Ensayo de derecho natural (VII): el juego del ultimátum

Supongo que, a estas alturas, el lector está legitimado para pedir a quien esto escribe alguna prueba de que lo que está contando funciona en la práctica.

—Usted verá, lleva seis capítulos dando la turra con microorganismos, estrategias evolutivas, teoría de juegos y competiciones de ordenador y aún no sabemos dónde quiere ir usted a parar.

—Quiero ir a parar al punto de demostrar que existe un derecho natural inscrito en nuestros genes y que es producto de muchos millones de años de procesos evolutivos.

—Pues bien fácil lo tiene usted, pónganos un ejemplo de un caso en que la percepción innata de justicia del ser humano choque frontalmente con sus criterios racionales.

—Usted lo ha querido ¿conoce el «juego del ultimátum»?

—No.

—Pues vamos a él.

En el juego del ultimátum compiten dos jugadores y es un juego que sólo se juega una vez. Insisto. Este juego sólo se juega una vez y no perder esto de vista es esencial.

A uno de los dos jugadores (le llamaremos oferente) se le ofrece una cantidad de dinero, pongamos por ejemplo mil euros, y se le pide que, de esa cantidad, ofrezca a su contrincante una parte.

El jugador oferente puede ofrecer a su contrincante (llamémosle Respondedor) la cantidad que desee, desde los mil euros a un solo euro, pero (aquí está el pero) los jugadores solo podrán quedarse con el dinero si el Respondedor acepta la cantidad que se le ofrece, si no la acepta ambos lo oerderán todo.

Ahora reflexione y piense si usted fuese el oferente qué cantidad ofrecería y si fuese el respondedor con qué cantidad estaría dispuesto a conformarse, mientras yo le voy contando algunas cosas.

Desde el punto de vista económico y dado que el juego sólo se juega una vez las matemáticas nos dicen que el respondedor debe aceptar cualquier oferta superior a cero que le haga el oferente. Rechazar cualquier oferta superior a cero supone perder dinero sin contraprestación alguna, de forma que la lógica, la racionalidad económica y las matemáticas nos indican que la conducta racional para el respondedor es aceptar cualquier cantidad.

Sin embargo usted y yo sabemos que los seres humanos no somos así de racionales.

He hecho esta prueba con varios alumnos en prácticas en mi despacho y recuerdo con especial cariño una ocasión en que un joven abogado particularmente ágil de mente ofreció de los mil euros tan solo cinco a otra compañera abogada.

Esta miró con cara de estupor al oferente y este, viendo que ella iba a rechazar la oferta se le adelantó y le dijo:

—Piénsalo, es mejor cinco euros que nada.

Ella respondió

—¿Y el gusto que me va a dar a mí verte perder 995€? ¿Tú sabes cuánto vale eso, pedazo de gomias?

La compañera quizá no actuase racionalmente pero es así como funciona el ser humano. Una pulsión (emoción) construida durante millones de años de historia evolutiva humana la impulsaba a decirle a su competidor que de ella no se iba a reír.

Podemos especular qué habría ocurrido si la oferta, en vez de cinco hubiese sido de 495€. ¿Habría rechazado en tal caso la oferta la compañera? También podríamos especular sobre otras circunstancias pero lo cierto es que el ser humano, dentro de determinados límites, prefiere satisfacer una cierta pulsión de justicia a un simple beneficio económico aunque ello le lleve a comportarse irracionalmente.

Y ahora yo debería extenderme sobre las causas de esta particular forma de conducta del ser humano, de esta intuitiva percepción de lo justo y de lo injusto y de cómo, dentro de ciertos límites, el ser humano prefiere seguir sus instintos que la racionalidad. Pero eso lo haré en los próximos capítulos, en este prefiero escucharles a ustedes por si tienen algo que decir.

Ensayo sobre el derecho natural (II): la cooperación

Intuitivamente entendemos la cooperación como ese «obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin» con que la define la Real Academia Española de la Lengua (RAE) y no es mal punto de partida.

