Todo por la patria

Cuando los franceses le cortaron el cuello al rey y tuvieron que buscar una legitimación para el poder distinta de la de dios eligieron la nación.

La soberanía radica en la nación pero… ¿qué es una nación?

La nación es solo una invención ideológica pero, de entre todas las invenciones humanas, la nación —quizá solo superada por los dioses— ha sido la justificación para las mayores atrocidades y, sin embargo, tras doscientos años de existencia y a pesar de su acientífica naturaleza, la nación está tan presente en nuestras vidas que somos incapaces de entender el mundo sin ella.

Los campeonatos del mundo de fútbol se celebran «por naciones», si Fernando Alonso ganase este domingo en Montmeló se izaría en los mástiles la bandera de España y sonaría en la megafonía la vieja marcha granadera, actual himno de España. Hablamos de las naciones cual si fuesen entes reales y vivos que nos exigen dar o quitar la vida por ellas y siempre alrededor de ellas aparecen una serie de adalides-sacerdotes dispuestos a enseñarnos lo que es ser español, catalán, vasco o francés. Son como los sacerdotes del dios, portavoces frente a la comunidad de lo que el dios desea; estos nuevos sacerdotes —patriotas dicen ellos— definen la patria, le otorgan características y deciden qué es y qué no es patriótico.

Cambiaron a dios por la nación pero los modos y maneras de proceder permanecieron. Por dios se muere y se mata y por la patria también.

La nación, una especie de personaje inmortal que siempre ha estado presente a lo largo de la historia aunque no lo viésemos, atraviesa con los siglos con una facilidad que asombra.

«Historia de la Región de Murcia» leo como título de una magna obra y, cuando abro el primer tomo, veo que empieza por la prehistoria. What????

No, la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia es una construcción política que no alcanza a cumplir 50 años; la Región sólo unos cuantos más y cualquier reino o entidad que llevase el nombre de Murcia solo unos cuantos siglos más. Pero no, los iberos ni sabían lo que era Murcia ni sabían siquiera qué palabra era esa; Leandro, Isidoro, Fulgencio y Florentina desconocían absolutamente ninguna realidad que se llamase Murcia —simplemente no existía— y no puede haber una Historia de Murcia en época romana por idéntica razón. Y esto que digo de Murcia lo puedo decir de España, Francia o Inglaterra ¿O es que acaso, Séneca o Trajano eran españoles? ¿Era Viriato español? ¿Acaso los numantinos o los saguntinos murieron defendiendo España?

Sí, sé lo que me van a decir, es solo una forma de hablar… Pero no, no es una forma de hablar. Ayer sin ir más lejos vi a un historiador sosteniendo la superioridad española frente a los franceses pues César derrotó «a los franceses» en un plis-plas.

Los estados y los partidos políticos buscan cultivar «la identidad nacional» y, en lugar de ponderar la infinitud de rasgos que hace iguales a todos los seres humanos, lo que hacen es exagerar y exacerbar diferencias que, vistas desde la lejanía, son ridículas: si este baila la jota o aquel la sardana, si este come el cocido tomando primero la sopa o al final, y de cosas como esta extraen la disparatada conclusión de que esto les autoriza a sentirse distintos y a construir estados propios con los que trazar rayas en suelos donde nunca las hubo (que es el caso del mundo entero).

Pero esa idea vende, esa forma de construir un nosotros y un ellos aunque sea solo con fundamento en los colores de un club deportivo, esa forma de sentir que perteneces a una comunidad tranquiliza a esos espíritus, la mayoría, que no sabrían caminar solos.

Y no me entienda mal, las diferentes culturas crean formas de ser, costumbres y hábitos mentales. Si usted me pregunta a mí le diré que soy español y que sintiéndome español es como me entiendo. Sin embargo no creo que ser español, o francés, o católico, o protestante, o catalán, o bretón, confiera a nadie ningún derecho de naturaleza política.

Alemanes y franceses hubieron de invertir varios millones de vidas humanas para entender que en realidad no eran enemigos sino aliados y que un muerto francés y un muerto alemán no se distinguen en nada.

Vivimos en un mundo que nos educa en la competitividad, en la diferencia, en la división. Y a mí me parece que en este tipo de mundo lo que no hay es educación.

