Memoria e historia

Todos tenemos una historia que recordamos y es bueno y necesario que así sea.

Sin memoria, sin una historia que seamos capaces de recordar, somos seres sin identidad. Sabemos quiénes somos porque recordamos cómo nos llamamos, sabemos que una vez fuimos el niño que jugaba en el patio porque lo hemos vivido, sabemos dónde vivimos y cuál es nuestra ciudad porque, aunque no veamos en dónde estamos, recordamos el lugar que hemos dejado atrás.

Pero una cosa es la memoria y otra es la historia. La memoria es siempre personal, la memoria es individual y se basa en recuerdos, es nuestra y es la que nos hace diferentes. La historia, por el contrario, es lo que nos han contado, es el relato que otros nos cuentan de las cosas que dicen que han sucedido y eso es peligroso, porque estas historias, al igual que la memoria, forjan nuestra identidad y nos convierten en lo que somos.

Por eso hay que tener mucho cuidado con qué historias te crees y a quién le dejas contarte la historia, porque la historia no es inocua, la historia no es una sucesión de hechos que se te cuenten para saber qué pasó. Cuando alguien te habla de historia no te está hablando de pasado, te está hablando de presente y está tratando de condicionar su futuro y, tú lo sabes bien, la historia nunca es única: de cada hecho existen tantas historias como testigos o narradores y en un divorcio —por ejemplo— vas a tener siempre al menos dos versiones, si es que no tienes muchas más de otras personas periféricas que han rodeado a la situación.

Es con esta forma de historia con la que juega el poder para forjar tu identidad, tus filias y tus fobias y por eso le importa tanto al poder decir qué historia es la que tienen que contar las escuelas a los niños, qué recuerdos hay que insuflar en la memoria de la gente y así construir una identidad adecuada a la ideología política de la clase que gobierna.

Guárdate de los que te cuentan historias. Busca la verdad y búscate a ti mismo. Recuerda: la memoria te da identidad, la historia que te cuentan probablemente lo que busca es manipularte. Es el secreto de los nacionalismos.

No lo olvides.

Fútbol, nacionalismo y narrativas


Mi primer recuerdo relacionado con el fútbol se remonta al Mundial de México de 1970. En él no jugaba España pues no clasificó y recuerdo que, en aquel entonces, los niños éramos fervientes admiradores de la selección de Brasil pues la canarinha era un equipo impresionante con una delantera de esas que se reúnen solo una vez en la historia y que, además, rimaba como riman los épicos versos de «Os Lusíadas»: Gerson, Jairzinho, Tostao, Pelé y Riveliño, jugadores que jugaban todos con el 10 en sus equipos pero que en la selección nacional habían de cederlo a una maravilla llamada Edson Arantes do Nascimento, «Pelé».

Brasil no era España pero ¡cómo jugaba!

Como dijo un politólogo cuyo nombre no quiero recordar es difícil explicar a la población qué es una nación en términos científicos, pero, en cambio, es muy fácil hacerlo entender viendo a 11 hombres jugando al fútbol con la misma camiseta.

Y, al igual que cada nacionalismo tiene su narrativa, la selección española de aquellos años también la tenía aún cuando databa de la Olimpiada de Amberes de 1920, cuando el famoso Belaustegui gritó a su compañero de filas aquello de «a mí el pelotón Sabino que los arrollo» y que dio lugar a la expresión «furia española» una expresión que inevitablemente habría de acompañar a la selección española hasta que la dirigió el inolvidable Luis Aragonés

Desde aquel año 1970, como digo, tuve por cierto, que la selección española no me daría ninguna alegría.

Su ejecutoria parecía ajustarse siempre al mismo patrón: una selección testicular y con superávit de testosterona cuyo principal argumento era la furia.

Y así fuimos fracasando de cuartos en cuartos pasando incluso por alguna ejecutoria vergonzosa como el Campeonato del Mundo que se celebró en España en 1982.

Sin embargo y aunque yo no esperaba que las selección española me diese ninguna alegría la narrativa pareció cambiar en la Eurocopa de 2008 cuando la selección dirigida por el sabio de Hortaleza Luis Aragonés comenzó a cambiar su discurso y a demostrar que al fútbol no se ganaba por cojones, no se ganaba por un plus de testosterona, sino que se ganaba con inteligencia y con la cabeza. La arenga dirigida por Luis Aragonés a sus jugadores hablando de aquel futbolista alemán que se calentaba en cuanto se le hacía alguna entrada fuerte fue muy ilustrativa. «Esto es un juego de listos», le dijo a los jugadores «y ese tío se calienta con nada, ya lo han expulsado una vez y lo expulsaran una vez más», así que cuando usted se cruce con él, ¿qué cree que le va a decir? Luís estaba mandando un mensaje distinto, creando un nueva narrativa: con la entrepierna que piensen ellos, nosotros pensamos con la cabeza.