Conviene subrayar que, conforme a la definición ofrecida, la cooperación —como el derecho— exige siempre la existencia previa de una pluralidad de individuos; sin embargo, la definición de la RAE no aclara algunos puntos esenciales del fenómeno cooperativo siendo el primero de ellos cómo aparecen en la naturaleza los fenómenos cooperativos y, en especial, si este «obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin» exige un acuerdo previo por parte de individuos que luego cooperarán o si, por el contrario, la cooperación emerge de forma natural en la naturaleza cuando se dan determinadas condiciones en el entorno.

Los seres humanos, instintivamente, tendemos a pensar que, para que diversos individuos obren de forma conjunta, es preciso —primero que nada— que estos se pongan de acuerdo, lo que exige que los individuos estén dotados de un cierto nivel de racionalidad. Tal forma de pensar es errónea y está en la base de muchas teorías equivocadas de lo que pueda ser el derecho natural. Digámoslo claro desde el principio: la cooperación es una estrategia evolutivamente estable que aparece espontáneamente en la naturaleza dadas ciertas condiciones en el entorno. Pongamos un ejemplo.

El Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) publicó en 2009 los resultados de un estudio llevado a cabo por un grupo de científicos con levaduras, aprovechando que en estas, a diferencia de los humanos, al ser unicelulares, su “comportamiento” no está determinado por un sistema nervioso o un código cultural o racional de conducta: La conducta de las levaduras es meramente genética.

Estos científicos desarrollaron un experimento que empleaba a las ya citadas levaduras y el metabolismo de la sacarosa, o azúcar común.

La sacarosa no es el azúcar favorito de las levaduras como fuente de alimento, pero pueden metabolizarla si no hay glucosa disponible. Para poder hacerlo necesitan romper ese disacárido en bloques más pequeños que la levadura puede metabolizar mejor. Para ello necesita producir una enzima que se encargue de esta tarea. Gran parte de estos subproductos son dispersados libremente al medio y otras levaduras los pueden aprovechar. Pero la producción de la enzima exige el gasto de unos recursos.

De este modo podemos llamar levaduras cooperantes a aquellas que degradan la sacarosa segregando la enzima y no cooperantes o tramposas a aquellas que no lo hacen y simplemente se aprovechan del trabajo de las demás. Si todo el subproducto se difunde entonces no hay acceso preferente para las cooperantes y éstas mueren y desaparecen junto a los genes que determinan ese comportamiento.

Los investigadores observaron que las levaduras cooperantes tienen un acceso preferente de aproximadamente el 1% de lo que producen. El beneficio sobrepasa el coste de ayudar a los demás, permitiéndoles así competir con éxito frente a las levaduras tramposas.

Además, no importa las proporciones de un tipo u otro de levaduras en la población inicial. Al final siempre se llega a un equilibrio estable en el que tanto cooperantes como tramposas están presentes en una proporción dada.

Como vemos la aparición de la cooperación es independiente de la racionalidad o irracionalidad de los individuos que cooperan lo cual, por otra parte, es obvio pues basta contemplar la naturaleza para tomar conciencia de que la cooperación es un fenómeno que aparece por doquier, desde las colonias de microbios más simples a la más sofisticadas sociedades de simios superiores pasando por todas las especies de seres vivos, animales o vegetales. Las hormigas, créame, jamás se reunieron a escribir una constitución que determinase el rol de las abejas obreras, los soldados, los zánganos o las reinas; su papel dentro de la sociedad mirmecológica está escrito en sus genes sin que haya mediado acuerdo ni pacto social previo.

Y verificado el hecho de que la cooperación es una estrategia evolutivamente estable que aparece dadas determinadas condiciones en el entorno, lo que procede ahora es que tratemos de averiguar cuales son esas condiciones y por qué la cooperación es una estrategia tan exitosa que podemos observarla por doquier en la naturaleza.

¿Razonar o racionalizar?