Si el ser humano ha alcanzado las cotas de desarrollo que ha alcanzado no ha sido compitiendo sino cooperando (a veces incluso a su pesar) pero a eso no parece que dediquemos tanto esfuerzo ni nos produzca tanta emoción como la competencia. De hecho, si existen animales, si existimos los humanos, es porque en algún remoto momento de la historia del planeta tierra dos células cooperaron y formaron los seres eucariotas. Cada vez que miramos una célula animal al microscopio estamos viendo un prodigio de cooperación y de creación de vida pero eso no se cuenta.

En fin, que del mismo modo que a finales del siglo XVIII se cortó la cabeza al rey y se mató a dios como legitimador del poder, en algún momento alguien acabará decapitando ese relato al que llamamos nación y el futuro nos verá tan insensatos como aquellos que dieron la vida por wl dios RA en combate. Esperemos que, cuando la humanidad acabe con este relato, sea capaz de sustituirlo por algún otro menos cainita.

Los malos relatores

En apenas 70.000 años el ser humano —homo sapiens— ha conseguido extenderse por todo el planeta y le han bastado los 10.000 últimos para dominarlo y causar en él un impacto mayor que el del asteroide que acabó con los dinosaurios. Los ejemplares de Sapiens de hace diez mil años apenas si formaban bandas de cazadores-recolectores cuya vida difería poco de los yanomamo o bosquimanos actuales; sin embargo, desde la aparición de la agricultura, sapiens ha sido capaz de crear imperios, abandonar el tallado del silex que le ocupo durante decenas de miles de años y descubrir las tecnologías del bronce, del hierro o del coltán, explotar el poder de energías térmicas, eléctricas o nucleares y dominar por completo el planeta tierra hasta convertirse a sí mismo en la principal amenaza para su propia supervivencia y la del planeta en que vive.

¿Cómo ha podido suceder esto?

La herramienta que sapiens ha utilizado para alcanzar todos estos logros se llama cooperación. Ni más fuerte, ni más rápido, ni probablemente tan listo como se imagina a sí mismo, sapiens estuvo a punto de desaparecer como especie hace unos 70.000 años1 debido a su debilidad. Cuesta trabajo imaginar que, en ese momento, apenas sobreviviesen en todo el planeta unos 2.000 seres humanos de los cuales todos descendemos, pero los análisis genéticos demuestran que así es. Sin embargo, 68.000 años después, aquel débil animal bípedo no tiene más rival sobre la tierra que él mismo y, si algún peligro le amenaza, este se deriva de su inesperado éxito como especie y de su brutal capacidad para alterar el ecosistema que lo aloja2.

A lo largo de los últimos veinte mil años, sapiens ha pasado de cazar con armas de sílex a explorar el sistema solar con naves espaciales y no parece que ello se deba a un aumento de nuestra inteligencia (de hecho, en la actualidad nuestro cerebro parece ser menor que hace 20.000 años)3.

El factor decisivo en la conquista del mundo por nuestra especie fue la asombrosa capacidad de sapiens para conectar entre sí a muchos individuos de su misma especie. Si sapiens domina hoy el planeta es porque ha demostrado una capacidad sin parangón de crear formas flexibles de cooperación.

Supongo que algún lector me dirá que, hormigas, abejas y termitas también cooperan en sumo grado; a lo que tendré que responderle que, aparte de otros factores, sus formas de cooperación son rígidas y carecen de flexibilidad. Una colmena no puede decidir cambiar de forma de organización, guillotinar a la reina y constituirse en república para enfrentarse a un cambio de circunstancias del entorno; el ser humano, en cambio, es capaz de reprogramar las formas de cooperación de sus sociedades y hacer frente de forma mucho más flexible a las amenazas.

¿Cómo programan y reprograman las sociedades de sapiens sus estrategias de cooperación? Pues, por extraño que les parezca, a través de cambios en unas entidades específicas de un software único y propio del ser humano: las ficciones.

Mientras sapiens fue cazador-recolector y sus comunidades apenas superaban unas pocas decenas de individuos la cooperación entre ellos no precisaba de un uso intensivo de las ficciones pero, con el advenimiento de la agricultura y la formación de las primeras civilizaciones, las ficciones demostraron su enorme capacidad de mejorar la cooperación humana hasta extremos nunca vistos hasta ese momento.

