Darwin y los memes

Leo en el muro de una amiga de Facebook que hoy es el aniversario del nacimiento de Charles Darwin, probablemente el científico más inspirador de la última centuria para quienes se ocupan del estudio de los seres vivos.

Pero también de entidades no vivas, me explicaré.

Charles Darwin nos enseñó que allá donde hay herencia y mutación hay evolución y que se perpetúa aquella mutación que ofrece a quien la incorpora un mayor éxito reproductivo.

Pero eso no ocurre solo con los seres vivos.

Hay entidades que se replican no por sí mismas sino parasitando o invadiendo a otros seres vivos. Es el caso de los virus, seres difícilmente clasificables como vivos, que se reproducen no por sí mismos sino invadiendo células donde replicar su código genético; pero yo no hablo de ellos.

Yo hablo de otras entidades que se replican colonizando a otros seres vivos, concretamente los seres humanos.

Pruebe usted a cantar una canción pegadiza, instintivamente otras personas a su alrededor la cantarán, puede que hasta se obsesionen y canten la canción de forma maníaca. El hecho de que una canción salte de un cerebro a otro hace que la canción, una sucesión inerte de sonidos, se replique y perviva hospedada en el cerebro de quienes la cantan. La canción se replica merced a esa peculiar calidad de sus sonidos que provocan a quienes los escuchan a reproducirlos.

La canción se reproduce (se canta) se propaga entre quienes la oyen (están en contacto con ella) que se «contagian» de ella y la reproducen a su vez (la replican) con más o menos exactitud o afinación (mutaciones) las notas que la componen.

En general las mutaciones son perniciosas pero puede ocurrir que alguna de ellas tenga éxito y haga que quienes escuchen la canción con mutaciones sientan más ganas de cantar esa versión que la original, de modo que la canción mutada tenga más éxito replicativo que la versión origina que irá cayendo en el olvido hasta morir.

Ya lo dijo Darwin, si hay herencia y mutación acabará funcionando la evolución y triunfará aquella entidad que tenga mayor éxito reproductivo. Si quieres un buen ejemplo de esto puedes examinar la historia del archifamoso villancico «Jingle Bells» comparando su partitura original con la versión que, hoy, todos conocemos.

Pero eso no pasa solo con las canciones sino con cualquier idea, credo político o religioso, construcciones mentales (informacionales) que sólo existen en el cerebro humano y cuya existencia depende de su capacidad de replicarse en otros cerebros. Para las ideas, para los credos, para las ideologías, la muerte es el olvido. Las entidades informacionales mueren cuando dejan de replicarse por ello sólo llegan a nosotros aquellas mutaciones de cada ideología que encuentra en cada momento un mayor éxito replicativo.

No es de extrañar que las religiones cuiden especialmente a su idea generatriz («Amarás a Dios sobre todas las cosas») o los credos políticos sus dogmas fundacionales («Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…») y es normal, solo se replican las ideas que impulsan su replicación del mismo modo que la vida solo premia la vida.

Hoy se habla con naturalidad de «memes» y de «volverse viral» pero sospecho que la mayoría de los que lo hacen desconocen que «meme» es una expresión que inventó Richard Dawkins parodiando a «gene» (la forma inglesa de «gen») para referirse a esas entidades informacionales que se comportaban como si fuesen genes.

No un «meme» no es un chiste ni un dibujito, es un concepto mucho más complejo aunque, comi es difícil de explicar, la evolución ha hecho que haya proliferado un significado que no es sino una grosera mutación de su sentido originario pero que, como a nadie escapa, goza de un mayor éxito replicativo entre los cerebros a colonizar.

Entender la información (y por ende la sociedad de la información) es una tarea compleja y apasionante a la que no muchos —a salvo de unas élites no siempre bienintencionadas— parecen querer dedicar tiempo.

En todo caso tal tarea sería imposible sin Darwin.

El sueño del paramecio

Últimamente pienso mucho en el paramecio y en sus peripecias vitales.

Sí, como lo oyen, la vida de este animal unicelular, cazador sin cerebro ni sistema nervioso pero de intensa y compleja vida sexual, me resulta apasionante. Si usted no conoce al paramecio está usted perdiendose un capítulo esencial de la vida, la filosofía y hasta de la teología, así que, por su bien, siga leyendo.