Los seres humanos tendemos a pensar que actuamos con racionalidad, que nuestros actos obedecen a un razonamiento previo que determina lo que queremos y cómo lo queremos, pero créanme si les digo que nos engañamos y que, en el 99,99% de las ocasiones, los seres humanos nos comportamos de forma instintiva.

No se alarmen, comportarse de forma instintiva no significa necesariamente comportarse de forma irracional; hace tiempo que la ciencia asume que nuestros instintos forman parte de nuestra racionalidad, pues no son sino programas cognitivos adaptados y funcionales, aptos para resolver problemas de supervivencia.

¿Quién podía tildar de irracional el tropismo de las plantas que buscan el sol con sus hojas o el agua con sus raíces? ¿Cómo podríamos considerar irracionales nuestros instintos de conservación o reproducción? Sin esos programas (a los que algún amigo mío informático no le costaría trabajo llamar «daemones» o «demonios») el ser humano tal y como hoy lo conocemos no existiría, simplemente se habría extinguido hace milenios.

Steven Pinker, en su libro de 2005 «La tabla rasa: La negación moderna de la naturaleza humana», nos ilustra muy vívidamente este aspecto racional de los instintos:

Muchas especies calculan el tiempo que dedican a buscar alimento en distintos lugares, de modo que puedan optimizar su tasa de aporte de calorías por energía gastada en la búsqueda. Algunas aves aprenden la trayectoria del sol sobre el horizonte durante el día y a lo largo del año, información necesaria para navegar guiándose por el sol. La lechuza común utiliza discrepancias de un orden inferior a las milésimas de segundo entre los tiempos de llegada de un ruido a sus dos oídos para precipitarse sobre un ratón que se mueve en la hojarasca en plena oscuridad. Las especies que esconden alimentos colocan los frutos secos y las semillas en escondrijos que son impredecibles para así desbaratar los planes de los saqueadores, pero transcurridos varios meses tienen que recordar la posición de cada uno de los lugares y el cascanueces de Clark es capaz de recordar diez mil escondrijos. Los casos de manual que se aducen para ilustrar el aprendizaje por asociación, incluso los pavlovianos y los de condicionamiento operante, no resultan ser una retención de estímulos y respuestas coincidentes en el cerebro, sino algoritmos complejos para análisis de series temporales multivariantes y no estacionarias (que predicen que los sucesos ocurrirán, basándose en el historial de sucesos acaecidos).

¿Una hormiga puede realmente calcular, hacer cálculos aritméticos? Desde luego, lisa y llanamente, no; pero tampoco lo hacemos nosotros cuando ejercemos nuestra facultad de navegar a estima, nuestro “sentido de la dirección”. Los cálculos de la navegación por integración de trayectoria se hacen de forma inconsciente, y su resultado asoma en nuestra conciencia -y, en el caso de que la tuviera, en la hormiga- como una sensación abstracta de que el lugar adonde vamos se halla en la dirección que seguimos, allí a lo lejos.

Créanme, conforme al estado actual de la ciencia, la racionalidad no puede identificarse exclusivamente con la experiencia consciente y, dado que la especie humana comparte con los demás animales ciertos caracteres de la arquitectura y del diseño del cerebro y sus procesos, entonces, si la evolución «ha hecho bien su trabajo», cualquier ser vivo bien adaptado al medio ha de ser un sistema eficiente que «toma decisiones» adecuadas para su supervivencia[1].

Tal y como intuyó Darwin y han demostrado los modernos estudios genéticos, todos los seres vivos de este planeta descendemos de un único antepasado común al que se ha dado en llamar «LUCA» (Last Universal Common Ancestor); pues bien, desde esa primigenia forma de vida hasta la actualidad, todos los seres vivos, necesariamente, han tenido que estar adaptados para sobrevivir y multiplicarse (replicarse) por lo que no es de extrañar que un estudio experimental pionero de Edward Thorndike[2] concluyese, desde una perspectiva de psicología comparada, que los animales están provistos de inteligencia, y que su comportamiento es semejante al de los humanos ante elecciones e incentivos en situaciones decisorias comparables.

