclear en el entendimiento del mundo desde hace 200 años, tanto que incluso las competiciones mundiales de fútbol son por naciones.

El concepto de nación era absolutamente irrelevante para un imperio como por ejemplo, el Imperio Romano, donde podían convivir cientos de nacionalidades hablando cientos de idiomas distintos y sin que ninguna de ellas reclamara para sí la legitimidad del ejercicio exclusivo y excluyente del poder sobre un territorio. A partir del nacimiento de la Nación, a partir del establecimiento del concepto de nación como concepto legitimador para el ejercicio del poder, Europa se vio sometida a una serie de convulsiones catastróficas, se fueron creando nuevas naciones al tiempo que otras entidades como el Imperio Austro-Húngaro, el imperio turco y, por lo que a nosotros respecta, la monarquía católica, comenzaron a deteriorarse y a implosionar sobre sí mismas.

En el caso de España (la Monarquía Católica) esta implosión se produjo en una fecha muy concreta, el 19 de marzo de 1812, fecha de la aprobación de la Constitución de Cádiz, que es cuando por primera vez se coloca a la nación española en el centro o como fundamento legitimador del ejercicio del poder.

En España no padecimos los problemas que padecieron los revolucionarios franceses en su tira y afloja contra la monarquía reinante porque en España simplemente Fernando VII y Carlos IV habían desaparecido, habían cedido sus derechos dinásticos ilegalmente a Napoleón y este había entregado la corona de la monarquía católica a su hermano José

Tal disposición, que podía ser admitida en cualquier otra monarquía europea que justificase su legitimidad para el ejercicio del gobierno en un origen divino, no era válida para la monarquía católica porque, desde antiguo y en particular desde los trabajos de la Escuela de Salamanca y los padres Vitoria, Suárez, de Soto, Azpilicueta etcétera, en el caso de la monarquía, sobre todo castellana Dios no transmitía la legitimidad al rey, sino que la legitimidad para l ejercicio del poder la transmitía al pueblo y era el pueblo, luego, quien la delegaba en el rey. Por tanto —y como Fernando VII recordó por carta a su padre Carlos IV— era imposible abdicar en favor de alguien distinto del legítimo heredero de la monarquía católica sin la aprobación al menos de las Cortes y las Cortes nunca habían aprobado esta abdicación que se hizo en Bayona

Pero, dado que los reyes estaban prisioneros en Bayona los constituyentes de Cádiz debieron preguntarse, a falta de Rey y de su legitimación divina, qué legitimación les amparaba a ellos y,  sorprendentemente, hicieron lo mismo que hicieron los revolucionarios franceses: afirmaron que a ellos su legitimidad se la daba la Nación

Es verdad que para entonces nadie sabía exactamente qué era eso de una nación, de hecho los diputados americanos que participaron en la en la redacción de la Constitución de Cádiz lo primero que preguntaron fue ¿y esa nación qué es? y es ahí cuando en las Cortes de Cádiz se da la famosa explicación tautológica de que la nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios.

A esa explicación siguió la pregunta natural de ¿y quiénes son españoles? y la respuesta fue: son españoles los descendientes de españoles o de indígenas o de la mezcla de ambos. Claro, esto para muchos diputados americanos novohispanos sobre todo, pues resultaba chocante; es decir, ¿cómo va a ser español igual que yo un tlaxcalteca que habla un idioma que yo no entiendo y que cuando yo hablo, pues tampoco me entiende a mí? Y debemos recordar que la extensión del castellano como lengua oficial de la República Mexicana no se produce tanto durante los tres siglos de virreinato como durante los dos siglos que posteriormente caracterizaron a la República de México desde la independencia de la monarquía católica

Aún así quedó un concepto de nación que, desde luego, no es el concepto actual de la nación española. La Constitución de Cádiz fue antes la última constitución de un sistema estatal complejo que había estado compuesto por muchos territorios que hablaban lenguas diferentes (Flandes, Italia, territorios americanos, las posesiones en Asia, África y el Pacífico) y que, por tanto, no podía encajar en ese concepto de nación que se estaba imponiendo desde las ideas filosóficas del romanticismo alemán y francés.