Aquella expresión de que el fútbol es un juego de listos anulaba por completo aquel aquel relato glandular y testosterónico que había representado a la selección española desde 1920… y funcionó. Ahora España ya no jugaba con la entrepierna ahora España, jugaba con la cabeza y, de la misma forma que Brasil nos enamoró en 1970, España en 2008 enamoró, entusiasmó, a muchos chavales del mundo que decidieron colocarse la zamarra roja de nuestra selección. Incluso los más férreos independentistas periféricos soñaban con jugar con la selección española porque no querían quedarse fuera de aquella histórica fiesta.

Viva España («Visca Espanya» como tituló el poeta Joan Maragall su sensato artículo de 1908). Viva España, sí, pero el problema no es que viva España sino cómo queremos que viva España, el problema no es que gane España sino cómo queremos que juegue España. No me gustaría volver a ver a la selección española regresar a aquella narrativa de pensar con la entrepierna.

Por lo que al partido de esta tarde respecta faltan 5 horas para que comience y lo que más me interesa ya no es el resultado sino como esos poetas del nacionalismo futbolero van a construir el relato del éxito o del fracaso de nuestra selección.

Si volverán a cantar las virtudes de una selección que juega bien e inteligentemente al fútbol en el caso de que ganemos o si apelarán nuevamente a la desgracia y a la injusticia y a la mala fortuna propia de nuestra época de la furia en caso de que perdamos. Tengo la esperanza de que no, porque al fin, aunque el fútbol es una escuela de nacionalismo, espero y deseo que la gente entienda que, más importante que gritar viva España, es decidir cómo queremos que viva España y, sobre todo, que tengamos el convencimiento de que al final para que todos quieran jugar en el mismo equipo lo primero que tenemos que hacer es jugar bien y bonito.

No sé si nuestros políticos han entendido eso y que la mejor forma de hacer que todos estemos juntos es que todos queramos jugar en un equipo de esos que juegan maravillosamente bien, algo que sirve para el fútbol como para la política.

Esperemos ganar esta tarde. Ya veremos cuál es el resultado y sobre todo espero ver cuál es la narrativa.

Una cuestión de puntos de vista

A veces todo depende de cómo observemos las cosas y esto ya fatigó desde antiguo a pensadores y filósofos.

«Todos los caballos son iguales» es una frase que podemos juzgar verdadera si atendemos a que todos los caballos son animales cuadrúpedos, herbívoros y con unas determinadas formas comunes en su anatomía.

Pero también podemos afirmar que «todos los caballos son distintos» y no estaremos faltando a la verdad pues no hay dos caballos idénticos en el color de su pelo o en otras características incluso psicológicas y de temperamento.

La lógica nos dice que ambas frases («todos los caballos son iguales» y «todos los caballos son distintos») no pueden ser ciertas al mismo tiempo y el truco no es otro que el término o criterio de comparación que usa el que profiere la frase y es la verdad que el criterio que cada uno use tiene consecuencias notables.

Quienes afirman que «todos los caballos son iguales» atienden a las características comunes que hay en todos ellos, quienes afirman que «todos los caballos son distintos» fijan su atención en lo que los distingue a unos de otros y esta diferencia de criterio, atender a las características comunes o a las diferencias, tiene importantes consecuencias.

Quién centra su atención en lo que hace iguales a todos los caballos atiende a satisfacer antes que otra cosa estás necesidades comunes, quien valora la diferencia por encima de lo común centra su interés en preservar esas diferencias que a él le gustan, valora a los ejemplares que presentan esas características y minusvalora los que no las presentan.

Al final de todo esto la cuestión es de evaluación ¿qué características son más importantes? ¿las comunes o las diferenciales?

Esta cuestión que hemos formulado respecto de los caballos podemos formularla respecto de los seres humanos y, dependiendo de nuestro criterio como observadores, muchas consecuencias pueden derivarse, generalmente de carácter ideológico-político.

Si consideramos los aspectos comunes a todos los seres humanos (que viven, respiran, aman, mueren…) no alcanzaremos las mismas conclusiones que si atendemos a sus diferencias (lengua, religión, color de piel, sexo…). Si hemos de gobernar el mundo y atendemos a los elementos comunes habremos de cuidar que todos puedan vivir con seguridad, respirar, vivir o comer en suficiencia… etc.

Pero si hemos de gobernar el mundo atendiendo a sus diferencias nos resultará virtualmente imposible porque en función de su lengua, raza, religión, cultura o creencias políticas, cada grupo reclamará un autogobierno propio, el cielo, el aire, el mar o la tierra, se adscribirán a cada una de las comunidades que se hayan diferenciado en función de cada criterio y, en lugar de atender a que todos los seres humanos tengan oportunidades de vivir y ser felices, estaremos dispuestos a destruir la totalidad del mundo para mayor gloria de nuestro grupo diferenciado no importa por qué criterio.

Y al final todo es cuestión del punto de vista que sostengamos, de la forma en que observemos el mundo que nos rodea y de la forma en que ponderamos lo que de común o diferente tienen los seres vivos y en especial el género humano.