Creo que, de principio, podemos estar todos de acuerdo en que el paramecio no es un animal que tenga conciencia de su individualidad; carente de nada parecido a un cerebro, cuesta trabajo imaginarlo realizando profundas reflexiones filosóficas sobre el yo, el ello, el ser y la nada. Si ya es difícil observar ese tipo de reflexiones en la mayoría de los seres humanos, creo que podemos estar de acuerdo en que el paramecio tampoco debe de gastar mucho tiempo en esto, aunque…

Si observamos cazar al paramecio podemos llegar a la conclusión de que tiene una clara percepción de sí mismo porque, cuando crea flujos de agua con sus cilios para atraer bacterias a su boca, cuida muy mucho de acercarlas precisamente a «su» boca y no a la de ningún otro paramecio, lo cual implica que, de alguna manera, se distingue a sí mismo de los demás. Del mismo modo, cuando decide reproducirse sexualmente y «conjugarse» con una paramecia, cuida de ser él y no otro el que conjugue el verbo en todos los tiempos y modos precisos, lo que debe llevarnos al convencimiento de que el paramecio prefiere conjugar en primera persona (yo) que ejercitarse de sujetavelas o carabina paramecial.

Llegados a este punto debo aclarar que usar el lenguaje con desdoblamiento o tripartición es tan erróneo como innecesario en este asunto: ni hay paramecios, ni paramecias, ni paramecies… Aquí todos son iguales y cuando se conjugan (así se llama técnicamente a la coyunda en el mundo paramécico) no existe eso que los científicos llaman el «dimorfismo sexual». Podemos pues, apartar nuestros obsesivos problemas político-sexuales de la vida del paramecio y centrarnos en lo que de verdad nos importa:

¿De dónde le vienen las ganas de coyunda al paramecio? ¿por qué el paramecio, cuando caza, lo hace según las enseñanzas de Juan Palomo y caza para él y no para otro? ¿tiene acaso el paramecio conciencia de su individualidad o solo lo parece?

Antes de profundizar en las costumbres gastronómico-sexuales del paramecio es importante que sepamos cómo la naturaleza y la vida resuelven los problemas que se le plantean,
pues, muy a menudo, interpretamos muy mal la forma en que lo hacen. Trataré de poner un ejemplo.

Cuando los seres humanos decimos «para» la naturaleza suele decir «porque» y en general ese «porque» tiene que ver con el asunto de la coyunda. Veamos. Cuando un ser humano ve el largo cuello de la jirafa suele pensar: «tiene largo el cuello para alcanzar las hojas altas de los árboles». La naturaleza, en cambio —y suponiendo que el cuello largo tenga algo que ver con las hojas altas— «pensaría» de otro modo: «tiene largo el cuello porque sus padres, al tener largo el cuello, comieron las hojas altas de los árboles y pudieron reproducirse mejor y sacar adelante a sus crías que, como eran descendientes de animales de cuello largo, heredaron esta característica».

La naturaleza, pues, no planea nada ni piensa nada, la naturaleza funciona a base de replicación, herencia y mutación; propone una multitud de soluciones y es el mayor o menor éxito replicativo de cada una de ellas la que determina el resultado final. A esto se le llama «algoritmo genético», una forma de resolver problemas cada vez más imitada por los algoritmos de computación. La coyunda como «deus ex machina» de la vida y la evolución.

Y ahora volvamos a estudiar la vida sexual del paramecio. Y no es que a mí me atraiga mucho la biología kamasutricoparamecial pero, del mismo modo que «Dios se oculta en los pucheros» según decía Santa Teresa, tengo para mí que igual pueden ocultarse en la vida y costumbres del paramecio respuestas teológicas o filosóficas de calado.

Porque vamos a lo que vamos: ¿por qué los paramecios cazan para sí?

Un ser humano respondería que porque es su instinto, la naturaleza seguramente nos diría que porque son descendientes de paramecios que también cazaban para sí.

—Oiga ¿Y por qué no pueden ser descedientes de paramecios que no cazaban para sí?

—Hombre, no me fastidie, los paramecios que no cazaban para sí no comían y a los muertos de hambre la cosa de reproducirse se les pone muy cuesta arriba. Cazar para otro era una estrategia incorrecta en el entorno paramecial de forma que los paramecios que sobrevivieron y se reprodujeron fueron los que cazaban para sí… Sus descendientes heredaron este rasgo y ahora todos los paramecios cazan para sí. ¿Significa eso que los paramecios diferencian el yo del tú? Aparentemente pueden parecer tener conciencia del «yo» pero no se equivoque usted, es un rasgo heredado, el paramecio no es que caza para él porque tiene conciencia del yo, es que el paramecio es así, no le dé vueltas.

—Oiga ¿Y la coyunda sexual?

—Pues le diré, en primer lugar, que los animales que no se dan a la coyunda se extinguen, de forma que puede usted dar por seguro que todas cuantas formas de vida pueblan el planeta son hijas de eso que llamamos «reproducción» de forma que, siendo hijos suyos como somos, habremos heredado de ellos la afición a la coyunda… Y, si no la hemos heredado, no pasa nada, como no nos reproduciremos la próxima generación está garantizado que sentirá una irrefrenable inclinación por el asunto reproductivo.  En segundo lugar debo aclararle que el paramecio no solo se reproduce mezclando sus cromosomas con otro paramecio, también puede reproducirse asexualmente por fisión binaria o mitosis, como muchos otros organismos unicelulares, pero esto hace que la descendencia presente menor variabilidad cromosomática que la derivada de la «conjugación» (reproducción sexual) donde se mezclan en la coctelera cromosomas de dos orígenes distintos…

—¿Y qué ventaja tiene esto?

