Avenida de «La Raza»

Debo confesar que no lo sabía, que soy un ignorante, que había fundado mi juicio sobre premisas erróneas, que estaba equivocado, en suma.

Déjenme que les explique.

Verán, yo siento una especial aversión hacia la palabra «raza» aplicada a la especie humana. Es una aversión liminal, casi apriorística, si aparece la palabra «raza» en algún discurso mi ánimo cambia inmediatamente y me pongo en guardia frente a quien esgrime tal concepto. Es casi irracional pero, en general, no suele fallar: quienes manejan el concepto de «raza» (sea esto lo que sea) en sus reflexiones sobre los asuntos humanos, suelen acabar derivando siempre hacia las tenebrosas costas de un cierto tipo de pensamiento sustentado por un oscuro cabo austríaco de la primera guerra mundial.

Con lo dicho no se extrañarán de que, de todas las calles y avenidas de Sevilla, ninguna me resultara tan desagradable y tan impropia de una ciudad tan humana como esa vía llamada «Avenida de la Raza».

Recuerdo ir conduciendo y preguntarme ¿Qué coño me estarán queriendo decir con ese nombrecito? ¿Avenida de la Raza? ¿De qué raza? ¿Pero es que en España no sabemos todos que somos como los perros callejeros, unos mil leches producto de los cien pueblos y pueblas que han pasado por la península ibérica a lo largo de la historia?

La raza… ¡menuda raza! desde que neandertales y cro magnones habitaban la península hace más de 30.000 años por aquí han pasado todos: los de los campos de urnas, los indoeuropeos, los iberos, los celtas, los fenicios, los griegos, los carthagineses, los romanos, los suevos, los vándalos, los visigodos, los árabes, los gitanos, los judíos, los alemanes de Mallorca, los ingleses de Magaluf y hasta magyares como Kubala y Puskas.

¿Raza dice usted? ¿Avenida de «La Raza»? Deje que me descojone, caballero.

No podía evitarlo, créame, si viajaba con algún amigo que no conocía Sevilla procuraba evitar por todos los medios que reparase en tan odioso nombre de forma que, si era preciso, daba un rodeo para evitar meterle por esa avenida.

A mi lo de «Avenida de La Raza» me traía a la memoria lo del «Día de La Raza», nombre que en mi infancia algún «falangista valeroso» aplicaba al la festividad del 12 de octubre, día que, por aquellos tiempos, se conocía como el «Día de la Hispanidad», un nombre que a mí me caía bien y que no entendía que nadie quisiera sustituir por el, a mi juicio repulsivo, nombre de «Día de la Raza».

Pero ya se lo dije al principio, me equivoqué, porque soy un ignorante, porque desconozco muchas cosas y porque a menudo juzgo demasiado rápidamente.

No digo que quienes utilizaban entonces e incluso ahora la expresión de «La Raza» no lo hiciesen con una intencionalidad ideológica digna de un cráneo fraguado con hormigón de búnker berlinés, lo que digo es que, cuando le pusieron el nombre a esa avenida, por la mente de quienes lo hicieron no pululaba ninguna de las ideas que yo, prejuiciosa mente, les atribuía.

La existencia en Sevilla, junto al Parque de María Luísa, de un «Monumento a La Raza» inaugurado en 1929 debió hacerme sospechar. El monumento, una especie de mural, luce unos versos del poeta nicaragüense Rubén Darío que dicen textualmente:

«Ínclitas razas ubérrimas,
sangre de Hispania fecunda,
espíritus fraternos,
luminosas almas, ¡salve!»

Total ná, «razas ubérrimas», «Hispania fecunda», «espíritus fraternos», «luminosas almas»… Rubén Darío no podemos decir que se quedase corto, no… Pero ¿qué significa todo esté galimatías?

Mi desconcierto alcanzó niveles máximos cuando descubrí que, en países americanos como Honduras, aún se celebra el «Día de la Raza» así, con este nombre. Al conocer ese dato me quedé petrificado de piedra basáltica del volcán Popocatéptl.

Y fue bueno que me quedase de piedra de este volcán mexicano porque de México llega la explicación más plausible de todo esté galimatías de la mano —o mejor dicho de la pluma— del principal intelectual de la Revolución Mexicana, es decir, de Don José Vasconcelos y Calderón.

Resulta que esté prolífico autor, verdadero apóstol de la educación de su estado, hombre que había ocupado relevantes puestos públicos en el gobierno mexicano y que fue incluso aspirante a la presidencia de la república, es el principal responsable de este asunto de «La Raza» que, como verán, es justamente todo lo contrario de lo que parece.