Voy a ahorrarles la cita de ejemplos de inteligencia animal, son numerosos y probablemente ustedes conozcan muchos; lo que sí debiera quedar claro desde este momento es que los seres vivos se comportan según procesos racionales de gestión de la supervivencia, si bien, dado su menor desarrollo cerebral en relación al animal humano, no disponen de un pensamiento «racional» en la forma que lo entendemos los seres humanos y, hasta donde sabemos, carecen de lenguaje simbólico, pensamiento consciente, formulación de proposiciones lógicas, capacidad de cálculo e inferencia, y otras muchas características que solemos asociar con «lo racional».

Bien, sentado que los instintos no deben contraponerse a la racionalidad cabría preguntarse ¿cuántas de las acciones humanas pueden recibir el adjetivo de racionales?

Si quieren llevarse una sorpresa les diré que se ha averiguado que el cuerpo humano procesa unos 11 millones de bits por segundo de información aferente procesada a través de los sentidos externos y que, de toda esa cantidad de información, sólo unos ridículos 50 bits por segundo son procesados conscientemente[3]. Es decir, y permítaseme la broma, con esos datos en la mano el ser humano sólo sería «racional» un despreciable 0.0005% del tiempo de su existencia.

Ahora que ya sabe esto, puede, si lo desea, revisar sus creencias respecto a la racionalidad humana. Pasemos, ahora, pues, a ver cómo operan los instintos en nuestro aparentemente «racional» proceso de toma de decisiones, porque le va a sorprender, se lo aseguro.

Lo primero que le sorprenderá saber es que, ante un estímulo externo que previsiblemente exija de una decisión, el cerebro comienza a trabajar mucho antes de usted tenga conciencia de la existencia de ese estímulo.

Cuando creemos que sabemos algo (es parte de nuestra experiencia consciente), el cerebro ya cumplió su tarea. Sin embargo, la noticia “nos” parece nueva. Casi ajenos a nuestra percepción consciente, los sistemas instalados en el cerebro trabajan por sí solos, automáticamente, y concluyen su trabajo medio segundo antes de que la información procesada alcance nuestra conciencia. En realidad, no es sorprendente que la mayor parte de la actividad cerebral ocurra fuera de la conciencia; esta gran zona de actividad -donde se elaboran planes para hablar, escribir, jugar al tenis o levantar un plato de la mesa- funciona sin que siquiera sospechemos cómo lo hace. No planificamos ni articulamos estos actos: sólo observamos su rendimiento. Esta característica de la organización cerebro-mente vale en las percepciones más sencillas y en funciones más elevadas como la conducta espacial, las matemáticas e incluso el lenguaje. El cerebro disimula esta singularidad funcional creando la ilusión de que los sucesos están sucediendo en tiempo real y no antes del concurso de nuestra capacidad decisoria consciente. Muchos procesos que nos guían son actividades mentales, pero se asemejan a reflejos básicos en tanto que son adaptaciones preinstaladas, fabricadas por el cerebro cuando se enfrenta a un desafío (…) Aunque nuestro sentido de propósito y la centralidad de la voluntad aparezcan en primer plano, subyace en nosotros una maquinaria altamente especializada (…) Las técnicas de imágenes cerebrales nos permiten ver dónde y cómo actúa el cerebro antes de que surja una conducta: el cerebro decide antes. El yo consciente declara tomar una decisión que ya se ha procesado.[4]

Tal y como ejemplifica brillantemente Herranz Guillén en la tesis doctoral de la que he extraído la abrumadora mayoría de los datos que se contienen en este post (los errores, eso sí, son míos) el tálamo sensorial tarda alrededor de 500 milisegundos en captar estímulos somatosensoriales aferentes de alta frecuencia, como por ejemplo la picadura de un mosquito, para la producción de una experiencia sensorial consciente; el tiempo, sin embargo, se reduce a 150 milisegundos para que la información comience a ser procesada inconscientemente.

