Conocimiento o nitrato

Al comenzar el siglo XX Chile era un país ciertamente rico: su renta per capita superaba a la de países europeos como España, Suecia o Finlandia. La causa de tal riqueza se encontraba oculta bajo el suelo del desierto de Atacama: el nitrato. Indispensable para la fabricación de pólvora y magnífico como abono, Chile vendía su nitrato a todo el mundo, muchos de ustedes recordarán todavía el mosaico de azulejos que ilustra este post y que aún puede verse en muchos lugares de España.

Sin embargo, para desgracia de los chilenos, en 1909 los químicos alemanes Fritz Haber y Carl Bosch descubrieron una forma barata de producir este nitrato a partir de otros componentes y las exportaciones de nitrato de Chile comenzaron a caer, para 1958 toda la industria chilena del nitrato había desaparecido prácticamente.

La misma ciencia que hizo caer el negocio del nitrato en Chile hizo nacer en el mismo lugar otro negocio: el del cobre. Chile, un país riquísimo en cobre, vio como a principios del siglo XX los avances en la tecnología eléctrica hacían crecer la demanda de ese metal que ha seguido siendo indispensable para nuestra sociedad hasta el día de hoy.

La riqueza, la pobreza y el resurgir de Chile nacieron del conocimiento aunque, para su desgracia, ese conocimiento siempre fue ajeno.

Cuento esta historia porque ayer me detuve a repasar la situación de la economía española, sus exportaciones e importaciones y sobre todo, su crónica incapacidad para generar conocimiento. A nadie se le oculta que nuestros jóvenes mejor formados emigran a otros países de Europa y a nadie le extrañará que la propia Unión Europea certifique que España es un erial en materia de investigación.

Quizá sea el momento de plantearnos uno de esos típicos dilemas de economistas del tipo «cañones o mantequilla»; pero esta vez de una forma algo distinta: ¿Conocimiento o ignorancia?. La providencia ha dotado a España con unos recursos naturales aceptables y algunos de ellos los hemos explotado hasta la saciedad incluidos el sol y las playas; a estas alturas va siendo hora de que nos preguntemos si vamos a seguir dependiendo de ellos hasta que llenemos la costa definitivamente de hormigón o cambien los gustos de los turistas.

La respuesta de nuestros gobernantes al dilema ya se la imaginan ustedes (pongan ante ustedes la imagen del político que prefieran): «La investigación es parte fundamental de nuestro programa electoral» (firme convicción en la voz y gestos decididos) «haremos todo lo preciso para potenciarla» (nuevo gesto de visionario idealista con mirada perdida en algún lugar del cielo raso y el mentón levantado y apuntando a Sabiñánigo) «no tengan duda de ello» (silencio para dar profundidad y eco a la afirmación).

Y hasta ahí todo lo que harán nuestros líderes por la investigación porque, una vez en el gobierno ya conocen ustedes la historia también: donde dije digo ahora digo Diego y verdes las han segado y es que andamos flojos de numerario y no se puede atender a todo y, además, hay que pagar a muchos diputados provinciales y asesores de los diputados que esos sí que son necesarios al procomún y no esa plaga de científicos y catedráticos quejicas que, en el fondo, tampoco hacen tanta falta y que si no trabajan nadie lo nota.

Y un día, más cercano que lejano, nos daremos cuenta de que vivimos en un país de camareros, cocineros y hosteleros (con todos mis respetos a estas honestas profesiones) y que la principal riqueza del país se nos habrá marchado fuera y que esta riqueza sólo vendrá a que les sirvamos la mesa en verano y a ver a la familia. Igual a ustedes les parece bien este futuro, a mí no.

Pienso que es tiempo de decidir qué futuro deseamos para nuestros hijos y para nuestro país y que esa decisión no admite demora. Pienso que si en algún campo este país debe de hacer un esfuerzo es en el de la investigación.

Pero mientras tanto y mientras me llega el sueño esta noche de calor asfixiante, no me queda otra que entretenerme escribiendo este post y recordando aquellos larguísimos viajes veraniegos de toda la familia en coches sin aire acondicionado, viajes en que se circulaba por carreteras nacionales que pasaban por innumerables pueblos en los que, en alguna esquina, aparecía de vez en cuando este azulejo que hoy miro y que decía a los agricultores: «Abonad con Nitrato de Chile».

La obscenidad institucionalizada

La etimología de la palabra «obscena» es dudosa (salvo mejor criterio de joludi) y se han ofrecido respecto de ella múltiples versiones. De entre todas, la que más me gusta (nótese que digo «la que más me gusta» y no «la más acertada») es la que se atribuye en unos lugares a D.H. Lawrence y en otros a Philip Matyszak.

Según esta versión que les refiero, la palabra «obscena» derívaría de una especie de compuesto de las palabras «ob» y «skena» y se referiría a aquello que sucede en las representaciones teatrales, no en la escena, sino fuera de ella por razones de moralidad.

Se non è vero, è ben trovato: todos conservamos en la memoria muchos de esos trucos escénicos y cinematográficos que permiten que el espectador sepa que algo ha ocurrido en la obra (un asesinato cruel, un adulterio…) pero sin mostrarlo explícitamente a sus ojos. Como nos dice Cervantes en el Quijote (II, 59) «de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos» y es por eso que en el teatro del mundo las cosas que repugnan suelen ocultarse.

Y dicho esto, cada vez que recuerdo esta definición, no puedo evitar que me vengan a la memoria la balumba de instituciones, corporaciones, organizaciones y congregaciones de todo tipo que rigen nuestras vidas. Y al tiempo que me vienen a la memoria pienso tambien que la forma en que somos gobernados, formalmente democrática, es real y literalmente obscena.

Vemos que, en lugares como los parlamentos, las decisiones no se toman durante los debates ni escuchando las razones del adversario, sino que esas decisiones ya han sido tomadas de antemano en lugares bien distintos del propio parlamento. En los parlamentos la grey parlamentaria no vota según le dicta su razón sino según le dictan las señas de sus jefes de filas que, levantando uno, dos o tres dedos, indican a sus pastueños seguidores lo que han de votar. Los parlamentos, gracias a esto, se han convertido en carísimos teatros donde se representan abyectas funciones que no son sino un esperpéntico reflejo de lo que ya ha sido acordado previamente y en otro lugar apartado de la vista de los ciudadanos.

No es diferente en otras corporaciones: nuestros honestos representantes, conscientes de la fetidez de muchos de sus inicuos tejemanejes, prefieren que estos se produzcan de forma «obscena», es decir, fuera del alcance de las miradas de los administrados; y uno piensa también que, si esto ocurre así, es porque los protagonistas de esas acciones ocultas son plenamente conscientes de la inmoralidad de las mismas y de lo inconveniente que resultaría exhibirlas a los ojos de todos. No creo descubrirles nada nuevo.

Sí, tenía razón Cervantes, «de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos» pero sucede que estos virtuosos de la obscenidad ni apartan sus pensamientos ni sus ojos, sólo apartan sus acciones de la vista -y creen que de los pensamientos- de los administrados.

Vivimos en un mundo donde la obscenidad se ha convertido en la forma habitual de ejercer el poder, donde los acuerdos que han de afectar a toda la humanidad se concluyen a espaldas de ella, donde hasta la más insignificante corporación es degradada en corrala donde la democracia es, a su vez, convertida en comedia.

Quizá sea tiempo ya de llamar a las cosas por su nombre, quizá sea tiempo ya de acabar con esta farsa.