En el pensamiento de Vasconcelos los conceptos exclusivos de raza y nacionalidad debían ser trascendidos en nombre del destino común de la humanidad. Este pensamiento tuvo su origen en un movimiento de intelectuales mexicanos de la década de 1920, que apuntaron que los latinoamericanos tienen sangre de las cuatro razas primigenias del mundo: roja (amerindios), blanca (europeos), negra (africanos) y amarilla (asiáticos): la mezcla entre todas ellas da como resultado la aparición de una quinta y última, la más perfecta y sublime. Resulta, pues, que «La Raza» a la que se refería el cartelito de la calle y el poema de Rubén Darío es justo a la nuestra, a la de los perros callejeros, a la de los «mil leches». La Raza de la que habla Vasconcelos es la raza de los antirracistas, de la de los mestizos, de la de todos en realidad porque, en el fondo, todos los seres humanos somos eso, mestizos (¡Coño, si hasta tenemos un 2% neandertal!).

Según Vasconcelos la América hispana es la suma de toda la humanidad, el punto culminante de su historia: América es donde se combina la hispanidad europea (síntesis de celtas, iberos, romanos, germanos) con «el espíritu contemplativo» del indio americano, «la sensualidad» del africano y «el sentido de unidad colectiva» del asiático. ¡Toma candela, Manuela!

Y a esta raza que no es raza, a esta raza antirracista, Vasconcelos (a quien ciertamente no le faltaban palabras) la bautizó nada menos que como «La Raza Cósmica» y se tiró el folio de publicar en Madrid, en 1925, un ensayo titulado así: «La Raza Cósmica».

Es así como se entiende que Rubén Darío, en el monumento a la raza de Sevilla, hablase de «Ínclitas razas ubérrimas» (en plural) y de «espíritus fraternos». Mientras que cualquier filósofo centroeuropeo con cráneo de hormigón y acero hubiese hablado del «Volkgeist» y de otras ideas de bigotito recortado, aquí, el Darío y el Vasconcelos, se tiraron un pegote verdaderamente cósmico:

—¿A nosotros nos váis a hablar de razas? ¡Tirad pal búnker, esjraciaos!

No creo necesario aclarar que este post no pretende ser del todo científico y que algo de ironía hay en él, tampoco pretendo saberlo todo sobre el pensamiento del recién descubierto por mí Vasconcelos y sobre su delirante idea de la «Raza Cósmica», de hecho, ya lo dije al principio, debo confesar que todo esto hace poco no lo sabía, que soy un ignorante, que había fundado mi juicio sobre premisas erróneas y que quizá también lo esté haciendo ahora.

Quiero decirles que siempre puedo estar equivocado, en suma.

En la foto del post Don José Vasconcelos, un tipo tan «racial» que consiguió en su tiempo que todos los ingresos del petróleo obtenidos por México se dedicasen a educación y creó escuelas en aquel país a un ritmo de mil al año. Eso sí es raza de la buena.

De todas partes un poco

Los seres humanos manifestamos una perceptible inclinación hacia la «pureza» y es comprensible, percibir sabores puros (dulce, salado, amargo, umami…) es más sencillo que distinguir todos los complejos matices de un plato de alta cocina.

Sin embargo, los seres humanos somos mestizos, irremediablemente mestizos y en ese mestizaje está nuestra grandeza. Ocurre, sin embargo, que, a los imaginadores de identidades, siempre les han gustado más las identidades puras que las mestizas.

Fíjense, por ejemplo, en el caso de México. Las últimas pruebas de ADN realizadas entre la población mexicana demuestran que el 50% de sus genes son americanos mientras que algo más del 45% son europeos, el pequeño porcentaje restante corresponde a ADN de origen africano y, en mucha menor medida, a otros orígenes. Esta mezcla, curiosamente, se da incluso en las comunidades más aparentemente «indígenas» del país.

En España, recientemente, se ha descubierto que nuestro ADN por vía paterna es de origen indoeuropeo porque, en algún momento del pasado, este pueblo —cuyo idioma está en el origen de casi todas las lenguas europeas— llegó a la península y acabó con la población masculina autóctona mezclándose con la femenina.

No imagino a ningún español (aunque siempre hay una mata para un tiesto) reivindicando su pasado autóctono y tratando a esos malvados indoeuropeos como repugnantes invasores. Somos sus hijos, es la historia, no podemos ni debemos hacer nada a estas alturas.

Y si genéticamente todos los seres humanos somos mestizos, también lo somos culturalmente aunque, como en el caso de los sabores, seamos incapaces de distinguir la procedencia de cada uno de los millones de matices que componen nuestra cultura.

Hoy mientras contaba una anécdota de hace años he hablado del posible origen carthaginés del nombre de Barcelona. Ha sido una boutade.

Los rastros fenicios en la toponimia mediterránea (y recordemos que los carthagineses eran fenicios) son numerosísimos como lo son los rasgos culturales y religiosos. Me explico.