La diferencia es atractiva y encandila al ser humano ¿o no atrae más un caballito rampante en un coche que una S fabricada en Martorell? ¿o siendo iguales hombres y mujeres no suelen ser esas «pequeñas diferencias» que nos distinguen la fuente de una atracción irresistible?

Pero siendo atractiva la diferencia y siendo objeto de nuestra curiosidad y deleite la búsqueda de esas pequeñas diferencias (este grupo toca la gaita, aquel la guitarra, aquel otro la txalaparta y el de más allá el rabel…) elevar estas diferencias —por atractivas que sean— al nivel de importancia de lo que nos une es un error de evaluación trágico.

Las modas influyen en todo esto y así, al igual que la ilustración fijó su atención en lo común con relativo olvido del indivíduo, el romanticismo basculó hasta el extremo contrario ponderando antes que nada la individualidad con obsesiva atención en la diferencia y así aparecieron en política fenómenos como el nacionalismo y en arte movimientos que aún a día de hoy son, en su fondo ideológico, hegemónicos.

De 1800 acá la humanidad, gracias al método científico, ha avanzado a una velocidad tal que no tiene parangón en la historia. En 1700 una guerra no difería mucho de las que tenían lugar en el 2000 AEC; en 1955 EC, la humanidad ya podía autodestruirse a sí misma varias veces y, si no lo había hecho ya, fue por pura cuestión de suerte.

Así pues nuestras herramientas de gobierno en este mundo del siglo XXI siguen siendo las mismas que las que los románticos crearon en el siglo XIX, hace doscientos años y el desajuste entre nuestra tecnología, nuestras herramientas de gobierno y nuestras convicciones ideológicas son tales que han conducido a la humanidad varias veces al borde de la autodestrucción y en todo momento al filo del caos ecológico o climático.

Y todo por una cuestión de punto de vista, de no saber distinguir lo que tiene importancia de lo que es importante.

Tiene bemoles.

A mí me gusta Andalucía

A mí me gusta Andalucía.

Dicho así suena a poco pero, si me deja explicárselo, igual le puedo transmitir el sentido exacto de lo que quiero decirle.

Los pueblos y las naciones, tradicionalmente, para construir eso que llaman «sus identidades nacionales» han venido usando de una serie de cuentos y pamplinas que, increíblemente, sus ciudadanos se han tragado hasta extremos que rayan la estupidez.

Entiéndaseme bien, la estupidez de que les hablo no es esa que identificamos con la falta de luces o de inteligencia en las personas, no; la estupidez de que yo les hablo no es endógena sino exógena, es esa estupidez de que hablaba Dietrich Bonhoeffer (un personaje cuya biografía le estímulo a leer) aquella en la que cae el ser humano cuando dimite de su facultad de pensar y de tener criterio propio y abraza acríticamente los pensamientos de la masa. Bonhoeffer se preguntó por el origen de esta estupidez cuando vio como su pueblo —el alemán— se entregaba a las delirantes ideas de un cabo austriaco, contra quién Dietrich Bonhoeffer peleó activamente hasta morir fusilado en el campo de concentración de Flossenbürg el día 9 de abril de 1945, apenas tres semanas antes de que el infame austríaco de quien les hablo se suicidase en su búnker dejando tras de sí una Europa en ruinas.

Las pamplinas y cuentos con los que los inventores de mitos suelen tratar de forjar eso que se llama «identidad nacional» tienen todos una estructura parecida. Suelen empezar describiendo una edad de oro donde, en un tiempo pasado, la comunidad vivía feliz. Cada comunidad tiene su propia mitológica edad de oro, los franceses en esa Galia previa a la conquista romana que tan bien nos contaron los cómic de Astérix, los ingleses en esas épocas brumosas anteriores a la invasión normanda, para Alemania, un país joven, el cabo austríaco fijó su edad de oro en aquel Reich victorioso en Sedán al cual él prometía superar con su III Reich…

Los liberales españoles, llegado el momento de buscar una edad de oro de la nación española, lo hicieron remitiéndose a aquellas épocas medievales —mayoritariamente inventadas— en las que las cortes de los diversos reinos limitaban el poder real y, así, citaban con unción aquel supuesto juramento de los reyes de Aragón (supuesto, pues no hay prueba alguna de qué ningún rey de Aragón jurase así) que se supone decía:

«Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no».

Y si esto valía para Aragón los liberales eligieron para Castilla la figura de los comuneros, castellanos en defensa de sus fueros frente a un rey extranjero (Carlos V). No es casual que tres calles de Madrid (un pueblo donde las calles suelen llevar nombres de políticos del XIX) lleven el nombre de los tres cabecillas comuneros: Padilla, Bravo y Maldonado.