Desde ese momento entidades estatales como el Imperio Austrohúngaro o como el imperio turco o como el de la monarquía católica eran ya tan difíciles de mantener o tan imposibles de mantener como por ejemplo lo habría sido el Imperio Romano, un imperio compuesto de multitud de etnias pero que en lugar de estar unidos por una supuesto «volkgeist» por un supuesto espíritu del pueblo tanto más imaginado que real, lo que estaban unidas era por un concepto de ciudadanía y un contrato social que ahora parecía resultar imposible.

La ausencia del rey en 1808-1814 dio lugar a fenómenos extremadamente curiosos pero que son uniformes en todos los territorios de la monarquía católica.

En España, ya que no existía rey, el Estado se organizó según preveían las Partidas; es decir, que en defecto de Rey la soberanía pasaba a los pueblos, no «al pueblo», sino «a los pueblos»; es decir, a las entidades poblacionales y, en consecuencia, muchas ciudades comenzaron a organizarse en juntas extraordinarias para resistir no solo a los franceses, sino para custodiar el trono para el momento en el que volviese Fernando VII y, como los cartageneros, mis paisanos, son como son, pues el 23 de mayo de 1808 crearon ya la junta general de gobierno de Cartagena, probablemente la primera junta de esa especie. Lo mismo se hizo en los en los territorios americanos no dispuestos a permitir ser gobernados por José I a quien no le reconocían legitimidad, así que, desde Buenos Aires a Nueva España se fueron produciendo manifiestos en favor de Fernando VII y constituyéndose juntas para custodiar la corona hasta tanto volviera su legítimo propietario, es decir el felón de Fernando VII. A partir de ahí, los territorios comenzaron a auto organizarse en un sistema de juntas que, cuando se vio que el rey no volvía y sobre todo después de la proclamación de la Constitución de Cádiz que reconocía a la nación y a los nacionales una serie de derechos, produjo un aceleramiento de la historia y un aceleramiento de los procesos que dio lugar a importantes guerras civiles entre partidarios de la legitimidad realista y partidarios de otros intereses o postulados ideológicos que, luego, historiadores  políticamente teñidos decidieron calificar con toda incorrección pero con un propósito político evidente, como guerras de la Independencia, algo que nunca fueron.

Ahí comienza la construcción de todas las naciones hispanoamericanas e incluso la de la propia nación española, porque hasta ese momento ese concepto esa identidad de nación, no existía.

Y así comenzaron a nacer muchas naciones, entre otras, la nuestra.

De dioses y naciones

Cuando oigo a alguien citar esa frase que dice «quienes olvidan su historia están condenados a repetirla» me invade la sensación vehemente de que está tratando de engañarme.

Creo que ya les dije que el más peligroso de los géneros literarios de ficción es el de la historia. Aristóteles lo percibió así y no es de extrañar pues los libros de historia han sido una de las más eficaces herramientas de control social que han existido.

Bastó con escribir en un libro que los patriarcas de una serie de tribus dispersas eran todos hijos de un mismo hombre (Jacob) y por tanto hermanos, para que estos clanes creyesen haber sido parte de un mismo reino y formasen una realidad política que perdura hasta nuestros días: Israel.

Por supuesto que ese conjunto de tribus que habitaban la actual Palestina —distinto según el fragmento del Antiguo Testamento que ustedes lean— nunca o casi nunca formaron un reino único y, desde luego, lejos de ser «hermanos» sus orígenes eran tan diversos como Egipto, Mesopotamia, Grecia o el propio interior de Canaán. La idea del «historiador» de hacerlos descender de un mismo patriarca y poner por escrito que Jacob (aka Israel) tuvo doce hijos (Rubén, Simeón, Leví, Judá, Gad, Aser, Dan, Neftalí, Isacar, Zabulón, José y Benjamín) hizo que los crédulos habitantes de Canaán se viesen a sí mismos como hermanos de la misma familia.