Estas ficciones son entidades intersubjetivas, creídas por todos los miembros de la comunidad y que están fundadas en relatos que, asumidos por todos, dan sentido a la vida de cada uno de los individuos que componen la comunidad y les imponen códigos de conducta que fomentan la cooperación. En Sumeria, el dios Enlil o la diosa Inana eran entidades tan reales como para usted hoy lo son la Unión Europea o el Banco de Santander y determinaban la conducta de los habitantes de aquellos territorios en la misma forma que a usted se la determinan las dos últimas entidades citadas.

Religiones, ideologías, sistemas de valores, naciones, corporaciones, son ficciones, entidades intersubjetivas, que condicionan y determinan las conductas de quienes las asumen como reales y que, por lo mismo, se han revelado como formidables herramientas para la promoción de la cooperación en las sociedades humanas.

Quizá una de las ficciones más exitosas sea la del dinero. Nacido en Sumeria —las civilizaciones son inseparables de estas ficciones— el dinero es una de las ficciones más omnipresentes en todo el mundo desarrollado. Sin más valor que la confianza que tenemos en que otros seres humanos lo valoren como nosotros, muy a menudo olvidamos que el dinero no es más que una ficción, que en realidad no se trata más que de trozos de papel y que, como dicen que dijo el jefe indio Seattle, no tiene más valor que el los hombres blancos le atribuyen porque, en realidad, «el dinero no se come».

Los sumerios, con su fe en que Enlil e Inana eran entidades reales, les adoraban, les rendían tributo y les hacían donaciones confiando en que estos dioses les protegerían a ellos y a sus seres queridos. Enlil e Inana, además, daban sentido a la vida de los habitantes de Sumeria pues estos pasaban a formar parte del relato, del drama cósmico, que explicaba la creación del mundo, la existencia del hombre y les indicaba el comportamiento adecuado al sentido de aquel cosmos. Se podía incluso ir a la guerra y morir siguiendo los deseos de Enlil o Inana, una actitud repetida durante 10.000 años por sapiens, si bien, ficciones como Enlil o Inana han sido sustituídas por otras ficciones tales como el Faraón, el Papa, los reyes o las patrias.

Si bien se observa, todas las civilizaciones y sociedades humanas no son más que grupos mayores o menores de sapiens que comparten intensamente un relato y lo asumen como cierto y es así como religiones, ideologías, imperios, patrias y corporaciones mercantiles, han hecho cooperar a los seres humanos para la consecución de unos determinados objetivos. Es así como se construyeron zigurats, pirámides, catedrales, arsenales nucleares y naves espaciales. Cuando decimos que «los Estados Unidos han llegado a la luna» o que «Alemania declaró la guerra a Francia» sentimos que estamos diciendo algo muy real y, sin embargo, no estamos hablando más que de ficciones que sólo existen en nuestras mentes.

Si quieres saber si estás ante una ficción o una realidad no tienes más que preguntarte si siente dolor. Si observas que una entidad sufre cuando la golpean, llora cuando alguien muere o se acongoja cuando ve cómo una familia es expulsada de su vivienda a causa de la pobreza, no te quepa duda, estás ante una entidad real, hay todavía ante ti un individuo sapiens; porque las ficciones no lloran ni sienten y sólo en los relatos la patria llora por sus hijos, Enlil o Inana cuidan de sus fieles o el Banco de Santander nos «da» dinero.

No desprecies las ficciones, por ellas matan, mueren y viven las personas; por ellas trabajan y son ellas las que determinan si la vida de las personas es correcta o incorrecta, moral o inmoral, honrada o delictiva. Y no te confundas, tanto da si tu relato empieza afirmando que no hay más dios que Alá y que Mahoma es su profeta; como si comienza diciendo que crees en un solo Dios, Padre, Todopoderoso; como si proclama que consideramos evidentes por sí mismas las siguientes verdades: que todos los hombres han sido creados iguales; que el creador les ha concedido ciertos derechos inalienables y que entre esos derechos se cuentan: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Aunque usted sea marxista y su ideología no tenga dios no por ello deja de ser una ficción semejante a las religiones, pues no son los dioses, sino los hombres, los que crean las religiones.