Los liberales de Cádiz hicieron esto porque legitimar su acción constituyente a la luz de la racionalidad francesa habría podido ser malinterpretado por los «patriotas» que peleaban contra los franceses bajo su mando, de forma que se prefirió justificar el poder de las cortes frente al rey apelando a unas supuestas viejas costumbres de los reinos hispánicos. No es de extrañar que los héroes de la identidad española elegidos por los liberales siempre fuesen más bien rebeldes a la autoridad real, como los comuneros o como fue el caso de Rodrigo Díaz «El Cid», obviamente muy poco obediente a su rey y un perfecto representante de la imagen del buen pueblo frente al mal rey (¡dios qué buen vasallo si hubiese buen señor!).

Para la España falangista, más tarde, la edad de oro se situó en la época del imperio de la monarquía católica, una edad de oro que ahora parece vivir una nueva juventud en según qué sectores se la sociedad española.

Para Cataluña, la edad de oro, fue fijada también en aquella edad media previa a la guerra de sucesión que los mitógrafos del nacionalismo catalán han convertido en la expulsión del paraíso mientras que para los vascos… Los vascos han sido casi todo según sus mitógrafos, desde los genuinos descendientes de Tubal, nieto de Noé, a un pueblo especial con cláusula de hidalguía general. Los vizcaínos (así se decía en la época) que habían expulsado a los judíos apenas seis años antes que en el resto de la península, se las arreglaron para convencer a la corte de que, como ellos jamás habían sido musulmanes ni judíos, eran todos hidalgos, afirmación esta que, reinando Felipe II, se convirtió en una verdad oficial cuya puesta en tela de juicio estaba expresamente prohibida. La jugada fue perfecta para los vizcaínos, sobre todo si tenemos en cuenta que los hidalgos no pagaban impuestos. La mutación que produjo Sabino Arana y sus seguidores en esa concepción del pueblo vasco que pasa de ser hiperespañol a un pueblo no español es digna de todo un estudio.

Esta edad dorada de las «naciones» suele concluir con una «expulsión del paraíso», expulsión que puede fijarse, por ejemplo, en la derrota de Villalar para Castilla, en la ejecución del justicia mayor de Aragón por Felipe II, en el triunfo borbónico en la Guerra de Sucesión para Cataluña (en el caso de la península ibérica) o en la derrota de Hastings para los ingleses, Alesia para los franceses (todavía no sabemos dónde está Alesia) y así en cada «nación» que queramos imaginar.

No es ocioso hacer constar que toda la iconografía que rodea a las naciones participa no sólo del mito propio de las religiones (las religiones, como las naciones, no son mucho más que relatos míticos en el fondo) sino también de su carácter sagrado, un carácter sagrado que, además, permiten que dioses y naciones puedan tener un sistema moral distinto del de los meros seres humanos.

Ni que decir tiene que las banderas propias (no tanto las ajenas) adquieren carácter sagrado del mismo modo que los monumentos, tumbas y cenotafios que nos recuerdan esas glorias (reales o no) que alimentan el mito nacional. Hasta la moral se transmuta en el caso de dioses y patrias pues, donde todo ciudadano sabe cuáles son sus límites y su deber, los dioses y las patrias no encuentran límite. Si un vecino altera la linde de nuestras fincas todos sabemos que no por ello podemos matar al vecino pero, si un país modifica una frontera, entonces todos debemos acudir allá a matar y a morir por la linde. En el caso de los fanáticos religiosos pueden ustedes buscar los ejemplos que les cuadren mejor.

Y es quizá a causa de todo esto que les cuento que a mí me gusta Andalucía.

Porque cuando el mundo parece haber caído en la estupidez de asumir como ciertas, normales e indiscutibles todas estas cosas que les he contado, (que existió una edad de oro, que las naciones son entes reales y no inventados recientemente, que siempre han estado ahí a lo largo de la historia, que himnos y banderas son sagrados…) Andalucía, que parece no haberse dejado arrastrar por todo este torrente de pamplinas, pone su punto de criterio propio y de personalidad diferente a todas las demás comunidades.

A ver cómo les explico yo esto. Miren, el himno andaluz, al principio de la segunda estrofa dice «Andaluces levantaos» y al principio de la tercera «los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos» (una referencia evidente a una pretérita «edad de oro») pero, llegado el caso, estos mismos andaluces que cantan con emoción su himno son capaces de no perder su capacidad crítica y componer un pasodoble como el que pueden escuchar en el vídeo que sigue a este post («Los Yesterday» 1999) y que a mí me parece impensable en ninguna otra comunidad autónoma de España que no sea Andalucía.

Su autor, el inolvidable Juan Carlos Aragón, no solo se lleva por delante toda la sacralidad del himno y del «andaluces levantaos» con el «perdón que no me levante, pero estoy mejor sentao» sino que, en una estrofa, se carga toda esa pamema de las edades de oro que yo he tardado un montón de párrafos en contarles:

«Los andaluces queremos
volver a ser lo que fuimos»

Añadiendo:

«Lo que fuimos antiguamente
pobrecitos y vasallos
siervos de terratenientes
y de chulos a caballo».

Es difícil encontrar una letra más filosóficamente destructora de todo un sistema irracional de pensamiento que esta.

