El nacimiento de la nación

Desde antes del 3000 antes de Cristo —y así nos lo cuentan documentos sumerios y egipcios— los seres humanos se habían organizado de una curiosa forma: a su frente, se situaba un líder o rey cuya legitimidad para ejercer el mando provenía sistemáticamente de un designio o derecho divino; es decir, de algún dios, normalmente el Dios de la religión oficial de cada uno de esas organizaciones. Este dios, de alguna forma, generalmente mítico-simbólica designaba al rey quién solía transmitir su legitimidad hereditaria o discrecionalmente. Y así siguió ocurriendo hasta prácticamente 5.000 años después, en torno al siglo XIX de la era común.

Incluso las leyes se dictaban en nombre del Dios y así podemos ver, en el caso del Código de Hammurabi, como es el dios, Samash, quien en lo alto de una montaña, le entrega las normas legales a Hammurabi para que este las publique y haga cumplir y, del misma modo, en la Biblia la historia de Moisés sigue reproduciendo esa inspiración divina de la legislación pues es, como en el caso de Hammurabi, es el propio Dios quien también en la cima de un monte entrega a Moisés lo que él considera que son las leyes justas. Y así, con un mandato humano legitimado por un poder divino, la humanidad se organizó durante prácticamente cinco mil años.

Sin embargo todo esto acabaría en 1793 cuando los revolucionarios franceses decidieron guillotinar al monarca y se dieron cuenta de que, al parecer, ese crimen a Dios no parecía haberle importado mucho. Naturalmente, una vez que el rey estaba decapitado, los revolucionarios debieron preguntarse qué legitimidad tenían ellos para ejercer el poder —ya que no era el derecho divino— y encontraron el expediente legitimador de su capacidad de para el ejercicio del poder en una idea tan indefinible como la del propio dios, uno de los conceptos más peligrosos y que más desgracias ha traído a la historia de la humanidad, cuál es el concepto de nación, un concepto sin el cual, increíblemente, ahora parecemos no poder entender el mundo (incluso la organización mundial más importante se llama de las Naciones Unidas) y este concepto nación, desconocido hasta el siglo XIX, por lo menos desconocido efectos políticos, se ha incrustado tanto en nuestras mentes que es el que se ha convertido en nuclear en el entendimiento del mundo desde hace 200 años, tanto que incluso las competiciones mundiales de fútbol son por naciones.

El concepto de nación era absolutamente irrelevante para un imperio como por ejemplo, el Imperio Romano, donde podían convivir cientos de nacionalidades hablando cientos de idiomas distintos y sin que ninguna de ellas reclamara para sí la legitimidad del ejercicio exclusivo y excluyente del poder sobre un territorio. A partir del nacimiento de la Nación, a partir del establecimiento del concepto de nación como concepto legitimador para el ejercicio del poder, Europa se vio sometida a una serie de convulsiones catastróficas, se fueron creando nuevas naciones al tiempo que otras entidades como el Imperio Austro-Húngaro, el imperio turco y, por lo que a nosotros respecta, la monarquía católica, comenzaron a deteriorarse y a implosionar sobre sí mismas.

En el caso de España (la Monarquía Católica) esta implosión se produjo en una fecha muy concreta, el 19 de marzo de 1812, fecha de la aprobación de la Constitución de Cádiz, que es cuando por primera vez se coloca a la nación española en el centro o como fundamento legitimador del ejercicio del poder.

En España no padecimos los problemas que padecieron los revolucionarios franceses en su tira y afloja contra la monarquía reinante porque en España simplemente Fernando VII y Carlos IV habían desaparecido, habían cedido sus derechos dinásticos ilegalmente a Napoleón y este había entregado la corona de la monarquía católica a su hermano José

Tal disposición, que podía ser admitida en cualquier otra monarquía europea que justificase su legitimidad para el ejercicio del gobierno en un origen divino, no era válida para la monarquía católica porque, desde antiguo y en particular desde los trabajos de la Escuela de Salamanca y los padres Vitoria, Suárez, de Soto, Azpilicueta etcétera, en el caso de la monarquía, sobre todo castellana Dios no transmitía la legitimidad al rey, sino que la legitimidad para l ejercicio del poder la transmitía al pueblo y era el pueblo, luego, quien la delegaba en el rey. Por tanto —y como Fernando VII recordó por carta a su padre Carlos IV— era imposible abdicar en favor de alguien distinto del legítimo heredero de la monarquía católica sin la aprobación al menos de las Cortes y las Cortes nunca habían aprobado esta abdicación que se hizo en Bayona