Al ideólogo de todo esto —vamos a llamarle Esdrás— le pareció adecuado también contarles a todos estos crédulos que un dios les había elegido como su pueblo y que por eso, cuando ellos obedecían las órdenes y deseos de ese dios, las cosas le iban bien mas, cuando desobedecían sus mandatos, caían sobre ellos terribles desgracias como la esclavitud de Babilonia de la que acababan de volver cuando estos textos se fueron compilando.

No me cuesta trabajo imaginar a Esdrás contando al pueblo estas historias y añadiendo a continuación: «no lo olvidéis porque el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla».

Para imponer entonces tu versión de la historia necesitabas de una élite cultural —generalmente sacerdotes y escribas— que fijase y difundirse tu «historia» del mismo modo que ahora precisas de unos medios de difusión públicos o privados que difundan la tuya.

La idea es maravillosa: convences a un grupo de hordas o tribus de que son el pueblo elegido de un dios y luego tú mismo, tú, les dices lo que Dios quiere, que, en el fondo, no es más que lo que tú quieres. ¿Que se te apetece degollar a diez mil amalecitas? Pues dices que Dios lo quiere. ¿Que te viene bien conquistar unos santos lugares? Pues dices que Dios lo quiere. ¿Que se te ha puesto en la nariz conquistar unas tierras que están trabajando tus vecinos? Pues ya sabes.

Obviamente esta idea de que las leyes no son más que la expresión de la voluntad de una divinidad no es exclusiva de los israelitas, la realidad es que así es como ha funcionado el género humano durante cinco mil años, desde que se inventó la escritura en Sumeria allá por el 3000 AEC, hasta 1789 en que a los franceses se les ocurrió la idea de guillotinar al elegido de Dios.

¿Cómo es posible que personas normales se traguen esas bolas de que alguien habla en nombre de un dios? (Se preguntarán ustedes) y yo les responderé que es algo sumamente fácil. Déjenme que les cuente una historia que quizá les sorprenda.

Estoy seguro que han oído ustedes hablar del Código de Hammurabi, un texto legal que fue derecho vigente en Babilonia y que pasa por ser la primera gran obra jurídica de la historia, pues bien, en él podemos aprender cómo funcionan estas cosas.

Sí observan la piedra donde este código está grabado (se encuentra en el museo del Louvre) verán que, arriba del todo, aparecen en lo que parece una montaña, dialogando, dos figuras: una, de pie, tapa su boca y reverencia a otra que se encuentra sentada. Esta figura que se encuentra de pie es el propio rey Hammurabi mientras que la figura que se encuentra sentada en un trono es el dios Shamash, que está entregando sus leyes a Hammurabi.

Shamash se sienta sobre un trono que se asienta en unos estrados de zafiro (el cielo azul como el zafiro es su casa) mientras que la escena se desarrolla en las alturas de una montaña fuera de la vista del pueblo.

Sí comparan esta escena con la de la recepción de los diez mandamientos por Moisés en lo alto del Monte Sinaí observarán que es idéntica. Yahweh entrega a Moisés unas tablas de piedra en las que él mismo Yahweh ha escrito sus leyes.

Bueno, me dirán ustedes, pero ¿Y lo del trono y el estrado de zafiro?

Buena pregunta pero espero que no se sorprendan si les digo que todo esto se aclara unos versículos después, concretamente en Éxodo capítulo 24 versículos 9-10:

«Y subieron Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel;
y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno».

¿Curioso verdad?

Los humanos necesitamos justificar nuestras leyes, nuestro dominio sobre los demás y hacer de ese dominio esencialmente injusto una situación admisible para todos y hasta hace doscientos años no había mejor truco que hacer creer a nuestros semejantes que nuestros deseos no eran nuestros, sino de una entidad suprema a la que llamamos dios, una situación que cambió hace unos doscientos años. No les extrañará, pues, que cuando alguien me viene a hablar en nombre de Dios yo sujete fuertemente mi cartera. Si Dios quisiese hablar conmigo no dudo que él mismo lo haría y es por eso que, si alguien viene a hablarme en su nombre, mis sospechas y reticencias suban a niveles máximos.

No es por eso de extrañar que los humanos, una vez que esta forma de justificar el poder empezó a resquebrajarse en 1789 buscasen otra forma de seguir haciendo lo mismo y la encontraron en otra especie de Dios, no menos irreal y falso que el Shamash de Hammurabbi pero tan útil o más que él: la nación.