Es por eso que tenemos que cuidar quién determina los relatos que programan los comportamientos de la sociedad. Hoy que los que defienden un determinado relato de España están en la calle frente a otros que defienden el relato muy concreto de otra ficción llamada Cataluña, trato de pensar en todo esto y trato de impedir que estos «relatores» impongan sobre mí sus relatos interesados.

Yo, que participio intensamente de otra de estas ficciones y soy español de religión, siento que no participo del relato de casi ninguno de estos «relatores» oficiales. Que quizá el credo de mi religión yace enterrado en una fosa ignorada en Alfacar junto con los cadáveres de dos toreros anarquistas, un maestro de escuela y un poeta homosexual. Siento que quizá mi relato de España fue tiroteado en la Calle del Turco o derrotado por los Cien Mil Hijos de San Luís y siento que, sin duda alguna, mi relato de España no es el mismo del que creen ser propietarios algunos que invocan la validez de esta ficción mientras hacen tremolar banderas.

Sí, los relatos son importantes, pero me niego a permitir que mi relato lo escriban los Torra, Sánchez, Rufián, Casado, Puigdemont, Abascal, Junqueras, Iglesias o Rivera. Vengo de un credo escrito por gentes como Homero, Virgilio, Horacio, Isidoro, Berceo, Manrique, Martorell, Calderón, Cervantes, Góngora, Quevedo, Rosalía o Maragall, entre otros muchos; a estas alturas no voy a dejar que mi relato lo escriban gentes zafias, de doctorado o máster comprado y movidas en exclusiva por el afán de poder. Si he de embriagarme de ficción al menos que el vino sea bueno y los relatos de calidad.

Vivamos con intensidad nuestras ficciones, no hay nada más humano, pero, por favor, saquemos de nuestras vidas a los malos relatores.


  1. El ser humano estuvo al borde de la extinción. Diario de León. ↩︎
  2. Para hacernos una idea del impacto que sapiens ha tenido en el ecosistema global podemos tener en cuenta que, en la actualidad, más del 90 por ciento de los grandes animales del mundo (es decir, los que pesan más que unos pocos kilogramos) son o bien humanos o bien animales domesticados. Así, por ejemplo, en la actualidad unos 200.000 lobos salvajes todavía vagan por la Tierra, pero hay más de 400 millones de perros domésticos. El mundo es hogar de 40.000 leones, frente a 600 millones de gatos domésticos, de 900.000 búfalos africanos frente a 1.500 millones de vacas domesticadas, de 50 millones de pingüinos y de 20.000 millones de gallinas. Desde 1970, a pesar de una conciencia ecológica creciente, las poblaciones de animales salvajes se han reducido a la mitad (y en 1970 no eran precisamente prósperas). En 1980 había 2.000 millones de aves silvestres en Europa. En 2009 solo quedaban 1.600 millones. En el mismo año, los europeos criaban 1.900 millones de gallinas y pollos para producción de carne y huevos. (Vid. Y.N.Harari. (2016). Homo Deus: breve historia del mañana. Editorial Debate. Posición 1269. Documento de Kindle ASIN B01JQ6YNRE.) ↩︎
  3. Christopher B. Ruff, Erik Trinkaus y Trenton W. Holliday, «Body Mass and Encephalization in Pleistocene Homo», Nature, 387, 6.629 (1997), pp. 173-176; Maciej Henneberg y Maryna Steyn, «Trends in Cranial Capacity and Cranial Index in Subsaharan Africa During the Holocene», American Journal of Human Biology, 5, 4 (1993), pp. 473-479; Drew H. Bailey y David C. Geary, «Hominid Brain Evolution: Testing Climatic, Ecological, and Social Competition Models», Human Nature, 20, 1 (2009), pp. 67-79; Daniel J. Wescott y Richard L. Jantz, «Assessing Craniofacial Secular Change in American Blacks and Whites Using Geometric Morphometry», en Dennis E. Slice, ed., Modern Morphometrics in Physical Anthropology: Developments in Primatology: Progress and Prospects, Nueva York, Plenum Publishers, 2005, pp. 231-245. Citados por Y.N.Harari en op. cit. Posición 2319. ↩︎