Los fenicios dieron al mundo una de las invenciones más admirables de la especie humana: el alfabeto. Mientras egipcios y mesopotámicos usaban complejos sistemas silabario-ideográficos los fenicios utilizaban un sistema sencillo de signos que representaban sonidos. El sistema era tan simple que incluso prescindían de escribir las vocales comprendiendo que la carga semántica de las palabras está en las consonantes y no en las vocales. Compruébenlo.

Si yo escribo «BRCLN» usted no tardará en entender que muy probablemente estoy refiriéndome a BaRCeLoNa; sin embargo, si escribo solo las vocales «AEOA», sospecho que usted jamás podrá estar seguro de lo que quiero decir. Es por eso que los fenicios decidieron escribir sin vocales y, a día de hoy, lenguas como el hebreo, el árabe y en general las lenguas semitas, siguen escribiendo sin vocales, aunque con el tiempo han ido incorporando signos especiales.

Esta incorporación se debe a que, cuando no conocemos el sonido de la palabra escrita, podemos entenderla pero no estamos seguros de como la pronunciamos lo que puede dar lugar a dudas; pongamos el ejemplo que me vino a la cabeza cuando pensé en Barcelona.

Al general carthaginés Amílcar le apodaban «Barca», según los textos que nos han llegado pero ello no es exactamente así. Un carthaginés sólo usaría consonantes que, transliteradas, serían «BRC». Pero ¿cómo suena BRC?.

Por los textos cananeos, fenicios, hebreos y arameos sabemos que «BRC» significa algo así como «rayo» pero en los textos antiguos encontramos esta secuencia BRC con muchas y diferentes pronunciaciones; así, por ejemplo, encontramos en la Biblia al profeta BaRuC, discípulo de Jeremías, pero BRC también se puede pronunciar BaRCa o puede dar lugar a un nombre famoso en los Estados Unidos actuales BaRaK (Obama). El alfabeto fenicio y su familia de alfabetos afines (hebreo, arameo, árabe…) era eficaz pero si las palabras no se pronunciaban podía olvidarse su significado y este es el caso del nombre de Dios cuyas consonantes conocemos perfectamente (YHWH) pero, al no pronunciarse su nombre, a día de hoy desconocemos cómo se pronuncia en realidad de forma que, poniendo las vocales de nuestra preferencia, lo mismo nos sale YaHWeH que YeHoWaH.

La falta de consonantes no sólo provoca dificultades de pronunciación sino que, a veces, genera ambigüedades. La secuencia MLK significa habitualmente «rey» y encontrarán numerosos ejemplos en la literatura antigua, por ejemplo en la Biblia en personajes como MeLKisedek, abiMeLeK, o en Fenicia con dioses como MeLKart, el cual, literalmente traducido, significa «el Rey» (MLK) «de la ciudad» (KRT). Sin embargo, al menos en torno al año 900AEC MLK (pronunciado MaLaK) significa también «caravana» de forma que si llega una MLK a Israel desde el Reino de Saba, tendremos dudas de si lo que llega es una caravan o una reina ¿me siguen?.

Estas ambigüedades las solucionaron los griegos utilizando como vocales las letras del alfabeto fenicio que no se usaban en griego y así, el alfabeto fenicio con unos cuantos retoques griegos pasó a ser el alfabeto sobre el que la mayor parte de la humanidad ha construido su cultura. Hebreos y árabes solucionaron las ambigüedades usando de pequeños signos que aclaran exactamentea pronunciación y fue así como los viejos judíos masoretas nos transmitieron los textos más cercanos al Antiguo Testamento que aún hoy usamos.

Pero los fenicios siguen aquí, si miras el nombre ze mi ciudad KRT HDST verás la secuencia KRT que significa ciudad y que ya vimos en MeLKaRT (el dios). HDST significa «nueva» y esa H de HaDaST es la que yo, por puro amor a mi ciudad y su historia, mantengo al escribir Carthago o Carthaginés.

La secuencia KRT la encontrarás en muchos lugares del Mediterráneo como también encontrarás la secuencia GDR (la «muralla», el «muro») que da nombre a la lugares como Gadir (Cádiz), Agadir, etc.

Los fenicios, los cananeos, viven entre nosotros y hasta el dios padre cananeo «El» sigue presente en los nombres que llevamos los españoles (MiguEl, RafaEl, GabriEl, Elias…) y las españolas (IsabEl, Elisa…). Ángeles, Leviathanes, infiernos y demás ideas cananeo-mesopotámicas siguen viviendo entre nosotros aunque somos incapaces de distinguirlas y es que son ya tan parte de nosotros que somos hijos de ellas.

Somos irremediablemente mestizos y si hubiésemos de señalar dónde está nuestra patria —la tierra de nuestros padres— probablemente habríamos de señalar a todas las partes del mundo.