Fue un nazi redomado, el politólogo Carl Schmitt, quién nos reveló que toda la teoría actual del estado no es más que un trasunto de toda aquella teología política que había gobernado el 99% de la historia de la humanidad. Cuando los viejos dioses murieron nuevos dioses ocuparon su lugar y si los viejos dioses nos exigían dárselo todo a ellos y matar o morir por ellos los modernos nos exigían exactamente lo mismo. El poder, claro, siguieron ostentándolo los profetas, sacerdotes y escribas de los nuevos dioses que son quienes se sienten legitimados a hablar por ellos.

Es por eso que, cuando un nacionalista viene a explicarme qué es lo que quiere o exige de mí la patria, yo, como en el caso de los viejos sacerdotes, agarro fuertemente mi cartera porque sé que lo que pretende es imponerme su voluntad o enriquecerse a mi costa.

Pero las naciones, como los viejos dioses, como Shamash en la montaña, necesitan que el pueblo crea en historias inventadas y es por eso que los nacionalistas de todo signo escriben febrilmente de historia y nos cuentan «su» historia al tiempo que añaden la coletilla de que «quienes olvidan su historia están condenados a repetirla» para que no se te ocurra dejar de hacerles caso.

Yo en cambio creo que lo único que los humanos no debemos olvidar es que la figura más antigua del engaño y de la mentira es esa de venir a contarnos lo que otro dice esperando que le creamos. Quienes han hablado en nombre de Dios o las naciones lo han hecho siempre para imponer una voluntad que sólo era suya y eso sí es una lección histórica, quizá la única que no deberíamos olvidar jamás.

Es por eso que ahora, oyendo hablar a todos esos que dicen hablar en nombre de patrias diversas, me acuerdo de Yahweh, de Moisés, de Shamash y Hammurabbi y, claro, agarro fuertemente mi casi vacía cartera.

El auténtico padre de la patria

Hablaba hoy con un joven político de la Región de Murcia a propósito de eso que llaman las «identidades» regionales y debatíamos sobre por qué esta región carece de esa identidad compartida por todos que otras regiones sí tienen.

Ustedes ya saben lo que yo pienso sobre las «identidades» nacionales y regionales, el fundamento ideológico y los relatos que las sustentan —pues ya lo he contado en post anteriores— pero, interpelado esta mañana sobre por qué toda esa tramoya no funciona en el caso de la Región de Murcia, no me ha quedado más remedio que jugar con unas reglas que no comparto y decirle

—Toda la culpa la tiene Leandro.

El hombre me ha mirado con cierta curiosidad —cosa rara pues jamás me hace el menor caso— y he tenido que recordar todos los libros del colegio de mi niñez para justificar mi respuesta.

Mira, cuando en el siglo XIX se construyó la identidad española en este relato el momento inaugural corresponde al reino visigodo y eso se aprecia en las historias de España y en las lecciones de nuestras viejas enciclopedias de «Álvarez».

Para los niños de los 60 (y de los 20, los 30, los 40 y los 50 y aún de décadas anteriores) la historia de España no comenzaba sino hasta el reinado del rey godo Recaredo. Durante las lecciones anteriores los niños estudiábamos cómo los saguntinos, numantinos y cántabros demostraban frente a cartagineses y romanos el celtibérico valor de los protohispanos; cómo Trajano o Séneca demostraban la sabiduría y conocimiento de los hispanorromanos y cómo una panda de salvajes, llamados «los bárbaros del norte», finalmente, llegaban a la península ibérica destrozándolo todo porque eran unos bestias que, además, eran unos herejes del carajo que yacían en el piélago de la herejía arriana. Recuerdo bien la ilustración de aquella lección en mis libros infantiles: un sujeto a caballo, espada en mano, cabalgaba sobre un fondo de destrucción y casas en llamas.

Sin embargo, estos «bárbaros del norte», un par de lecciones después, aparecían ya como los titulares del reino de forma que los alumnos de entonces estudiábamos la lista de los reyes godos como los primeros «Reyes de España». Si tienes dudas acércate a la Plaza de Oriente en Madrid y verás que allí están sus estatuas como reyes de una España que acababa de nacer.