Juan Carlos Aragón en esta letra, profundamente antinacionalista, sin embargo, no deja de ser andaluz, cultural y emocionalmente andaluz, y cierra con una denuncia del estereotipo lamentable que gentes sin cultura asignan a los andaluces y que entonces se ejemplificaba en un determinado programa de la tele.

Y dirán ustedes ¿Y a mí que me cuenta usted con que un autor escriba cosas que le gustan a usted?

Y yo le responderé que lo que me admira no es el autor ni la letra ni la música del pasodoble, le diré que a mí lo que me admira es la reacción del público que, lejos de sentir que está ante un acto blasfemo, es capaz de reaccionar con sabiduría y celebrar lo que se dice y la forma en que se dice. No me imagino a un teatro puesto en pie aplaudiendo este tipo de cosas en otras comunidades autónomas de España. ¡Ah! y una cosa más, el jurado que premiaba la mejor copla dedicada a Andalucía ¿adivinan qué copla premió? Exactamente, lo han adivinado, a esta.

Todo el pasodoble, la letra, la reacción del público, la decisión del jurado… Todo esto, cuando lo vi en 1999, me dejó anonadado porque me costaba creer que pudiese caber tanta cultura en un teatro y en apenas tres minutos.

«Hombres de luz que a los hombres
alma de hombres les dimos».

Yo no sé si he explicado bien por qué me gusta Andalucía.

Las causas de las guerras

Veo las imágenes de la inacabable guerra que asola las tierras del viejo Canaán y me pregunto sobre el por qué de todo esto.

Me pregunto, sobre todo, por qué los seres humanos no pueden vivir juntos y en paz sobre una misma tierra y siento que si señalo estos motivos estaré señalando a los auténticos culpables de estas masacres.

Han sido muchos los sistemas políticos que han permitido la convivencia pacífica de pueblos distintos dentro de sus ámbitos de poder, desde el imperio romano, donde multitud de etnias y credos convivían dentro de una misma entidad política, hasta la época de la muy católica monarquía hispana donde multitud de etnias compartieron un mismo espacio político durante tres siglos mezclándose hasta generar un maravilloso mundo mestizo. Por supuesto que fenómenos como el imperio Austro-Húngaro —un mosaico de países como Chequia, Eslovaquia, Hungría y otros— también acreditan que distintos pueblos pueden convivir pacíficamente en un mismo estado y siendo esto así, como lo es, uno se pregunta por qué israelíes y palestinos no pueden vivir juntos y en paz sobre una misma tierra.

Creo que todos tenemos la respuesta a la pregunta.

La imposibilidad de vivir juntos en una misma organización política no nace, por supuesto, de motivaciones raciales pues no ya es que el ADN de un judío y un palestino sean iguales, es que ambos, judíos y palestinos son pueblos semitas que hablan lenguas semitas. Cuando escucho a algún político acusar a quienes defienden las posturas palestinas de «antisemitas» me pregunto si no saben que el palestino es también un pueblo semita.

La imposibilidad de vivir juntos, pues, no nace de ninguna razón objetiva sino de la explosiva mezcla de dos razones de naturaleza ideológica que sólo existen dentro del cerebro de los contendientes y de quienes les jalean: la religión y el nacionalismo.

Antes de que el romanticismo introdujese dentro las cabezas de los seres humanos esa nefasta ideología llamada nacionalismo era la religión la primera causa de los enfrentamientos humanos. El poder tenía mayoritariamente una legitimación religiosa y esta era la coartada empleada habitualmente por los poderosos para que las pobres gentes se matasen. Cuando, con la revolución francesa y el romanticismo, el poder comenzó a apoyarse en esa entelequia a la que llamaron «nación», fue esta la excusa que sustituyó a la religión como coartada de ese salvajismo que llamamos guerra.

Y en el viejo Canaán se dan las dos causas: la religión, que anima a grupos integristas que creen legítimo morir y matar por un relato que les fue inculcado y el nacionalismo, esa teoría que dice que un «pueblo» (sea esto lo que sea) tiene derecho a tener su estado y su territorio con exclusión de otros.

Ambas causas son dos insensatas invenciones humanas que han costado a nuestra especie las mayores mortandades de la historia. Y lo perverso es que para evitar las muertes solo basta pensar un poco, una actividad que el ser humano realiza poco y mal.

Alemania y Francia mandaron a la muerte a millones de personas durante el siglo XX tan solo porque el honor de la patria les exigía controlar pequeños trozos de tierra como Alsacia o Lorena. Unos «pour la gloire» y otros porque Alemania estaba «über alles» mandaron a millones de jóvenes a dejar su sangre y pudrir su carne en lugares como Verdún, el Maine, el Somme, las Arenas y tantos otros.

Bastó que los gobernantes de Francia y Alemania dejasen de pensar en los criminales términos de las ideologías nacionalistas para que se reconociesen como aliados, para que cooperasen y acabasen con aquellos cíclicos baños de sangre. Así de sencillo, sólo necesitaron cambiar de idea, cambiar de actitud.