Pero, dado que los reyes estaban prisioneros en Bayona los constituyentes de Cádiz debieron preguntarse, a falta de Rey y de su legitimación divina, qué legitimación les amparaba a ellos y,  sorprendentemente, hicieron lo mismo que hicieron los revolucionarios franceses: afirmaron que a ellos su legitimidad se la daba la Nación

Es verdad que para entonces nadie sabía exactamente qué era eso de una nación, de hecho los diputados americanos que participaron en la en la redacción de la Constitución de Cádiz lo primero que preguntaron fue ¿y esa nación qué es? y es ahí cuando en las Cortes de Cádiz se da la famosa explicación tautológica de que la nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios.

A esa explicación siguió la pregunta natural de ¿y quiénes son españoles? y la respuesta fue: son españoles los descendientes de españoles o de indígenas o de la mezcla de ambos. Claro, esto para muchos diputados americanos novohispanos sobre todo, pues resultaba chocante; es decir, ¿cómo va a ser español igual que yo un tlaxcalteca que habla un idioma que yo no entiendo y que cuando yo hablo, pues tampoco me entiende a mí? Y debemos recordar que la extensión del castellano como lengua oficial de la República Mexicana no se produce tanto durante los tres siglos de virreinato como durante los dos siglos que posteriormente caracterizaron a la República de México desde la independencia de la monarquía católica

Aún así quedó un concepto de nación que, desde luego, no es el concepto actual de la nación española. La Constitución de Cádiz fue antes la última constitución de un sistema estatal complejo que había estado compuesto por muchos territorios que hablaban lenguas diferentes (Flandes, Italia, territorios americanos, las posesiones en Asia, África y el Pacífico) y que, por tanto, no podía encajar en ese concepto de nación que se estaba imponiendo desde las ideas filosóficas del romanticismo alemán y francés.

Desde ese momento entidades estatales como el Imperio Austrohúngaro o como el imperio turco o como el de la monarquía católica eran ya tan difíciles de mantener o tan imposibles de mantener como por ejemplo lo habría sido el Imperio Romano, un imperio compuesto de multitud de etnias pero que en lugar de estar unidos por una supuesto «volkgeist» por un supuesto espíritu del pueblo tanto más imaginado que real, lo que estaban unidas era por un concepto de ciudadanía y un contrato social que ahora parecía resultar imposible.

La ausencia del rey en 1808-1814 dio lugar a fenómenos extremadamente curiosos pero que son uniformes en todos los territorios de la monarquía católica.

En España, ya que no existía rey, el Estado se organizó según preveían las Partidas; es decir, que en defecto de Rey la soberanía pasaba a los pueblos, no «al pueblo», sino «a los pueblos»; es decir, a las entidades poblacionales y, en consecuencia, muchas ciudades comenzaron a organizarse en juntas extraordinarias para resistir no solo a los franceses, sino para custodiar el trono para el momento en el que volviese Fernando VII y, como los cartageneros, mis paisanos, son como son, pues el 23 de mayo de 1808 crearon ya la junta general de gobierno de Cartagena, probablemente la primera junta de esa especie. Lo mismo se hizo en los en los territorios americanos no dispuestos a permitir ser gobernados por José I a quien no le reconocían legitimidad, así que, desde Buenos Aires a Nueva España se fueron produciendo manifiestos en favor de Fernando VII y constituyéndose juntas para custodiar la corona hasta tanto volviera su legítimo propietario, es decir el felón de Fernando VII. A partir de ahí, los territorios comenzaron a auto organizarse en un sistema de juntas que, cuando se vio que el rey no volvía y sobre todo después de la proclamación de la Constitución de Cádiz que reconocía a la nación y a los nacionales una serie de derechos, produjo un aceleramiento de la historia y un aceleramiento de los procesos que dio lugar a importantes guerras civiles entre partidarios de la legitimidad realista y partidarios de otros intereses o postulados ideológicos que, luego, historiadores  políticamente teñidos decidieron calificar con toda incorrección pero con un propósito político evidente, como guerras de la Independencia, algo que nunca fueron.

Ahí comienza la construcción de todas las naciones hispanoamericanas e incluso la de la propia nación española, porque hasta ese momento ese concepto esa identidad de nación, no existía.