¿Qué había pasado para que estos que no eran sino unos «bárbaros» pasasen a ser los legítimos titulares del reino de España?

Pues eso, que intervino Leandro, pero, para entender lo que hizo, hay que leer ese par de lecciones que separaban la intitulada «los bárbaros del norte» de esa otra que nos contaba cómo el rey Don Rodrigo (el último rey godo) había perdido España a manos de los musulmanes.

En ese par de lecciones los niños leíamos primero cómo Hermenegildo, hijo del rey Leovigildo, se convirtió al cristianismo neto y católico mientras que su padre se arriscó en la nefanda herejía arriana. Leovigildo acabó degollando a su hijo —los visigodos eran así— el cual, conseguida la palma del martirio merced a su violenta muerte, fue proclamado santo: San Hermenegildo.

Afortunadamente para las Españas en Sevilla acababan de nombrar obispo a un zagal de Cartagena llamado Leandro. Cómo y por qué había tenido Leandro que huir de Cartagena y marchar a Sevilla da para dos o tres novelas pero eso lo dejaremos para otro día, hoy toca contar que Leandro, un tipo listo y de sólida cultura, convenció al rey godo Recaredo de que eso del arrianismo era una catetada muy grande y que lo que tenía que hacer era convertirse al catolicismo neto y de este modo conformar sus creencias con las de la población hispana.

Recaredo le hizo caso, se convirtió y, desde entonces, gracias a Leandro y al burro de Recaredo, la monarquía visigoda pasó a ser monarquia hispánica.

Sí, no le den vueltas, para nuestros viejos libros de historia si no eras católico no eras español por mucho que te empeñaras y fue por eso que los árabes, por más que se tiraron ocho siglos en la península ibérica, nunca fueron considerados españoles por nuestros libros mientras que los visigodos, con apenas dos siglos de presencia en la península, se convirtieron en el núcleo fundacional de la nación española, con sus Rodrigos perdiendo España y sus Pelayos echándose al monte en las Asturias.

Desde entonces acá la historia de España es la historia de los reinos del norte peleando contra unos árabes que, a pesar de sus ochocientos años de presencia en la península, nunca se ganaron en nuestros libros de historia la condición de «españoles».

¿Y quién fue pues el padre de la patria española?

Pues un cartagenero, Leandro (San Leandro), que, al convertir a Recaredo al cristianismo, produjo las condiciones idóneas para el relato que ahora conocemos. Leandro, ese zagal cartagenero que hubo de huir con sus hermanos a Sevilla, es un tipo al que se rinde culto en Sevilla, en toda España y, naturalmente, también en la Región de Murcia, a pesar de que, cuando él vivió, ni la ciudad de Murcia existía ni mucho menos ninguna comunidad política con ese nombre que Leandro jamás alcanzó a oír ni pronunciar.

Leandro, con su III Concilio de Toledo, también la lió parda en el asunto de los credos los cismas y el filioque y hasta tiene su cuota parte de responsabilidad en la no tan lejana guerra serbo-croata, pero eso ya lo conté otro día.

Y ahora… Ahora ya no les voy a contar más, se me ha enfriado el café y voy a pedirme otro para tomármelo calentico que es como a mí me gusta.

Otro día les cuento lo de la identidad (o falta de identidad) de esa Comunidad Autónoma que coincide con la diócesis carthaginense; ahora me voy a tomar el cafelico a gusto.

Todo por la patria

Cuando los franceses le cortaron el cuello al rey y tuvieron que buscar una legitimación para el poder distinta de la de dios eligieron la nación.

La soberanía radica en la nación pero… ¿qué es una nación?

La nación es solo una invención ideológica pero, de entre todas las invenciones humanas, la nación —quizá solo superada por los dioses— ha sido la justificación para las mayores atrocidades y, sin embargo, tras doscientos años de existencia y a pesar de su acientífica naturaleza, la nación está tan presente en nuestras vidas que somos incapaces de entender el mundo sin ella.