Pero cambiar de idea, de actitud, no fue fácil; si lo piensan para que tal cambio se produjese fueron necesarios todos los millones de muertos de que les he hablado antes y es que hacer cambiar de ideas a los seres humanos es una de las cosas más complicadas que existen: ¿hará usted cambiar de ideas a estas alturas a un integrista de Hamás? ¿convencerá usted a un judío ortodoxo de que no tiene derecho alguno sobre la «tierra prometida»?

Ahora aparecen una pléyade de políticos —la mayor parte analfabetos funcionales— a explicarnos la historia de esa tierra que unos llaman Palestina y otros Israel según el bando al que apoyan. Y ocurre que no sólo la explican mal, falseándola y arrimando el ascua a su sardina ideológica, sino que ese falseamiento lo llevan a cabo con intencionalidad política, tratando de aumentar el argumentario de quienes buscan alimentar el odio y la muerte.

Podrán ustedes decir que está posición mía de señalar a dos ideologías (el integrismo religioso y el nacionalismo) como responsables de esta y otras guerras es una postura ingenua pues, ambas, son inevitables.

Y yo le responderé que se equivoca, que el nacionalismo apenas si lleva doscientos años entre nosotros —antes no lo hubo— y que la diversidad de credos no tiene por qué llevar a ninguna situación de conflicto si no permitimos que integrismos supremacistas envenenen las mentes religiosas.

No todas las ideologías son respetables, hay ideologías criminales como hay ideas criminales y es imprescindible que no dejemos que estas se apoderen de las mentes de las generaciones futuras o, pronto, todo el mundo será Canaán si no lo es ya.

Es estúpido tener que esperar varios millones de muertes para descubrir, cómo hicieron Francia y Alemania, que era mejor cooperar que combatir.

Los símbolos y lo simbolizado

Los seres humanos somos una especie animal dotada con una capacidad única: la de crear y usar símbolos con la finalidad de representar conceptos abstractos, intangibles o complejos. Sin embargo, de esta capacidad simbólica no sólo se derivan grandes beneficios (simbolizamos cantidades con números que a su vez simbolizamos con guarismos, por ejemplo) sino también graves problemas pues, con determinados símbolos, también pretendemos representar creencias o sentimientos, lo que da lugar a que muchos símbolos representen, dependiendo de cada persona, realidades muy distintas aun a pesar de que el símbolo usado por ambos sea uno y el mismo. Esto ocurre especialmente con las banderas y los símbolos religiosos y esto ocurre especialmente en los días de celebración de fiestas religiosas o nacionales.

Qué simboliza para cada individuo un crucifijo, una bandera, un mantra o un himno es algo verdaderamente difícil de saber; de hecho, de lo que sí estoy casi seguro es de que lo simbolizado no es algo absolutamente igual para todos.

Todas las naciones, las aspirantes a naciones, los proyectos de naciones (sea lo que sea este cuasiteológico concepto de nación) tienen su día para gritar sus «vivas» y en estos días pasados le ha tocado a España.

—¡Viva España!

Y yo naturalmente pienso que sí, que naturalmente, que viva España, pero… ¿cómo queremos que viva España? ¿hasta qué punto quien grita viva España y yo queremos que España viva de la misma manera? Sí, viva España, pero ¿cómo quiere este señor o señora que viva España? ¿Es su modelo de vida el mismo que el mío?

Asociamos a los símbolos mensajes diversos y hacemos de esos iconos cuasi-sagrados herramientas con los que hacer aceptar a los demás las ideas de que los cargamos so pena de incurrir en sacrilegio.

No me gusta esa dinámica.

Miren, yo soy español y como español me entiendo, formo parte de una cultura construida durante siglos y a la que el mundo entero llama «española». Leí y vi de pequeño obras de Calderón o Lope de Vega en la única televisión de España, del mismo modo que hoy los zagales ven series americanas en Netflix; leí a Cervantes a Góngora y a Quevedo no por obligación sino por puro placer (uno de esos pocos placeres que siempre van contigo); vi a Grecia en Roma, a Roma en Cartagena y a Cartagena en cada fortificación del Caribe; yo me entiendo español pero ni mis referencias culturales son las mismas que las de usted ni, cuando ambos gritamos viva España, creo que coincidamos en la forma en que cada uno de nosotros queremos que España viva.

Una ideología perversa y jibarizadora coloniza el mundo desde hace un par de siglos, una ideología que atribuye consecuencias políticas al sentimiento de pertenencia a una nación del mismo modo que antes (y desgraciadamente también ahora) se atribuía a la pertenencia a las religiones consecuencias políticas. En nuestro estado y en las comunidades autónomas que lo componen creo que estamos perfectamente al tanto de a qué ideología me refiero.

Yo no creo que ser católico, musulmán o budista sea mejor que no serlo y mucho menos que el hecho de pertenecer a uno de esos credos pueda llevar aparejada ningún tipo de consecuencia jurídica relevante. Del mismo modo tampoco creo que ser o sentirse español, francés o tailandés, haga mejor a nadie en relación con quien no lo sea y, si me aprieta, le diré que tampoco de este hecho puramente casual (a uno le nacen siempre por casualidad) debiera derivarse ninguna ventaja jurídica para nadie.