Como ven, bastante antes de que seamos conscientes del dolor de la picadura del mosquito, en nuestro cuerpo ya se han disparado muchos «daemones» que están procesando la información. ¿Por qué, entonces, tenemos la sensación de que el manotazo que damos es un acto consciente?

La realidad es que 350 milisegundos antes de que sintamos la picadura, permítasenos decirlo así, nuestro cuerpo ya está preparando el manotazo y es evidente que todos esos procesos ya están condicionando nuestra respuesta motora. ¿hasta donde nuestro manotazo es decisión racional y hasta dónde instintiva? La ciencia lo discute.

Y si eso es así, como lo es, en el caso de un manotazo ¿qué podremos decir de una acción más compleja?

Los instintos, en cuanto que manifestaciones de un tipo de inteligencia pre-racional, son parte indispensable del proceso de toma de decisiones racionales. Como ejemplificó Daniel Dennet, un robot ultrainteligente, con capacidades cognitivas extraordinarias, y con una base de datos enciclopédica para relacionarse con el mundo, carecería de motivaciones para actuar, y por lo tanto se vería atrapado en un bucle cognitivo similar al del famoso asno de Buridan. Seleccionar objetivos y alternativas de elección ante una determinada tesitura requiere una previa valoración relativa de todo ello, y esa valoración se lleva a cabo mediante las emociones. La diferencia existente, pues, entre animales humanos y no humanos no es una cuestión de racionalidad versus instinto, sino de que el género humano dispone de una cantidad muy superior y más variada de instintos (todos ellos racionales) que permiten concebir una cantidad extraordinariamente superior de valoraciones emocionales y alternativas de elección (Pinker 2004: 244-245).

Siendo el comportamiento causado por procesos funcionales autónomos del cerebro y no por decretos decisorios de un supuesto agente interno, ¿por qué los individuos neurológicamente sanos tienen la impresión de que dirigen voluntariamente sus actos y toman decisiones acerca de su comportamiento?

La respuesta, dicha en corto, es porque nuestro cerebro racionaliza las emociones y las acciones y hace que, finalmente, parezca que las unas y las otras están dotadas de una determinada intención o sentido. Veámoslo.

Como nos cuenta Herranz Guillén, en casos de pacientes con enfermedades neurológicas que han sido terapéuticamente hemiseccionados, la información presentada a través de los sentidos de la vista o del tacto por los canales aferentes de cada hemisferio produce comportamientos a los que el módulo intérprete provee de narrativas racionalizadoras diferentes. Así, cuando a uno de estos pacientes se le proporciona una información a través de los canales aferentes del hemisferio derecho, y esta información activa procesos emocionales y ejecutivos que desembocan en acciones y estados de ánimo, el módulo intérprete, que no ha participado de la información originaria, urde la hebra que vincula los sucesos. Valga un ejemplo: se proyecta únicamente al hemisferio derecho la orden “camina”. La respuesta del paciente es levantarse de la silla y disponerse a caminar. Si se le pregunta que adónde va, o por qué se ha levantado, las contestaciones suelen ser pintorescas, como por ejemplo: «voy a coger una Coca Cola a mi casa», «me duele la espalda de estar tanto tiempo sentado», etc. En todos estos casos, Gazzaniga justifica que «el sistema cognitivo del cerebro izquierdo necesita una teoría, e instantáneamente crea una
que, dada la información que tiene sobre esa tarea concreta, tenga sentido»

La discrepancia entre lo que se cree, lo que se dice y lo que se hace, es llamada «disonancia cognitiva» y, a lo que parece, nuestro cerebro es experto en resolverla racionalizando lo ocurrido más que razonando.

¿Y por qué les cuento yo todo esto? (se preguntarán ustedes).