Los campeonatos del mundo de fútbol se celebran «por naciones», si Fernando Alonso ganase este domingo en Montmeló se izaría en los mástiles la bandera de España y sonaría en la megafonía la vieja marcha granadera, actual himno de España. Hablamos de las naciones cual si fuesen entes reales y vivos que nos exigen dar o quitar la vida por ellas y siempre alrededor de ellas aparecen una serie de adalides-sacerdotes dispuestos a enseñarnos lo que es ser español, catalán, vasco o francés. Son como los sacerdotes del dios, portavoces frente a la comunidad de lo que el dios desea; estos nuevos sacerdotes —patriotas dicen ellos— definen la patria, le otorgan características y deciden qué es y qué no es patriótico.

Cambiaron a dios por la nación pero los modos y maneras de proceder permanecieron. Por dios se muere y se mata y por la patria también.

La nación, una especie de personaje inmortal que siempre ha estado presente a lo largo de la historia aunque no lo viésemos, atraviesa con los siglos con una facilidad que asombra.

«Historia de la Región de Murcia» leo como título de una magna obra y, cuando abro el primer tomo, veo que empieza por la prehistoria. What????

No, la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia es una construcción política que no alcanza a cumplir 50 años; la Región sólo unos cuantos más y cualquier reino o entidad que llevase el nombre de Murcia solo unos cuantos siglos más. Pero no, los iberos ni sabían lo que era Murcia ni sabían siquiera qué palabra era esa; Leandro, Isidoro, Fulgencio y Florentina desconocían absolutamente ninguna realidad que se llamase Murcia —simplemente no existía— y no puede haber una Historia de Murcia en época romana por idéntica razón. Y esto que digo de Murcia lo puedo decir de España, Francia o Inglaterra ¿O es que acaso, Séneca o Trajano eran españoles? ¿Era Viriato español? ¿Acaso los numantinos o los saguntinos murieron defendiendo España?

Sí, sé lo que me van a decir, es solo una forma de hablar… Pero no, no es una forma de hablar. Ayer sin ir más lejos vi a un historiador sosteniendo la superioridad española frente a los franceses pues César derrotó «a los franceses» en un plis-plas.

Los estados y los partidos políticos buscan cultivar «la identidad nacional» y, en lugar de ponderar la infinitud de rasgos que hace iguales a todos los seres humanos, lo que hacen es exagerar y exacerbar diferencias que, vistas desde la lejanía, son ridículas: si este baila la jota o aquel la sardana, si este come el cocido tomando primero la sopa o al final, y de cosas como esta extraen la disparatada conclusión de que esto les autoriza a sentirse distintos y a construir estados propios con los que trazar rayas en suelos donde nunca las hubo (que es el caso del mundo entero).

Pero esa idea vende, esa forma de construir un nosotros y un ellos aunque sea solo con fundamento en los colores de un club deportivo, esa forma de sentir que perteneces a una comunidad tranquiliza a esos espíritus, la mayoría, que no sabrían caminar solos.

Y no me entienda mal, las diferentes culturas crean formas de ser, costumbres y hábitos mentales. Si usted me pregunta a mí le diré que soy español y que sintiéndome español es como me entiendo. Sin embargo no creo que ser español, o francés, o católico, o protestante, o catalán, o bretón, confiera a nadie ningún derecho de naturaleza política.

Alemanes y franceses hubieron de invertir varios millones de vidas humanas para entender que en realidad no eran enemigos sino aliados y que un muerto francés y un muerto alemán no se distinguen en nada.

Vivimos en un mundo que nos educa en la competitividad, en la diferencia, en la división. Y a mí me parece que en este tipo de mundo lo que no hay es educación.

Si el ser humano ha alcanzado las cotas de desarrollo que ha alcanzado no ha sido compitiendo sino cooperando (a veces incluso a su pesar) pero a eso no parece que dediquemos tanto esfuerzo ni nos produzca tanta emoción como la competencia. De hecho, si existen animales, si existimos los humanos, es porque en algún remoto momento de la historia del planeta tierra dos células cooperaron y formaron los seres eucariotas. Cada vez que miramos una célula animal al microscopio estamos viendo un prodigio de cooperación y de creación de vida pero eso no se cuenta.