Entiéndame, yo soy español como usted puede ser católico o musulmán, pero no voy a aceptar que me imponga ninguna regla de actuación derivada de su credo ni le voy a imponer ninguna exigencia derivada de todo ese bagaje cultural que a mí me hace sentirme español.

Tampoco voy a admitirle que, porque yo no quiera derivar ninguna consecuencia jurídica de mi «españolidad», yo sea menos español que usted. Tengo la sensación vehemente de que muchos de los que más gritan «Viva España» son quienes tienen una más pobre noción de España, una noción que no dista mucho de su adhesión a cuatro o cinco tópicos periclitados.

El nacionalismo ha envenenado nuestras mentes y nuestra cultura de tal manera que hoy entendemos el mundo como una realidad compuesta de «naciones» —sea esto lo que sea— y atribuimos a ese concepto abstracto y difuso (la nación) derechos cual si de una entidad real se tratase.

Esta forma de locura, de teología, a la que llamamos nacionalismo apenas si cuenta con doscientos años de edad pero ha envenenado al mundo de tal manera que sus víctimas, en estos doscientos años, son comparables a todas las víctimas habidas en los 4800 años anteriores de historia de la especie humana y lo peor es que, en este momento, es uno de los factores de riesgo más importantes para dar lugar a que la humanidad se extermine a sí misma.

Contra los nacionalismos: Jesús Bienvenido

Ayer escribí en mi muro de Facebook un post contra el nacionalismo y su disparatada visión del género humano. Pensando en lo escrito acabé recalando en Youtube y este, con su algoritmo implacable, volvió a ofrecerme a un genial representante de la música que a mí me gusta: la música que hacen en Cádiz.

Me quedé admirado pues este pasodoble de Jesús Bienvenido (mil veces oído por mí) dice muchas de las cosas que pienso a propósito del nacionalismo y es por eso que se lo dejo aquí abajo por si lo quieren oír. Para entenderlo permítanme que les ofrezca una pocas claves.

Los cuatro primeros versos

«Cuando se entra por Cádiz
por la Bahía,
se entra en el paraíso
de la alegría»

son una letra popular de un palo flamenco gaditano y marinero: las alegrías. Comenzar así ya produce unos efectos muy concretos a quienes están en el secreto y Jesús Bienvenido lo va a aprovechar luego, cuando llegue a la estrofa que dice

«Como dijo Pericón
con toita la razón
a Cádiz llegó un barquito…»

Aquí el autor rescata uno de los más famosos embustes del prolífico embustero y cantaor flamenco Juan Martín Vílchez (aka «Pericón de Cádiz»). Según esta trola el origen de los palos del flamenco estaría en cierto barco que, cargado de partituras musicales, naufragó en Cádiz. Los gaditanos, según Pericón, se quedaron con las partituras de los cantes más bonitos (alegrías, cantinas, bulerías de Cádiz…) y las que sobraron fueron mandándolas río arriba hasta Sevilla, puerto último de destino al que, obviamente, llegaron las que nadie quiso coger antes.

Pues bien, Jesús utiliza esta historia tan ranciamente gaditana y a este personaje tan inequívocamente gadita, para afirmar que, tras ese barco que tanto definió la cultura gaditana, fueron llegando otros muchos barcos que añadieron nuevas esencias a aquella antigua esencia.

A mí, todo el argumento de Jesús me lleva a un momento glorioso de la historia de la humanidad que hoy conocemos como el período helenístico y antes de diputarme por loco déjenme que les explique.

Unos trescientos años antes del nacimiento de Cristo un chaval que había sido educado nada menos que por Aristóteles ascendió al trono del reino griego de Macedonia. En poquísimos años el chaval conquistó el mayor imperio que conoció la historia: desde Grecia hasta las riberas del río Indo, incluyendo Egipto, Mesopotamia, Persia, Canaán… y con esas conquistas Alejandro difundió la cultura griega por el mundo.

En poquísimos años las poblaciones se helenizaron, se representaron tragedias griegas en lugares tan remotos como Persia y la lengua y cultura griegas fueron la base de la humanidad conocida.

En Judea, la tierra de Jesucristo, por ejemplo, la población se helenizó tan rápidamente que gimnasios, teatros y todo tipo de edificios y elementos que representaban la cultura griega proliferaron a toda velocidad.

Al tiempo que nació Jesús de Nazaret Palestina era una comunidad helenizada. Es cierto que existían núcleos de judíos renuentes a la helenización pero, para que se hagan una idea, la patria de Jesús (Nazaret) apenas si era un villorrio de menos de un centenar de personas mientras que, a cinco kilómetros de ella, la vecina ciudad de Séforis contaba con más de 63.000 helenizadísimos vecinos.