—Pues que las posibilidades de generar nuevas propuestas de solución a través de la reproducción sexual son mayores ya que las combinaciones cromosomáticas posibles aumentan, de forma que las posibilidades de encontrar soluciones para adaptarse a entornos cambiantes aumentan también… Pero, escúcheme, que tampoco es que la naturaleza haya «pensado» eso, simplemente la reproducción sexual tuvo en determinados entornos un éxito reproductivo notable. Nosotros, los seres humanos, descendemos de seres que, como el paramecio, tuvieron éxito mezclando sus cargamentos genéticos y por eso hemos heredado esta afición a las «conjugaciones».

—Vale, vale, pero ¿a dónde quiere usted llegar con todo esto?

—Pues, me crea o no, yo con todo esto quiero llegar a la creencia humana en el alma.

—Está usted como una chota.

—No le diré yo que no.

Idéntica percepción del «yo» como individuo diferenciado de otros que el paramecio van teniendo otros animales, digamos, más complejos como peces, reptiles, mamíferos e incluso… el ser humano.

Mire, desde aquel primer organismo vivo del que descienden todos los seres vivos y al que los científicos llaman «LUCA» (Last Universal Common Ancestor) hasta el ser humano más inteligente y aerodinámico de la actualidad, todos, absolutamente todos los seres vivos habidos entre él y nosotros, han sido seres vivos que se han reproducido, lo que hace que en los genes de todos los seres vivos del mundo esté escrita esa instrucción de replicarse. Si algún ser vivo carece de ella simplemente no se reproduce y esa inclinación, ese rasgo, no es transmitido a la siguiente generación. Del mismo modo y dado que para reproducirse hay que estar vivo somos descendientes de seres que procuraron sobrevivir al menos hasta el momento de reproducirse de forma que esa percepción del yo, primitiva en el paramecio, está también inscrita en el pez que huye del depredador o el ciervo que compite con otro ciervo por reproducirse.

¿Somos pues algo distinto de lo que la evolución ha hecho de nosotros?

Seguramente es duro de creer pero sospecho que nuestra conciencia de ser un individuo y no un mero conjunto ordenado de moléculas autorreplicantes no es más que una ficción creada en nosotros por la propia naturaleza; una ficción útil para preservar nuestra vida y para tener éxito reproductivo pero, con mucha probabilidad, esa percepción autoevidente a la que llamamos «yo» no sea más que una ilusión. Es verdad que las ilusiones existen y no son irreales, pero sospecho que se acaban cuando despertamos del sueño de la vida.

Desde antiguo muchos filósofos griegos, teólogos orientales, sacerdotes egipcios, gurús hindúes o monjes budistas han predicado un dualismo materia-espíritu que choca con esta visión unitaria de los seres vivos que ahora traigo ante ustedes para su consideración.

Pero ¿qué pasaría si esa dualidad tan asentada no existiese y los seres vivos, incluidos los seres humanos, fuesen una realidad sólo comprensible de forma unitaria?

La vida, la muerte, el alma y el cuerpo tendrían entonces sentidos muy distintos de los generalmente admitidos y nuestra actitud ante las grandes preguntas cambiaría radicalmente.

Y todo por culpa de la actividad sexual del paramecio.

Hay que joderse.

¿Se puede ser propietario de un virus?

La afirmación de que la información tiene un «comportamiento viral» es extremadamente frecuente y suele acompañarse de ejemplos que demuestran que esta se replica, propaga y se acumula mientras no haya obstáculos que se lo impidan o falte la energía. La información, pues, tiene un comportamiento viral y se contagia por replicación de/en medios materiales (genéticos, neurales, electrónicos, etc.).

Visto de éste modo y dicho de forma simple, nuestro comportamiento para con la información no es muy distinto al que tenemos respecto del virus de la gripe. Si deseamos caer enfermos del virus de la gripe nada mejor que ponernos en contacto con una persona infectada por dicho virus para que nos lo contagie; si deseamos, en cambio, que nuestros hijos se contagien del virus de la cultura, nada mejor que ponerlos en contacto con personas infectadas por dicho virus, es decir, con los maestros, y por eso, los mandamos a la escuela.