En fin, que del mismo modo que a finales del siglo XVIII se cortó la cabeza al rey y se mató a dios como legitimador del poder, en algún momento alguien acabará decapitando ese relato al que llamamos nación y el futuro nos verá tan insensatos como aquellos que dieron la vida por wl dios RA en combate. Esperemos que, cuando la humanidad acabe con este relato, sea capaz de sustituirlo por algún otro menos cainita.

Sputnik-I

Con cada avance tecnológico nuestra percepción de lo justo y de lo injusto se modifica, a veces drásticamente. Pongamos un ejemplo: el concepto de propiedad.

Para los hombres que vivieron desde la noche de los tiempos hasta 1903 la propiedad de un hombre sobre la tierra se extendía por debajo de ella hasta los infiernos (el centro de la tierra) y por encima «hasta los confines del universo». Sin embargo, dos mecánicos de bicicletas hicieron cambiar ese concepto en 1903, cuando hicieron volar un frágil artilugio con alas y motor en las colinas de Kitty Hawk. Ese 17 de diciembre de 1903 Wilbur y Orville Wright hicieron que los juristas hubiesen de replantearse definitivamente su viejo concepto de propiedad. Finalmente, el asunto llegó al Tribunal Supremo de los Estados Unidos cuando dos granjeros decidieron que, con arreglo al concepto tradicional de propiedad de la tierra, los aviones no podían sobrevolar sus tierras. El Tribunal Supremo USA, tras reconocer que, aunque efectivamente toda la jurisprudencia avalaba la tesis de los granjeros, su pretensión «atentaba al sentido común». La propiedad de la tierra tal y como se concebía desde la noche de los tiempos había muerto.

Los estados, en cambio, siguieron manteniendo su «soberanía» bajo su territorio hasta los infiernos y sobre él hasta los cielos: la defensa de la soberanía en los «espacios aéreos» se convirtió en un dogma estratégico.

Sin embargo, hoy hace 60 años, la URSS (para mis lectores jóvenes, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) acabó con el concepto de «soberanía nacional» al hacer volar sobre las cabezas de la humanidad un objeto que no podía ser derribado por ningún medio técnico conocido en la época. El satélite artificial «Sputnik-I» (Satélite-I) demostró a la humanidad con toda evidencia que no hay un cielo americano y un cielo soviético, que no hay cielos catalanes ni españoles ni franceses.

El Sputnik-I cambió la historia de la humanidad y dio un golpe mortal al concepto de soberanía, las leyes que hacen funcionar el mundo y orbitar los satélites son universales; Newton no legisló solo para Inglaterra. La soberanía no existe más que en ese espacio que protege la ignorancia humana.

La segunda mitad del siglo XX comenzó cambiando nuestra visión jurídica y geográfica del mundo; y término enseñándonos que la «soberanía», tal y como la conocíamos, no existía en absoluto: en la navidad de 1968 Apolo-8 mandó la primera foto de nuestro planeta visto desde la luna y todos descubrimos un increíble planeta azul que era, en verdad, nuestra casa. Desde aquella foto el movimiento ecologista tenía una imagen muy exacta de aquello por lo que luchaba y aprendimos que la soberanía tampoco puede ejercerse sobre la Tierra si lo que deseamos es que nuestros nietos puedan vivir en ella. A la Tierra se la cuida, sus leyes ecológicas no distinguen a los Coreanos de los habitantes de Islandia.

La segunda mitad del siglo XX ha sido quizá la más brillante de la historia de la humanidad y aquella que más ha puesto de manifiesto tanto las increíbles capacidades de esta como la enorme estulticia de sus gobernantes.

Hoy, mientras pienso en esta cosas de futuro y del siglo XX, las radios atruenan con debates del siglo XIX sobre soberanías e identidades… y todo eso mientras uso esta herramienta que nos permite expresarnos y comunicar nuestras ideas a todos los lugares del mundo.

Soberanías… hachas de sílex.

Hoy hace 60 años empezaron a morir las naciones: Sputnik-I