Para la antigüedad «ser griego» no significaba haber nacido en Grecia sino haber adoptado la cultura griega, haberse helenizado.

Pues bien, en Cádiz pasa lo mismo que pasaba en tiempos de Jesús con los griegos porque los gaditanos no necesitan nacer en Cádiz para ser gaditanos, los gaditanos, como los griegos, nacen donde les da la gana y es esta una de las declaraciones de principios más cosmopolitas que conozco.

En fin, que derrapó, que me disperso, que me pongo a hablar de naciones y acabo hablándoles de Alejandro Magno, de Macedonia, de Palestina y de Jesús de Nazaret.

Permítanme que les deje con otro Jesús menos beatífico que el de Nazaret y con esta grabación casera con forillo de trapo descuadrado y sonido deleznable aunque con toito el arte del mundo.

De la chirigota de Cádiz «¡Qué caló!» el pasodoble «Cuando se entra por Cádiz».

¿A qué filosofía recurriremos?

Cuando Alejandro Magno condujo sus victoriosos ejércitos griegos desde Macedonia hasta la ribera del Ganges no sólo estaba dando lugar al imperio más grande del mundo sino que, a la vez, estaba dando muerte a la gloriosa Grecia Clásica.

Hasta Alejandro Magno el horizonte ético de los ciudadanos griegos era su polis, sus deberes se entendían para con ella y respecto de ella, razón por la cual se llamaban a sí mismos «ciudadanos».

El imperio de Alejandro trastocó las tradicionales coordenadas vitales de la Grecia Clásica y todos sus fundamentos éticos de forma que, los otrora ciudadanos en su polis, pasaron a ser súbditos en un imperio. Un imperio en el que, además, convivían razas diversas; un imperio que se extendía por tierras tan dispares de Grecia como Egipto, Mesopotamia o Judea; un imperio, en fin, en el que ya no tenían cabida exacta todas las viejas convicciones de la Grecia clásica. Es el período al que los historiadores designan con la palabra «helenismo», un período que se extiende desde la muerte de Alejandro (323 AEC) hasta la caída de Egipto en manos romanas y la subida al poder de Augusto como emperador (27 AEC), tres siglos que cambiaron la historia del mundo.

No es precisa demasiada imaginación para encontrar paralelismos entre la perplejidad de aquellos ciudadanos griegos —cuyos ejes de coordenadas se ampliaron desde la reducida geografía de sus polis— y la perplejidad de los ciudadanos de los siglos XX y XXI que han visto como sus estrechas coordenadas mentales vinculadas al estado-nación han quedado obsoletas frente a la dimensión mundial de nuestro presente.

Hoy las organizaciones nacionales han quedado desfasadas para resolver los problemas de dimensión mundial a que se enfrenta la humanidad. Los estados-nación se muestran torpes para resolver los problemas climáticos y ecológicos; los estados nación con sus pseudo-religiosas iconografías de patrias y banderas parecen más aptos para declarar guerras que para construir la paz; los estados nación, en suma, antes parecen dispuestos a hacer desaparecer la humanidad en medio de un holocausto mundial que a desaparecer ellos para que la humanidad pueda seguir adelante.

Los viejos habitantes de las polis, ante la pérdida del marco de referencia de sus ciudades estado desarrollaron nuevas corrientes filosóficas para enfrentar la nueva realidad. Frente a ese mundo hostil apareció un epicureísmo que buscaba la felicidad retrayéndose al ámbito reducido del hogar y a la ascética búsqueda de los placeres naturales y necesarios; junto a él el estoicismo nos enseñó a conllevar los males y a ajustar nuestra vida s las razones seminales del cosmos; el escepticismo comenzó a cuestionar las «fake news» de la época mientras el cinismo sometía a sistemática demolición las huecas convenciones sociales del momento. El pensamiento de Platón fue revisado por el neoplatonismo del cual bebió una nueva religión —el cristianismo— que fue también tomando prestados elementos de otras como el estoicismo.

¿Y ahora? ¿Qué recursos ideológico-filosóficos estamos movilizando para adaptarnos a la nueva realidad?

Los nacionalismos parecen seguir tan vigentes como siempre —a pesar de que sus principios están más cerca de las viejas religiones que del mundo actual—, los conflictos religiosos también y la vitalidad del estado-nación parece estar garantizada. Mientras, las organizaciones internacionales se muestran torpes para enfrentar la crisis climática, los conflictos interestados y el gobierno de una sociedad interconectada no sólo virtualmente sino también material y culturalmente.

Me planteo a qué nuevo estoicismo, epicureismo, escepticismo y cinismo habremos de recurrir para salir de esta discordante situación donde los problemas de todos son enfrentados por pequeñas unidades movidas por intereses particulares.

O quizá resulte que nuestra tecnología ha avanzado ya a una velocidad tal que nuestras sociedades no pueden adaptarse a ella en un plazo razonable y seguiremos resolviendo con conceptos del siglo I EC problemas del siglo XXI.

Yo, que usted, trataría de pensar algo.