A contrario sensu, si deseamos no contagiarnos del virus de la gripe, procuraremos alejarnos de las personas enfermas o poner a estas en cuarentena, separadas de la sociedad, para que no nos contagien su mal. Del mismo modo, si deseamos que nuestros hijos no adquieran malas enseñanzas procuramos separarlos de eso que llamamos «amistades peligrosas»; amistades que pueden, en los casos más graves, ser puestas en cuarentena mediante su ingreso en un establecimiento penitenciario.

La metáfora virus-información puede extenderse hasta límites insospechados (en informática, por ejemplo, tenemos toda una panoplia de virus, cuarentenas y vacunas) e incluso en el campo de las ideas políticas se habla de «cordones sanitarios» respecto de las ideas de nuestros enemigos políticos o de «marketing viral» en el mundo de los negocios. Que la información tiene un comportamiento viral es algo que los poderes políticos saben muy bien, de ahí su afición a controlar los medios de comunicación, que no serían, desde éste punto de vista, más que unos eficaces medios de propagación de virus ideológicos.

Finalmente, y por concluir con esta necesariamente simplista reflexión sobre la identidad virus-información, podemos reflexionar sobre como las compañías discográficas pagan a los medios de comunicación (emisoras de radio, canales de televisión) para que difundan las últimas creaciones de sus cantantes o grupos musicales. Todo el dinero que gastan en promocionar estas canciones no tiene otro fin de que inocularnos el virus de la canción que pretenden promocionar, hacer que la conozcamos, que nos infecte, porque así saben que subirá nuestra fiebre, demandaremos esa canción-información y acabaremos pagando nosotros por ella. Saben también que, pasado un lapso más o menos grande y tras un período de febril efervescencia de la canción, comenzará a dejar de interesarnos y finalmente la denostaremos como «pasada de moda», momento en el cual podemos considerar que estamos vacunados contra la misma. Estoy convencido de que éste ciclo de propagación-infección-fiebre-inmunidad musical está perfectamente estudiado por las discográficas y sería un valiosísimo elemento de estudio para una más eficaz regulación legal del sector.

Y si eso es así, como parece que lo es, la consecuencia evidente es que podríamos plantearnos la propiedad intelectual-informacional cual si estuviésemos hablando de la propiedad de virus, momento en el cual descubrimos nuevas y asombrosas similitudes.

Un virus, en términos científicos, no es más que una entidad que que se compone de dos partes: Unos genes (ADN or ARN) que no son más que unas largas moléculas que contienen información genética y una cubierta protectora proteínica que protege esa información. Algunos, además, se envuelven en una especie de sobre lipídico cuando se encuentran fuera de una célula.

Conviene decir que los genes no son seres vivos aunque están al filo de lo que entendemos por seres vivos. Un virus, al igual que la información, para replicarse necesita de una célula huésped. El ciclo vital de un virus siempre necesita de la maquinaria metabólica de la célula invadida para poder replicar su material genético, produciendo luego muchas copias del virus original.

Así dicho un virus se asemeja bastante a un mensaje en una botella lanzada al mar; no es más que una especie de cápsula de información a la deriva y sólo cuando esa botella llega a manos de una entidad capaz de ser inoculada por la información contenida en ella, esa información puede propagarse o replicarse.

Es verdad que los virus mutan a fin de obtener un mayor éxito en su propagación pero no es menos cierto que las ideas también lo hacen hasta que son formuladas de una manera que obtiene éxito en su propagación. Indudablemente Walt Disney logró hacer mutar con éxito los cuentos de los Hermanos Grimm.

Y así las cosas ¿nos dice algo el derecho a propósito de la propiedad o posesión de los virus?

La verdad es que poca cosa, los romanos no conocieron los virus y, como siempre que el derecho romano no anticipa soluciones, las legislaciones actuales suelen perderse en normas extravagantes y de poca coherencia. Lo que parece evidente es que, con arreglo a las normas naturales de adquisición de la propiedad, nadie podría afirmar seriamente que es propietario de un virus desde que el mismo es liberado. Un científico, sin duda, puede tener un virus aislado en su laboratorio y, hasta ahí, afirmar que lo posee pero, una vez liberado, su capacidad de replicación no puede ser controlada y nadie podrá afirmar ya su derecho de propiedad sobre el mismo. O como dijo Gayo en sus Instituta:

S. 67. Así los animales fieros ó salvages, las aves ó los peces…. cogidos…. por nosotros, nos pertenecen mientras permanezcan en nuestro poder. Pero si se escapan y vulven á gozar de su libertad natural, dejan de pertenecernos y pueden ser adquiridos de nuevo por el primero que los ocupe. Júzgase que han recobrado su libertad natural desde el punto en que los perdemos de vista, ó si, aunque los veamos , se han colocado de manera que sea difícil perseguirlos.

En el fondo los virus, como la información, como la vida, tienen una irrefrenable tendencia a la libertad y eso, para nuestro derecho de propiedad, resulta perturbador.