Y así comenzaron a nacer muchas naciones, entre otras, la nuestra.

Sputnik-I

Con cada avance tecnológico nuestra percepción de lo justo y de lo injusto se modifica, a veces drásticamente. Pongamos un ejemplo: el concepto de propiedad.

Para los hombres que vivieron desde la noche de los tiempos hasta 1903 la propiedad de un hombre sobre la tierra se extendía por debajo de ella hasta los infiernos (el centro de la tierra) y por encima «hasta los confines del universo». Sin embargo, dos mecánicos de bicicletas hicieron cambiar ese concepto en 1903, cuando hicieron volar un frágil artilugio con alas y motor en las colinas de Kitty Hawk. Ese 17 de diciembre de 1903 Wilbur y Orville Wright hicieron que los juristas hubiesen de replantearse definitivamente su viejo concepto de propiedad. Finalmente, el asunto llegó al Tribunal Supremo de los Estados Unidos cuando dos granjeros decidieron que, con arreglo al concepto tradicional de propiedad de la tierra, los aviones no podían sobrevolar sus tierras. El Tribunal Supremo USA, tras reconocer que, aunque efectivamente toda la jurisprudencia avalaba la tesis de los granjeros, su pretensión «atentaba al sentido común». La propiedad de la tierra tal y como se concebía desde la noche de los tiempos había muerto.

Los estados, en cambio, siguieron manteniendo su «soberanía» bajo su territorio hasta los infiernos y sobre él hasta los cielos: la defensa de la soberanía en los «espacios aéreos» se convirtió en un dogma estratégico.

Sin embargo, hoy hace 60 años, la URSS (para mis lectores jóvenes, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) acabó con el concepto de «soberanía nacional» al hacer volar sobre las cabezas de la humanidad un objeto que no podía ser derribado por ningún medio técnico conocido en la época. El satélite artificial «Sputnik-I» (Satélite-I) demostró a la humanidad con toda evidencia que no hay un cielo americano y un cielo soviético, que no hay cielos catalanes ni españoles ni franceses.

El Sputnik-I cambió la historia de la humanidad y dio un golpe mortal al concepto de soberanía, las leyes que hacen funcionar el mundo y orbitar los satélites son universales; Newton no legisló solo para Inglaterra. La soberanía no existe más que en ese espacio que protege la ignorancia humana.

La segunda mitad del siglo XX comenzó cambiando nuestra visión jurídica y geográfica del mundo; y término enseñándonos que la «soberanía», tal y como la conocíamos, no existía en absoluto: en la navidad de 1968 Apolo-8 mandó la primera foto de nuestro planeta visto desde la luna y todos descubrimos un increíble planeta azul que era, en verdad, nuestra casa. Desde aquella foto el movimiento ecologista tenía una imagen muy exacta de aquello por lo que luchaba y aprendimos que la soberanía tampoco puede ejercerse sobre la Tierra si lo que deseamos es que nuestros nietos puedan vivir en ella. A la Tierra se la cuida, sus leyes ecológicas no distinguen a los Coreanos de los habitantes de Islandia.

La segunda mitad del siglo XX ha sido quizá la más brillante de la historia de la humanidad y aquella que más ha puesto de manifiesto tanto las increíbles capacidades de esta como la enorme estulticia de sus gobernantes.

Hoy, mientras pienso en esta cosas de futuro y del siglo XX, las radios atruenan con debates del siglo XIX sobre soberanías e identidades… y todo eso mientras uso esta herramienta que nos permite expresarnos y comunicar nuestras ideas a todos los lugares del mundo.

Soberanías… hachas de sílex.

Hoy hace 60 años empezaron a morir las naciones: Sputnik-I

Cambios tecnológicos y cambios jurídicos. Una historia sobre cómo ha cambiado la tecnología y la forma de entender la propiedad.

Ya comenté en un post anterior que cada revolución tecnológica había llevado aparejados los cambios jurídicos pertinentes aunque, debido a la resistencia al cambio de los juristas, no siempre las leyes se habían adaptado a tiempo a las nuevas necesidades. Ahora que estamos inmersos en una revolución tecnológica sin precedentes es el momento de que tratemos de estar la altura de los tiempos. Dejo aquí un podcast sobre el asunto, es mi primer podcast, asi que, si no suena como debiera, mis disculpas.