Por dos razones: una largamente acariciada por mí desde hace muchos años y relativa a la forma en la que forman sus juicios morales, de equidad o justicia, los seres humanos; la otra, tristemente, este video que llegó a mi poder desde un grupo de whatsapp no hace muchos días y en que dos grupos de seres humanos se agreden señalizándose respectivamente con unas banderas.

[wpvideo hNfRRUN6]

La acción que se ve en las imágenes es absolutamente irrazonada e irrazonable y, sin embargo, de forma deliberada, dos grupos de seres humanos se buscan para agredirse.

Tengo la absoluta convicción de que ninguno de los integrantes de cualquiera de los grupos se avergonzará de lo que han llevado a cabo; todo lo contrario, lo racionalizarán y llegarán a la conclusión de que toda la culpa es del grupo contrario y de que el ejercicio de la violencia en ese caso estaba justificado. Todos sabemos que ninguno de los integrantes de esos grupos está ahí por un razonamiento digno de tal nombre, miles de instintos y procesos innatos empujan al conflicto a esos animales humanos que vemos en las imágenes: la sensación de pertenencia al grupo, la territorialidad, el altruismo hacia un marcador… El virus del COVID-19 no les ha alcanzado pero sí lo ha hecho el mucho más fatídico virus del odio.

Examínese usted. ¿está usted seguro de que evalúa las acciones del gobierno o la oposición separadamente de la identidad de quien las lleva a cabo? ¿valora usted negativa o positivamente casi de forma casi automática las acciones o iniciativas del partido que odia o al que se adhiere?

Mire, si usted coincide demasiadas veces con la opinión del partido del gobierno o de algún partido de la oposición, párese un momento y examínese porque, muy probablemente, usted no está pensando y, mucho antes de que sea consciente del problema sobre el que quiere reflexionar, sus innatismos ya habrán tomado una decisión por usted.

Los partidos saben (y los seres humanos saben también) que son las emociones las que determinan las acciones de las personas y, por eso, pasan la vida tratando de construir emociones que movilicen a la población. Ocurre, sin embargo, que ahora las cosas han cambiado y que, a la emoción partidista, se suma el catalizador de la crisis y, casi cualquier emoción, se va a ver potenciada en los próximos días, semanas y meses, y esto es una bomba cuya detonación puede tener consecuencias imprevisibles.

En esta sociedad —cuyo cerebro parece ahora más hemiseccionado que nunca— todos los partidos culpan al adversario, nadie asume la culpa propia, todos racionalizan las decisiones erróneas que tomaron pero ninguno razona lo más mínimo.

Los partidos son expertos en racionalizar (justificar) sus dislates y llegar en dicha tarea, si es preciso, hasta los más ridículos extremos y, la verdad, no es de extrañar, el ser humano, como ya hemos visto, más que un ser racional es un ser racionalizador. La situación pinta turbia, muy turbia y, si quieren que les venda —por lo que valga— un buen consejo, más vale que echemos mano en este momento de ese 0,0005% de racionalidad que hemos visto que teníamos los seres humanos y del que antes les hablaba; más vale que aprovechemos esos 50 bits de información que procesamos conscientemente en cada segundo de nuestras vidas, porque, si dejamos que la población y el país se gobiernen en exclusiva por las emociones que inyectan partidos políticos irresponsables, podemos estar viviendo las vísperas de una larga, larguísima, noche.

Quiero decir que podemos estar en la antesala de un drama social como hace tiempo no vivíamos. No sé si me explico.


[1]: DENNETT, Daniel (1971), “Intentional systems”, Journal of Philosophy, vol. LXVIII, no 4. pp. 87-106.
[2]: THORNDIKE, Edward L. (1911), Animal intelligence. Experimental studies, Macmillan, New York.
[3]: NØRRETRANDERS, Tor (1999), The user illusion. Cutting consciousness down to size, Penguin Books, New York.
[4]: GAZZANIGA, Michael S. (1999), El pasado de la mente, páginas 93-94 y 215.